La Virgen María vino
al mundo envuelta en milagros. Muy grandes milagros. Sus padres, Joaquín y Ana,
eran ancianos y no tenían hijos. Por eso Joaquín, su padre, un día se retiró a
la cima de una montaña alta, formada de rocas desnudas, esterilizadas por la
fuerza del viento, el fuego ardiente de los rayos del sol y la helada pureza de
las nieves. Joaquín subió a la montaña dispuesto a no tener otro alimento que la plegaria. En su
ayuno clamaba a Dios diciendo: “No bajaré de la montaña hasta que me visites”.
Ana, en cambio, se fue a descansar en un jardín bajo un laurel mientras
lamentaba ante Dios su esterilidad y la lejanía de su esposo. Debajo del laurel
contemplaba un nido de gorriones que festejaban con cantos la vida nueva y
despreocupados tomaban granos de los campos fecundos para nutrir a sus
polluelos. Al cabo de cuarenta días con sus noches, el Ángel del Señor visitó a
los dos ancianos. “Ana, Ana, el Señor ha escuchado tu oración”; “Joaquín,
Joaquín, el Señor ha escuchado tu oración”.
La Virgen María fue
concebida milagrosamente. Es hija de la oración que nace en la montaña del
ayuno, donde los hombres desafían el cielo. Y es también hija del descanso glorioso,
escondido y solitario. María fue concebida en la montaña de las preocupaciones
de los hombres y en el jardín de la vida contemplativa.
Por eso la niña que
nació tenía en su corazón la riqueza del ayuno, y la abundancia de quien asciende
para extender las manos vacías hacia Dios y recibir en ellas el cielo entero.
Hace falta subir a la montaña de las fatigas humanas para ser dueño del cielo.
Hace falta el ayuno del corazón para saciarse de Dios por el deseo. Hace falta
caminar la senda de la renuncia para tocar la áurea puerta del santuario más
íntimo de Dios y obligarlo a visitar nuestra pobreza. Por eso la niña que nació
era la más pobre de todas.
Esta niña no tenía en
su corazón otra ocupación que el descanso contemplativo. Sus ojos de niña gozaron
viendo la libertad confianzuda de las aves del cielo. Aprendió de ellas a no
sembrar ni cosechar ni amontonar en graneros. Era una niñita de su tierra, y
con sus manos buscó en la tierra su alimento. Y como las aves del cielo, la
niña fue rica porque era pobre. Por eso la niña que nació era la más rica de
todas.
Concebida debajo de
un laurel, le devolvió al mundo su corona de gloria, la gloria abandonada en el
funesto árbol de la prueba. La niña más rica y noble le devolvió al mundo su
esplendor. Y sin embargo siempre vivió a la sombra de la gloria, escondida, oculta
en Dios. Es dueña de muchos milagros y señora de grandes misterios. Y sube
presurosa las montañas de la plegaria para servir a los pobres, para cuidar a
los ancianos, para velar por los niños.
Pero nadie puede
llevarse a esta dulce niña a su casa si no va a habitar primero por debajo de
la gloria del mundo; nadie puede llevarse a esta Señora de milagros a habitar
en su casa sin antes estar con ella al pie de la cruz, en la montaña de la
plegaria, a la sombra de la vida, allí donde anida el amor y el dolor se
consume.
Que esta Virgen
gloriosa nos conceda ocultarnos bajo la sombra de la vida, bajo la gloria de
Cristo crucificado. Que él nos la conceda como Madre, a nosotros, sus hermanos
que lo hemos conducido a la montaña de nuestra muerte. Y mirándola a ella, nos
llame con amor y nos bendiga.