Dominica
XI per annum
El Señor Jesús
entró en la casa de Simón, el fariseo, y se sentó a la mesa. El fariseo lo
había invitado a un banquete. Invitar a alguien a comer es de por sí un gesto
de simpatía, generosidad y donación. Bien sabemos que no podemos vivir sin algo
de alimento; ni vale la pena intentarlo. La vida se nutre de la vida, porque es
frágil y se desgasta. Tampoco podemos nutrirnos de una vez por todas. Moriríamos
en el intento. Tejemos nuestra vida poco a poco, con hilos cortitos que
aseguran que la trama no se rompa. Y el Señor Jesús, como hombre entre los
hombres, compartió con nosotros la festiva fragilidad de nuestra vida. Se
alegró de las mismas pequeñas cosas que nosotros. Y se dejó invitar a comer.
Aceptó que otro sostuviera su vida, por unas horas, cuando iba de camino.
Invitar a los
amigos a comer, trabajar para nutrir a los hijos, preparar un platillo especial
y escoger el vino más adecuado, amar el decoro de la propia esposa: todo esto
es parte de la alegría que nos provoca saber que la vida es frágil y al mismo
tiempo valiosa. Son los pequeños hilos que damos a los demás para que puedan
seguir tejiendo su vida. Estos pequeños gestos son una confesión de amor y de
veneración y que han de repetirse con devoción y entrega, porque son casi
sacramentos.
Un fariseo, invitó
al Señor Jesús a comer cuando iba de camino. Y el Señor entró en su casa. Un
padre de familia bendijo con su cansancio los alimentos de sus hijos. Un
sacerdote vio el llanto de un penitente y escuchó su confesión. Un esposo se
sentó a la mesa con su esposa a escuchar sus preocupaciones y sus temores. Y el
Señor entró en su casa.y se sentó a la mesa. El Señor quiso ser un invitado a
la fiesta de nuestras vidas. Como un pájaro acostumbrado a volar en las alturas
no desprecia las semillas que caen por tierra, sino que baja majestuoso a
buscarlas entre las piedras, así Cristo, el dulce huésped del alma, no
despreció nuestros pequeños gozos enmedio de la dureza de la vida.
Cristo se sentó a
la mesa, con nosotros. Y allí, el juez de todos, escudriñó los corazones. Una
mujer, cuyos pecados son bien conocidos a todos, pero de la que ni sabemos su
nombre, se acercó a Jesús. Conocía de perfumes, porque estaba acostumbrada a
que el amor se le escapara de entre las manos. No comprendía que el amor sólo
puede ser fiel a su esencia si admite como huésped al Espíritu del amor, al
Espíritu de Cristo. No había entendido que el corazón humano es como una
enredadera que sólo tiene firmeza si se apoya en la rectitud del amor según Dios.
Amaba, pero no rectamente. Y no quiso dejar pasar la oportunidad de estar cerca
de Jesús. Llevó un perfume, el más puro, de esos perfumes finos que se esfuman
rápidamente. Y quiso bañar con él los pies de Jesús. Pero el Señor se le
adelantó: «El agua que yo le daré se convertirá en fuente de agua viva que
alcanzará para la vida eterna». El Señor Jesús, fuente infinita de la divina
misericordia, antes de que ella le bañara sus pies con perfume, le dio a beber la
castísima agua viva que lava los pecados de los hombres, le dio el llanto del
arrepentimiento. Y la mujer lloró a los pies de Jesús. Sin preocuparse de los
demás invitados, ella lloró. Tenía tanta vergüenza y humillación en el alma que
ya la vergüenza enmedio de la fiesta contaba poco. Como un árbol frondoso, que
eleva sus ramas al cielo y no desprecia las débiles corrientes de agua que
refrescan y nutren sus raíces, así Cristo, el dulce huésped del alma no
despreció el llanto de la mujer arrepentida enmedio de una gran tarde de
fiesta. Y es que el amor también vive del llanto. Ante los pies de Aquel que
conoce los corazones, las lágrimas son un perfume purísimo, guardado escondido
en el alabastro del corazón.
Pero así como el
pájaro acostumbrado a las limpias alturas, baja del cielo a cosechar las semillas
de nuestros pequeños gozos entre cantos de júbilo, pero no se queda allí, sino
que se las lleva al cielo escondidas en su pecho para nutrir a sus polluelos,
así Cristo lleva nuestras buenas obras al cielo para que el Padre las bendiga
con su gracia y se transformen en frutos de vida nueva para nosotros y para
otros más pequeños.
Y así como el
árbol se nutre del agua humilde que corre a sus pies entre la tierra, la toma y
la eleva a través de sus ramas para que la luz del sol la bendiga y la
convierta en frutos, así Cristo, lleva consigo nuestras lágrimas al cielo. Así,
pues, la mujer pecadora nos mostró el único lugar seguro en el mundo para los
pecadores: los pies del Señor, que los ángeles adoran, los pies divinos que
pisan las negras uvas de nuestras lágrimas y las convierten en vino nuevo que
alegra el corazón. Con razón una santa mujer escribió: «Dios me mostró que en
el cielo el pecado no será ya una vergüenza para el hombre, sino un motivo de
más profunda adoración. Del mismo modo como a cada pecado corresponde una pena,
del mismo modo por cada pecado expiado con el llanto el alma recibirá un grado
correspondiente de beatitud. Porque Dios es amor; y del mismo modo como los
diferentes pecados son castigados con penas diversas según su gravedad, así nos
procurarán gozos diversos en el cielo, en proporción a la pena y al dolor que
el alma habrá atravesado aquí en la tierra».
Que aprendamos a
llorar nuestros pecados a los pies del Señor, para que podamos alegrarnos luego
de haberlos llorado.