RP Domnus Evagrius OSB præparavit
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo. Señor mío, Jesucristo, Dios y hombre verdadero me
pesa de todo corazón haber pecado, porque he merecido el infierno y perdido el
cielo. Y sobre todo porque te ofendí a ti, que eres bondad infinita, te amo con
todo el corazón y propongo con tu gracia no volver a pecar.
Primera estación
La agonía en el huerto
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos, porque con
tu santa cruz redimiste al mundo
En el Cántico más
bello de Salomón está escrito: «Levántate, hermana mía, paloma mía, hermosa
mía, y ven, porque, mira, el invierno ha pasado, la lluvia cesó y se fue, han
aparecido las flores en nuestra tierra; el tiempo de la poda ha llegado; la voz
de la tórtola se ha oído en nuestra tierra: la higuera ha echado sus yemas, y
las vides en cierne exhalaron su fragancia». Estas son las palabras de Cristo
en el huerto de su Pasión. Son palabras que Cristo susurra a sus amigos: «Levántense,
velen conmigo. Porque el diluvio de la ira de Dios ha cesado, y caen en la
tierra gruesas gotas de sangre, flores de la misericordia; el tiempo de la poda
ha llegado. Toda rama que permanece en mí y produce fruto, mi Padre la limpia,
para que produzca más fruto».
Padrenuestro
Segunda estación
El Señor es condenado a muerte
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
El Señor agonizó
en el huerto mientras sus discípulos dormían, para mostrarnos que esta
salvación no proviene de nuestras obras, sino de su divina misericordia. Pedro
negó a Cristo cuando una criada le dijo: «También tú estabas con él»; así mostró
el misterio del hombre: Adán aceptó de Eva el fruto que conduce a la muerte;
Pedro, con el corazón envenenado por ese fruto de miedo y pecado no pudo
aceptar el fruto de la vida. Cristo fue condenado a muerte mientras su
discípulo se calentaba junto al fuego, porque tenía frío en el alma. Pero este
fuego encendido por los hombres para mitigar la frialdad de la culpa no
bastaba. A esto se refiere la Escritura cuando dice: «No había fuego intenso
capaz de alumbrarles, ni las brillantes llamas de las estrellas alcanzaban a
esclarecer aquella odiosa noche. Tan sólo una llamarada, por sí misma
encendida, se dejaba entrever, sembrando el terror». Por eso el Señor fue
condenado a muerte, porque era necesario que su amor ardiera en la zarza de
nuestra humanidad y no se apague nunca el calor de la misericordia, la claridad
que da vida a nuestras almas, el fuego que nos alimenta.
Padrenuestro
Tercera estación
El Señor lleva la cruz a cuestas
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Condenado a
muerte, los soldados pusieron a Cristo un manto de púrpura, una corona de
espinas y una caña. El manto de púrpura representa el poder de los hombres,
tantas veces manchado de sangre y crímenes. Y la corona de espinas representa
los dolores que acarrea. Por eso los soldados se burlan. Se burlan de las
fuerzas humanas, se burlan de ellos mismos. Fíjate bien, la Escritura dice que después
de haberse burlado de él, le quitaron el manto, le pusieron sus vestidos y lo
llevaron a crucificar. Le quitaron el manto de púrpura y le pusieron de nuevo
sus vestidos porque el sacrificio de la cruz no es obra del poder humano, sino
del poder divino. Pero no le quitaron la corona de espinas, porque Cristo tenía
que llevar al cielo las espinas que somos nosotros. El que se puso a los pies
de sus amigos, tenía que llevar sobre su frente el dolor de nuestras maldades. Él tuvo que
caminar sobre nuestros pasos hacia la muerte para que nosotros caminemos en los
suyos hacia la vida.
La caña que le
pusieron los soldados representa la frágil naturaleza humana, y Cristo la tomó
en su mano derecha como buen Pastor. No dice la Escritura que le hayan quitado
la caña de su mano. Sólo añade que enseguida lo llevaron a crucificar. Porque
la caña de la naturaleza humana que Cristo lleva a la derecha del Padre, al
lugar donde él habita, en la mano divina del Señor se hizo cruz poderosa, cetro
de la divina justicia, trono de su gloria. Así se cumplió lo que David cantó en
la fe: «Reinará Dios desde un madero».
