Cada año, por estos
días, nuestra montañita comienza a vestirse de milagro. Toda la montaña se
cubrirá de pequeñas fuentecitas de néctar que se llaman flores. Y nuestras
abejas, locas hiperactivas, fascinadas por el aroma meloso de las flores
comenzarán una frenética fiebre de recolección. Unos mil litros o más. Si lo
piensas, la montaña mana miel. El chiste es saber encontrarla.
La primera vez que
trabajé en la cosecha de miel me parecía un trabajo exquisito. Habría comido
tanta miel si no fuera porque no conviene quitarse el velo que protege la cara
mientras se trabaja. La dulzura perfumada atrae. Pero al siguiente año,
extrayendo tanta miel, francamente quedé aburrido. Es siempre lo mismo.
Comprendí entonces por qué las abejas viven tan poco. La mayoría no alcanza a
disfrutar las seguridades de su propio trabajo y está bien. Lo que almacenan se
queda para nutrir la nueva generación de abejas y, por supuesto, para nosotros
los hombres. Creo que si tuvieran que hacer esta recolección una segunda vez ya
no tendrían ni el humor ni la misma tenacidad. La muerte las libra de la
aburrición y del tedio.
Cuando Dios te llama
a la vida matrimonial, despiertas de la pesadez de tus sueños y tus ojos se
abren a la realidad más bella. Todo se cubre de flores espléndidas que te
fascinan con su aroma matutino. Pero la vida no se detiene con la primer
dulzura. Como joven sacerdote he visto muy de cerca el cansancio, el
aburrimiento y la desesperación de muchos matrimonios. También he visto el
cansancio de algunos de mis hermanos en el presbiterado. Es como si el
cansancio que exige la dulzura del primer día finalmente nos pasara la factura.
El Señor Jesús,
médico de las almas y de los cuerpos, diagnosticó dureza de corazón. Por eso
Moisés había recetado el divorcio. Moisés no tenía a la mano otro remedio. Hay
matrimonios que no tienen ya más vínculo entre ellos que el odio y el tedio. El
odio y el tedio se vuelven lazos tan poderosos entre sus corazones endurecidos
que cuesta mucho trabajo desatarlos. Y si los cortas duele. Son carne viva.
Moisés no encontró otro remedio. Había que cortar. Y una herida abierta siempre
está expuesta a nuevas infecciones.
Jesús propone otro
remedio. Una cirugía que no sólo corte con los lazos del odio y el tedio, sino
que además rebaje los callos del corazón. Hay que limar el corazón hasta que
quede chiquito, como nuevo, como el de un niño. Sólo así, con el corazón
empequeñecido, puedes recibir al Reino de Dios que es tu esposa, tu esposo, los
de tu casa. Un niño recién nacido recibe a los de su casa con un corazón
pequeño y sin escrúpulos. Espera siempre algo bueno de los suyos, a pesar de
todo. No le importa si el abuelo está viejo y enfermo. Le importa el cariño, el
juego, la paciencia. En fondo no le importa si la mamá no es muy bonita. Le
importa que es suya y que está cerca y que lo nutre. Le importa que su padre lo
puede todo y no le importa que haya mejores.
Pero también es
verdad que una vida matrimonial es mucho más difícil que esto porque hay más libertad
interior y exterior en juego. Los niños crecen. Siempre. Es su principal tarea.
Y la ropa de pequeños ni les queda ni les gusta. Todos crecemos, y la magia de
muchas cosas se hace rutina, aburrición, rebeldía. Entonces el corazón se
endurece. San Ambrosio, como muchos otros santos, cuando era niño jugaba a ser
obispo. Cuando llegó a serlo descubrió que el mismo juego, tomado en serio
exige también fatigas y cansancio.
Cuando el corazón se
endurece por el tedio y las fatigas, el Señor Jesús nos manda recrearnos, ser
como niños por la renovación de nuestras mentes. Fíjate bien, los ángeles no
están sujetos al tiempo, por eso no tienen ni biografía ni historia. Son lo que
deciden ser. Y no pueden dar marcha atrás. Sus existencias están de tal manera
comprometidas con la pureza de su voluntad y de su inteligencia que no pueden
retractarse, no tienen tiempo para arrepentirse. El ángel elige a Dios y es
bienaventurado o elige la nada de donde fue sacado y se hace tenebroso y
maléfico. Nada puede revocar lo que ha libremente elegido ser. Los hombres no
somos así, aunque a veces tenemos la terrible tentación de tomarnos gravemente
en serio. Somos la única criatura que puede iniciar, que puede crear algo
nuevo, que puede ser niño para recibir el Reino de Dios. Y esto porque somos
inicio. Nos fascina lo nuevo porque sin nosotros humanos, nada habría de nuevo
bajo el sol, nada de nuevo en el universo.
Esto es el meollo de
todo sacramento, lo nuevo que sólo el hombre a imagen de Dios puede hacer.
Iniciar de nuevo es la tarea de todo matrimonio; dejar que Dios alegre nuestra
juventud ante su altar es la tarea cotidiana de todo sacerdote. Que la gracia
de nuestros sacramentos nos renueve cada instante y nos haga niños bajo las
manos de Cristo, bendecidos por él.