En una ocasión, en un
monasterio los monjes aguardaban juntos como todas las tardes la campanada para
la última oración del día. Mientras esperaban comenzaron, como de costumbre, a
bromear sobre las cosas del día, el trabajo, los problemas, las esperanzas. A
un cierto punto, uno de ellos propuso un juego. Había que completar refranes. Uno
propuso: “Mientras el tiempo dure”, y otro respondió: “lugar tiene la esperanza”.
Y luego otro: “El trabajo no es entrar” y los hermanos completaron a coro: “sino
encontrar la salida”; y así siguieron con muchos refranes, intercambiando
sabiduría: “Perro que mucho lame, acaba por sacar sangre”; “Muerto el perico,
para qué quiero la jaula”; “El que tenga cola de paja, que no se acerque a la
lumbre”; “Hierba mala nunca muere, y si muere ni hace falta”; “Perro que ladra
no muerde, por lo menos mientras está ladrando”; “No hay más amigo que Dios, ni
más pariente que un peso”. A un cierto punto alguien dijo: “Cría cuervos y…” Un
instante de silencio invadió la sala y de repente un hermano gritó: “y tendrás
muchos”. Sí, de veras, cría cuervos y tendrás muchos. Nadie entendió su chiste,
pero el hermano no paraba de reír, como quien ríe de alegría por haber
encontrado la fórmula de la eterna sabiduría.
Lo peor y lo mejor es
que tenía razón. Conozco muchos criadores de todo tipo de aves y a ninguno le
han sacado los ojos sus cuervos. Lo cierto es que comienzas con dos y luego
tienes tres, y luego muchos. Es que la abundancia es la bendición oculta en
cada semilla que se siembra, en cada trabajo que se empieza, en cada amor que
se entrega, en cada vida verdaderamente vivida. Cada semilla sembrada lleva
dentro una docena en espiga. La abundancia es la sonrisa de complicidad entre
Dios, el hombre y la vida. Lo que hace que podamos decir: “hoy todo nos salió
bien”. Pero una vez que la abundancia se sale con la suya, necesitamos
graneros. Hay pan que tiene que aguardar la lentitud de nuestra hambre; hay
trabajo acumulado; hay amor que corresponder; hay vida por vivir. Necesitamos
graneros. Construimos graneros para detener la abundancia, para que no se
desparrame y acabe desperdiciada. Porque nosotros somos lentos, muy lentos. No
nos damos abasto con la vida.
Pero los frutos de la
abundancia no deben quedarse allí encerrados para siempre en el granero. Cuando
el granero está harto hay que tomar medidas, pero no para construir otro
granero, sino para aprovechar y compartir los frutos de la abundancia. Un
hombre que, insatisfecho por no encontrar el amor en su familia, vaga de
corazón en corazón buscando el amor, no hace más que construir graneros siempre
más grandes. En cada corazón visitado hubo una chispa de amor, pero prefirió
dejarlas guardadas como si se tratara de un paquete de cerillos. Y de veras, raramente
necesitamos más de uno para hacer un incendio.
A veces almacenamos
virtudes con toda delicadeza. Por ejemplo, la justicia. La justicia es como una
bomba pirotécnica que distribuye con equidad sus luces en un cielo oscuro. Pero
cuando se queda mucho tiempo guardada en la bodega, entonces se llama venganza,
y nuestra bodega puede estallar en cualquier momento. Le tenemos que construir
una bodega más grande ante el peligro de que estalle.
A veces buscamos con
desesperación la paz. Y nos damos cuenta que la paz es como la chía o la linaza,
esas pequeñas semillas, muy finas, que apenas encuentran un poco de agua se
cubren de esperanzas y anhelos. Se visten de algo pegajoso que impide que el
viento se las lleve y así puedan echar raíces donde encontraron agua. Pero a
nosotros no nos gusta que la paz sea pegajosa, que necesite siempre algo a qué
adherirse y eche raíces hacia la oscuridad de la tierra, y levante sus hojitas
al cielo, al cielo de los anhelos, de las inquietudes que buscan claridad, al
cielo de los inconformes. Preferimos poner la chía en una bolsita seca, tan
seca como nuestra paz que no desea nada más que un granero más grande. Así no
es posible la vida.
El Señor Jesús no
prohíbe acumular en graneros. Prohíbe construir uno siempre más grande, porque
los graneros enormes son como cuervos. Te sacarán los ojos y no podrás ver.
Pero los cuervos no sacan los ojos de los vivos. No construyas pues un granero
para ti mismo, porque acabarás allí como una semilla olvidada que ya no se
siembra, ni se come ni ríe con la abundancia.