Padrenuestro
Cuarta estación
El Señor cae por primera vez bajo el peso de la
cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
La Escritura dice
que una vez el patriarca Jacob iba de camino y, al ponerse el sol, se dispuso a
descansar. «Tomó una de las piedras que allí yacían, se la puso por cabezal, y
se acostó en aquel lugar. Y tuvo un sueño; soñó con una escalera apoyada en
tierra, y cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían
y bajaban por ella. Y vio que el Señor estaba sobre ella, y le decía: «Yo soy
el Señor, el Dios de tu padre Abraham, y el Dios de Isaac. La tierra en que
estás acostado te la doy para ti y tu descendencia. Tu descendencia será como
el polvo de la tierra y te extenderás al poniente y al oriente, al norte y al
sur; y por ti y por tu descendencia se bendecirán todos los linajes de la
tierra. Mira que yo estoy contigo; te guardaré por dondequiera que vayas y te
devolveré a este lugar». Este sueño, hermanos y hermanas, era una profecía del
misterio de Cristo. Lo que fue enigma, sueño y promesa para el santo patriarca,
es realidad para Cristo, que es verdadera roca espiritual y piedra angular de
la Iglesia. Cristo yace por tierra bajo la escalera que une el cielo y la
tierra. Esta escalera es la cruz. Arriba está el Padre y sus antiguas promesas
reposan sobre Cristo, roca espiritual. «La tierra en que estás acostado te la
doy para ti y tu descendencia. Tu descendencia será como el polvo de la
tierra». Significa que todos los descendientes del patriarca han de bajar a la
muerte y serán como el polvo de la tierra. Pero Cristo, al caer por tierra, se
extiende como una bendición sobre los que yacen en el polvo de la muerte. Es la
promesa de la resurrección: «Mira que yo estoy contigo; te guardaré por
dondequiera que vayas y te devolveré a este lugar».
Padrenuestro
Quinta estación
El Señor encuentra a su Madre dolorosa
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Dice la Escritura
que cuando Dios restituyó a Job, después de muchos sufrimientos, todo lo que
había perdido, le concedió siete hijos y tres hijas. Una se llamó Palomita, la
otra Casia, y la tercera, Cuerno de perfumes. «No hubo en todo el país mujeres
más bellas que las hijas de Job». Ahora bien, el verdadero Job es Cristo, que
en medio de tantos sufrimientos encontró alivio y consuelo en su Madre
Santísima. Fíjate bien. Los siete hijos de Job representan la multitud de
creyentes, frutos de los sufrimientos de Cristo. Las tres hijas, en cambio,
representan a la Virgen Madre de Dios. Ella se llama Palomita, porque es
pequeña y sencilla. Se llama también Casia, porque en el Antiguo Testamento, casia
era uno de los ingredientes exquisitos con que se perfumaba el óleo para ungir
la Tienda del Encuentro, al sumo sacerdote, y a sus hijos. Y Cristo, nuestra
verdadera Tienda del Encuentro, nuestro sumo sacerdote, tomó la sangre virginal
de María para formarse un cuerpo como el nuestro y ungir a un pueblo de
sacerdotes. Casia es también un ingrediente del incienso que se quema en el
templo. Y Cristo, verdadero templo del Dios vivo, consumió su vida en sacrificio
de suave fragancia. Por eso Casia, la sangre purísima de la Madre de Dios es
uno de los ingredientes más preciosos de la unción de Cristo, de su sangre
derramada. Y ella. La Madre de Dios, se llama también Cuerno de los perfumes,
porque ella, que «guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón», es
el relicario del perfume de las bodas, de los divinos misterios.
