domingo, 14 de noviembre de 2010

"Hæc quæ videtis, venient dies, in quibus non relinquetur lapis super lapidem, qui non destruatur"


Dominica XXXIII per annum

Todos alguna vez nos hemos maravillado por la grandeza de un edificio o por el éxito de un trabajo realizado; hemos gozado por la lealtad y el cariño de parientes y amigos, y nos hemos alegrado con la graciosa belleza de los pájaros y la majestad de las flores. Es que a través de todas estas cosas llega a nosotros la grandeza y la bondad de Dios. Dios oculta su presencia inmensa en todo lo que amamos. En el éxito, en la belleza, en la amistad, siempre hay algo extra, algo que viene de más.
El éxito no es simplemente la paga exacta por un esfuerzo realizado. Es mucho más que eso. Lleva una satisfacción oculta que excede al esfuerzo, que le paga de más. Lo mismo vale para la belleza. La belleza siempre está de más, es superflua e innecesaria; sobrepasa la utilidad de las cosas, y nos sale al encuentro como un regalo. Y lo mismo puede decirse de la amistad. Podríamos muy bien hacer funcionar la vida sin amistad, con relaciones frías, exactas, bien calculadas. Pero la amistad viene siempre como condimento de la vida.
Todas estas cosas, éxito, belleza, amistad, son el signo de la presencia de Dios en  nuestras vidas. Son un signo de que Dios habita en nuestras historias como en un templo. Y sin embargo nuestras vidas siempre le quedan chicas. Por eso las desborda con el éxito, las repleta de belleza, las hace rebosar con la amistad. Dios siempre nos regala algo más. Y por eso se muestra oculto en la satisfacción del trabajo bien realizado, en el esplendor de lo que amamos, en la gratuidad de la amistad.
A lo largo y ancho de nuestras vidas, Dios siempre agrega algo a nuestros cálculos. Por eso a nosotros la vida siempre nos queda grande. Tan grande que muchas veces ni alcanzamos a vislumbrar su verdadera grandeza.
Con todo, cuando el Señor Jesús vio a unos que admiraban la solidez y la belleza del templo, hizo un recordatorio profético. Nos recordó algo que vemos cada día: nuestras casas se derrumban. Con el tiempo comienzan a caer y hay que repararlas aquí y allá. Las guerras las dividen, los terremotos las derriban. El Señor nos recordó que la belleza dura sólo algunos años y que, andando el tiempo, se arruina, se marchita, se estropea. Aun las aves más graciosas y las flores más tiernas conocen la rigidez de la muerte y la vetusta seriedad del marchitarse. Incluso las amistades más sólidas cargan un día con el doloroso peso del adiós. Y las mejores familias experimentan tarde o temprano la lejanía, el enojo, la enfermedad, la muerte. El cálido hogar de la infancia se parte y reparte en varias herencias, muchas veces después de una guerra o una revolución entre parientes. “Días vendrán en que no quedará piedra sobre piedra de todo esto que están admirando. Todo será destruido”.
De todos modos, el Señor nos advierte que a pesar de lo tremendo de todas estas cosas, no son ellas el signo del fin. Estas cosas suceden porque así es la vida, y porque nosotros muy pocas veces estamos a la altura de nosotros mismos y de nuestras historietas. La vida siempre nos queda grande. Sólo los santos han sabido vivirla. No porque estuvieran libres de la muerte, el dolor, el fastidio o la tentación. No. Supieron vivirla, fíjate bien, porque permanecieron firmes a pesar de todo. Y me preguntas, pero ¿firmes en qué? Y yo te digo: Firmes en la fe que el Señor ha de venir a buscar en el mundo. Pues si creemos que el Señor ha de volver al mundo es precisamente porque estamos convencidos que esta vida necesita un final feliz, un final que nuestras vidas por sí solas no tienen, porque nuestras mejores cosas siempre acaban marchitas, enfermas, arruinadas por nuestras batallas y violencias, y por la guerra que nos hace el paso del tiempo. Nuestra historia necesita un final feliz precisamente porque no se lo merece.
Sabemos que él vendrá de nuevo al final de los tiempos porque siempre ha venido en nuestras vidas, escondido en la belleza, en la amistad, en el éxito. Siempre ha venido a visitarnos en lo mejor de nosotros, en lo que nos excede y nos sobrepasa. Vendrá de nuevo y vendrá para siempre. Vendrá buscando la fe de los corazones que siempre creyeron en su presencia. Y él será el mayor éxito que el mundo jamás haya imaginado, el amigo inadvertido en la noche ciega de nuestras guerras, la belleza que salvará al mundo. En el corazón de un mundo derrumbado él vendrá como el amor y el mundo será juzgado por él.