In
commemoratione omnium fidelium defunctorum
Hay tres virtudes que
vienen del cielo y que hacen perfecto al cristiano: la fe, la esperanza y la caridad.
Un Maestro dice: «En primer lugar se nos propone la esperanza de las cosas
futuras, sin la cual las mismas cosas presentes no pueden mantenerse en pie. Es
más: quita la esperanza, y se paralizará la humanidad entera; quita la
esperanza, y cesarán todas las artes y todas las virtudes; quita la esperanza,
y todo quedará destruido. ¿Qué hace el niño junto al maestro, si no se espera
fruto de esas letras? ¿En qué barca se aventurará el navegante entre las olas
del mar, si no espera una ganancia ni confía en llegar al puerto deseado? ¿Qué
soldado desafiará el cruel invierno o el ardiente verano, si no abriga la
esperanza de una gloria futura? ¿Qué agricultor esparcirá la semilla, si no
piensa que recogerá la cosecha como premio de su sudor? ¿Qué cristiano se
adherirá por la fe a Cristo, si no cree que ha de llegar el tiempo de la
felicidad eterna que se le ha prometido?»
La esperanza sostiene
al mundo. Pero ¿qué es pues la esperanza? La esperanza cristiana es mucho más
que una certeza, mucho más que un sentimiento de confianza en que todo saldrá
bien. No es solamente un cosquilleo en el corazón. Eso es sólo el inicio. La
esperanza cristiana es una manera de vivir y de prepararnos para la vida. Es la
encarnación de la gracia, la solidificación de las aguas del bautismo.
Fíjate bien, cuando
las abejas son muy jóvenes y comienzan a nutrirse del dulce néctar de los
campos, la misma abundancia de alimento las estimula y comienzan a segregar
alrededor de sus pancitas pequeñas gotitas de cera que al secarse se convierten
en sólidas escamas. Luego ellas mismas se desprenden de esas escamas y con sumo
cuidado las pegan unas con otras para formar el panal donde se almacenará el
néctar que sigue llegando a la colmena. Algo así es el misterio de nuestra
esperanza. Recibimos el abundante néctar de la esperanza con las aguas
bautismales cuando éramos todavía muy pequeños, incapaces de contener en
nosotros la sobreabundancia de la gracia. Por eso la esperanza se hizo sólida,
para que podamos guardar en ella los tesoros de la gracia que en nosotros no
podemos contener.
En la vida presente
cada uno de nosotros es como una abeja que recibe abundante alimento. Tanto
néctar espiritual es la esperanza, que solidifica en las buenas obras, en la
práctica de la caridad, para que podamos ir construyendo un panal. Pero si la
abeja negligente no se preocupa de cargar con su cera y no ayuda a construir el
gran panal del reino, aunque reciba abundante néctar, no encontrará dónde
depositarlo. Y el cosquilleo que le produce el néctar en la boca la lleva a la
desesperación. A los santos, diligentes abejas obreras, la abundancia del
néctar los llena de honor y alegría. Tienen en sus buenas obras celditas
sólidas para conservar la abundancia de la gracia. Pero los que viven sin
esperanza, sin construir las celdas de las buenas obras, no tendrán dónde
guardar los tesoros de la gracia. Tener esperanza es llevar en la minúscula
escama de nuestras buenas obras el Reino entero; es ensanchar el corazón para
hacer con él el gran panal para la gloria de Dios.
Por eso en este día de
gracia la Iglesia llora, reza, da limosnas, para construir el panal del reino
donde nuestros hermanos difuntos puedan guardar la miel generosa de Dios, dueño
de los campos. La Iglesia llora en este día de gracia como Abraham lloró en la
fe la muerte de su esposa Sara y le construyó también en la fe un sepulcro, un
relicario que prefiguraba el cuerpo eucarístico, donde se alojan nuestras almas
cuando nuestros pobres cuerpos vienen menos.
Fíjate bien. Abraham,
el célebre forastero, también recibió hospitalario el amargo sabor de la
muerte. Lloró, como sabia abeja que traga el néctar y lo traspira en gotas de
cera. Lloró así para enseñarnos cómo hay que recibir a un huésped tan incómodo,
herético y maleducado como la muerte que siempre se lleva lo que tanto amamos:
hay que hospedarla como a un mensajero de Dios, pero no para quedarse por
siempre. El mismo Señor Jesús hospedó en su carne el cruel aguijón de la
muerte, pero sólo por tres días.
La Iglesia llora,
porque el Señor Jesús lloró la muerte de su amigo. No lloró a su amigo muerto,
porque para él todos viven, pero lloró su muerte, lloró lo que le sucedió a su
amigo. Dios lloró, y un llanto más libre que el suyo no se puede imaginar. El
Señor lloró porque el llanto es el lenguaje de los recién nacidos. Es la prueba
de que hemos nacido, el primer néctar de la vida. Luego hay que convertir el
llanto en buenas obras.
Es curioso, cuando
las abejas han llenado el panal, pasan largas horas abanicando con sus alas la
miel, para que se evapore el agua y ya no pueda corromperse. Se oye entonces un
suave murmullo a una sola voz. Nuestro Padre Benito me dijo el otro día que es
porque están rezando. Y tiene razón. La Iglesia reza en este día, levanta sus
manos en oración, para que se sequen las lágrimas y ya nada corrompa el
verdadero gozo. Construyamos, pues, el panal de las bienaventuranzas. No
hacerlo, por odio, rencor, resentimiento, sería un homicidio.