Dios te salve María
Sexta estación
Simón de Cirene ayuda al Señor a cargar la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
La pascua judía
es una fiesta familiar. Todos los años, los israelitas debían ir a Jerusalén
para celebrarla. Y, luego de inmolar los corderos en el templo, iban y hacían
los festejos en las casas. Festejaban su vida y su libertad en la ciudad de
salvación, con los de su casa, en el lugar más íntimo y cómodo, el que mejor
hablaba de ellos. Pero los peregrinos, los que no vivían en Jerusalén, iban a
la Ciudad Santa para la fiesta y buscaban sitio donde celebrar. Entonces podían
unirse unos con otros en una casa, y eran como una misma familia por esa noche.
Esa noche eran una familia pascual, una misma casa. También el Señor, entró en
la Ciudad Santa y fundó para siempre con sus compañeros de camino, con sus
amigos de peregrinación, una misma familia: nosotros somos los de su casa. Por
eso «no se avergüenza de llamarnos hermanos». Como nos ha enseñado el beatísimo
Papa Benedicto, Jesús celebró la Pascua «sin cordero y sin templo, y, sin
embargo, no lo hizo sin cordero ni sin templo. Él mismo era el Cordero
esperado, el verdadero… Y él mismo es el verdadero templo, el templo vivo, en
el que vive Dios, y en el que podemos encontrarnos con Dios y adorarle».
Hermanas y hermanos, la cruz es, entonces, nuestra Jerusalén, Ciudad de Paz, la
casa en que habitamos, nuestra tierra prometida, donde echamos raíces y estamos
crucificados con Cristo: él vive en nosotros y nosotros vivimos de la fe en él.
Porque hemos comido su carne y bebido su sangre, y su vida divina corre en
nuestras vidas como en un templo, como la savia vital corre por la cepa y los
sarmientos de la vid hasta dar frutos de suave fragancia. Por eso el peregrino
de Cirene cargó con la cruz del Señor, como el sarmiento carga con los frutos
de la vid.
Padrenuestro
Séptima estación
Verónica enjuga el rostro de Jesús
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
En el Cántico más
bello de Salomón está escrito: «Ponme como un sello en tu corazón, como un
tatuaje en tu brazo. Porque es fuerte el amor como la muerte, implacable como
el Sheol es la pasión. Saetas de fuego, sus saetas, una llama del Señor.
Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo. Si alguien
ofreciera todos los bienes de su casa para comprar el amor, se haría
despreciable». Es el mandato de Cristo esposo que suplica a la Iglesia que sea
fiel a su memoria, que guarde su rostro «sin figura ni belleza». Le pide que lo
guarde como un sello en su corazón, pues debe contemplarlo a solas, en el
silencio. Pero también le pide que lo guarde como un tatuaje en el brazo, para
que en todas las buenas obras que realice los hombres vean el rostro del Amor.
Las grandes aguas del pecado y de la maldad no pueden apagar la zarza ardiente
del ardor crucificado por amor. Ni los ríos de sangre derramada pueden ahogarlo.
Porque fuerte es el Amor, como la muerte, un incendio en el corazón de Dios.
Padrenuestro
Octava estación
El Señor cae por segunda vez bajo el peso de la
cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
En el libro de
los Salmos está escrito: «Pero yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la
gente, desprecio del pueblo». Cristo, al caer por tierra como un gusano, se
transformó en un humilde escarabajo, que a pesar de tener alas y poder volar,
prefirió modelar, con el polvo de la tierra, una casita de barro. Con razón
dice la Escritura que con el dinero que Judas recibió por entregar a Jesús, se
compró el «Campo del Alfarero», porque Cristo, nuestro buen escarabajo alfarero
compró con su sangre nuestra tierra, la modeló de nuevo y se edificó con ella
un templo a la sombra de la vida, a la sombra de la cruz.
Padrenuestro
Nona estación
El Señor consuela a las mujeres de Jerusalén que
lloran por él
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Los antiguos
vieron en los sauces un símbolo de la condición humana. Los sauces llorones dan
frutos muertos, que no sirven para nutrir la vida, y sus ramas caen como una
lluvia de lágrimas. Bien pronto, los antiguos comprendieron su misterio y
comenzaron a plantar sauces en los viñedos, para que, usando las ramas como guías,
las vides pudieran trepar y adornaran sus ramas con jugosos frutos de vida
nueva. Así es el misterio de nuestra humanidad, que no producía más que frutos
muertos, pero cuando Cristo, vid verdadera, se acercó a nosotros, comenzó a
trepar por nuestros llantos y a cubrirlos con racimos maduros de vida eterna.
«No lloren por mí, hijas de Jerusalén, lloren por ustedes y por sus hijos». Es
como si dijera: «Lloren por sus obras de muerte, por sus pecados, para que yo
suba a través de sus llantos y los adorne con frutos de sabiduría, justicia,
santificación y redención».
Padrenuestro
Décima estación
El Señor cae por tercera vez bajo el peso de la
cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Cristo dice de sí
mismo en el libro de los Salmos: «Aunque camine por cañadas oscuras nada temo
porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan». ¿Y qué otra cosa son,
hermanos y hermanas, las cañadas oscuras, sino las fatigas y el dolor que
Cristo padeció en toda su vida santísima, como hombre entre los hombres? ¿Y no son
la vara y el cayado divinos la cruz fiel que nos devolvió la vida? «Aunque
camine por cañadas oscuras, nada temo porque tú vas conmigo, tu vara y tu
cayado me sosiegan». El Cordero que se ha dejado conducir por el Padre hasta la
muerte es el Pastor bueno que conoce a sus ovejas, conoce sus fatigas porque él
mismo ha aprendido por el sufrimiento a obedecer.
Padrenuestro
Undécima estación
El Señor es despojado de sus vestiduras
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Cuando Adán vivía
en el paraíso, podía comer de todos los árboles del jardín de Edén. Todos le
pertenecían porque Dios le había encomendado custodiarlos. En el centro del
jardín había dos árboles: el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del
bien y del mal. Dios prohibió al hombre comer del fruto del árbol del
conocimiento del bien y del mal; y sin embargo, Adán comió de él. Extendió su
brazo hacia el árbol funesto. Y conoció en carne propia, por experiencia, lo
que Dios conoce sin experimentarlo: el mal.
El corazón de
Adán fue envenenado por la desobediencia y comenzó a sentirse muy mal. Tuvo
miedo. Algo en el corazón le hizo saber que se había apartado de Dios y se
sintió desnudo.
Entonces Dios
cosió túnicas de pieles para Adán y Eva y los expulsó del paraíso para que no
comieran del árbol de la vida, pues si comían de ese árbol vivirían para
siempre, pero siendo enemigos de Dios. Las túnicas de pieles que Dios cosió
para los primeros padres eran túnicas frágiles, débiles. Se desgastan y
corrompen con el tiempo. Y finalmente un día vuelven al polvo. Son un traje de
viajeros, que Dios, en su misericordia, regaló a Adán. Dios concedió a Adán el
sueño de la muerte para que aguardara dormido el perdón y la salvación de Dios.
Y el Señor Jesús, que no cometió pecado ni estab sujeto a la corrupción, quiso
ser despojado de sus vestiduras para vestir de gloria la desgastada túnica de
piel de Adán.
Padrenuestro
Duodécima estación
El Señor es clavado en la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Dice la Escritura
que el profeta Eliseo habitaba con la comunidad de profetas. Pero luego los
profetas quisieron una casa más grande. Así que dijeron al profeta: «Vayamos al
Jordán, y tomemos allí cada uno un madero, para hacernos un lugar para habitar».
Fueron, y al llegar al Jordán se pusieron a cortar árboles. De repente a uno de
ellos se le zafó el hierro de su hacha y cayó en el fondo del agua. El hombre
gritó: «Ay, de mí. Era prestado». Pero Eliseo le preguntó: «¿Dónde cayó?». Y el
hombre le mostró el sitio. Entonces Eliseo cortó un trozo de madera y la arrojó
al agua. El hierro salió a flote y Eliseo dijo al hombre: «Tómalo». Y el hombre
extendió su mano y lo agarró.
Algo así es el
misterio del hombre. Cuando Adán extendió su mano para robar del árbol de la
desobediencia, perdió el hierro de la gracia divina, los dones que Dios le había
prestado para que fuera feliz, cuidara del paraíso y lo habitara en paz. Pero
Dios arrojó en las aguas de la muerte el madero de la cruz, para que atraiga el
hierro que perdimos, y con sólo extender nuestras manos al madero de la cruz
podamos recuperarlo.
Padrenuestro
Decimotercera estación
El Señor muere en la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Sabemos bien que
los olivos dan las mejores y más abundantes cosechas sólo después de treinta
años de vida. Entonces sus ramas se pueblan de hermosas aceitunas que se
columpian alegres acariciadas por el sol. Los antiguos sacudían los árboles
cuando las aceitunas estaban maduras y las que no caían las bajaban
golpeándolas con palos. El Señor Jesús, transcurridos treinta años, el tiempo
perfecto según el cuerpo, como olivo frondoso entró en el huerto de Getsemaní,
que significa prensa de aceite. Allí comenzó a derramar el óleo de su sangre, y
en el Calvario lo derramó todo. Dice la Escritura que los judíos, “como era el
día de la Preparación, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado,
porque aquel sábado era muy solemne, le rogaron a Pilato que les quebraran las
piernas y los retiraran”. Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas
del primero y del otro crucificado para poner fin a la agonía. Pero al llegar a
Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas. Cristo entregó
voluntariamente su vida entera, madurada al calor de su amor y de su gracia. No
fue necesario golpearlo con un garrote para que se rindiera y entregara sus
frutos. Al contrario, con la lanza se manifestó la sobreabundancia del vino
nuevo y del agua viva del reino.
Padrenuestro
Decimocuarta estación
El Señor es bajado de la cruz y colocado en el
sepulcro
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
«Muerto en la
carne, pero viviente en el espíritu», Cristo permanece el único, el amado del
Padre, la luz risueña de la gloria. Y esta Luz reina desde el madero de la
Cruz. —Ave Crux, spes unica!— para
que al acercarnos a ella podamos ver la verdad de nuestras obras y juzgarlas
según el amor de Dios. En las llagas de Cristo hay un testimonio de su dolor,
de su amor hasta el extremo, de su fidelidad al hombre, de su belleza
destruida. En las llagas de Cristo la gloria de Dios se desfigura y se transfigura.
En sus llagas hay un testimonio de un amor que faltó, de un amor que no pudo
ser, el amor de sus hermanos. Si hubiera habido un poco de amor, «nunca habrían
crucificado al autor de la vida». Y sin embargo, «era necesario que el Mesías
padeciera para entrar en la gloria». En las llagas de Cristo está la gratuidad
de su amor transformada en puerta. El hombre que toca las heridas de Cristo
encuentra en ellas una puerta al corazón de Dios. Es la puerta estrecha por la
que Cristo nos llama a entrar. «¡Qué terrible es este lugar!, verdaderamente es
casa de Dios y puerta del cielo». Las llagas de Cristo, escuela del dolor y del
amor hasta el extremo, son el inicio de la fe. Entonces nacemos a través de las
llagas de Cristo y de sus sufrimientos para una vida nueva en el corazón de
Dios.
Padrenuestro
Cuenta la Leyenda
Áurea que hubo hace mucho tiempo un pequeño niño, que se llamaba Marcial. Era
un niño travieso, como cualquier otro. Su padre trabajaba en un albergue y en
sus ratos libres iba al mar a pescar. Cuando la pesca era abundante, Marcial
iba por las calles a vender el fruto de las fatigas de su padre.
Un día, cuando
había terminado de vender sus pescados, se echó a andar por las calles de su
pueblo y vio mucha gente que se amontonaba para escuchar a un muchacho, como de
unos treinta años. Marcial logró colarse entre la gente y se sentó en el suelo
a escucharlo. Hablaba del Reino de Dios que se parece a una semilla de mostaza,
la más pequeña de las semillas, que luego se convierte en un arbusto tan grande
que los pájaros vienen y hacen allí sus nidos. Y la gente volvió a sus casas
con una semillita del Reino en sus corazones.
Otro día, corrió
la voz de que el joven predicador vendría cerca del pueblo. Vino y subió a un
montecito y allí se sentó a enseñar. Marcial estaba en primera fila,
escuchándolo. Con voz potente y con lágrimas en los ojos, con una emoción tan
profunda, como si hubiera aguardado tanto ese momento, el muchacho proclamó: «Dichosos
los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que lloran.
Alégrense, salten de gozo, porque sus nombres están inscritos en el cielo». Y
los pobres lloraban.
Cayó la tarde, y
la gente volvía a sus caminos polvorientos, a su hambre, a sus fatigas. Pero el
joven predicador quiso darles de comer. Marcial se acordó que todavía traía en
su morralito dos pescaditos que no se vendieron. Corrió a ponerlos en las manos
de uno de los seguidores del muchacho, que se los acercó junto con unos panes
que ellos traían. Y el muchacho los tomó, los bendijo, y comenzó a partirlos.
Ante los ojos del pequeño Marcial ocurrió algo nunca antes visto. Miles de
panes y de trozos de pescado. Y la gente compartía la felicidad de volver a
casa con un trozo de pan y de pescado para el hambre del alma.
Otro día, Marcial
fue con sus amigos a escuchar la enseñanza. Llegó con ellos corriendo para
sentarse en primera fila. Pero la gente no los dejaba acercarse. El joven
predicador lo vio, se abrió paso entre la gente, lo tomó de la mano, lo abrazó
y dijo: «Dejen que los niños vengan a mí, porque de quienes son como este
pequeño es el Reino de los cielos». Supo entonces que Jesús lo conocía mejor
que nadie y se llenó de júbilo.
Los meses
pasaron, y llegó el tiempo de preparar la Pascua. Marcial supo que Jesús
vendría con sus amigos a celebrar la Pascua en el mismo albergue donde
trabajaba su padre. Y quiso ir a ver. Prometió ser bueno y acompañó a su padre.
Cayó la tarde y comenzó la cena. En los ojos de Jesús anidaba una tristeza muy
profunda: «Cómo he querido comer esta cena con ustedes antes de padecer». De
pronto hizo una seña y pidió agua y una toalla. Marcial se ofreció a llevarla y
con toda diligencia se acercó a Jesús. Cuando Jesús lo vio, algo de su profunda
tristeza se disipó y le sonrió. Marcial pensó que Jesús iba a lavarse las
manos. Pero no. Se arrodilló ante sus amigos y comenzó a lavarles los pies.
Marcial había visto a su padre muchas veces hacer eso, ¿pero él, Jesús, el
profeta? Ahora Jesús era tan cercano como su padre. «Les doy un mandamiento
nuevo, muy nuevo, que hagan lo que yo he hecho. Ámense».
Al otro día.
Marcial caminaba por las callejuelas de su pueblo de la mano de su papá.
Brincaba alegre. De pronto un griterío entró en la calle y se apoderó del
camino. En medio Jesús, con espinas en la frente y una cruz en su espalda
bañada de sangre. Marcial se puso rígido de terror y corrió a esconderse. Esa
tarde lloró. En su corazón y en su mente resonaban los recuerdos: «Les doy un
mandamiento nuevo, ámense”. ¿Y el pescado?, ¿y los panes?, ¿y la suave brisa de
las bienaventuranzas? Todo terminó esa tarde.
«Él les dijo:
"Qué insensatos y qué duros de corazón para creer todo lo que dijeron los
profetas. ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su
gloria?" Y empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les
explicó lo que a él se refería en todas las Escrituras. Al acercarse al pueblo
a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron
diciéndole: "Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha
declinado". Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a
la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba
dando. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció
de su lado. Se dijeron uno a otro: "¿No estaba ardiendo nuestro corazón
dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las
Escrituras?"»