Dominica XXXIII per annum
Cuando
en un hogar se espera el nacimiento de un bebé, toda la casa se viste de
ternura. Una cuna, muchos juguetes, peluches, biberones, pañales. Porque sabemos que
quien está por llegar viene con ternura. La pequeñez, la delicadeza, la
fragilidad de un bebé nos hacen llevar a casa muchas cosas que normalmente no
tenemos. Nos mueven a pensar en alguien
más, que sabemos necesitará mucho de nosotros.
Cuando
Dios entró en el mundo, cuando tomó nuestra naturaleza humana, quiso entrar
como un bebé, pequeño, lleno de ternura. Quiso ser esperado nueve meses, en los
corazones limpios de María y de José. Y la luz risueña de la gloria,
Jesucristo, nació como ternura.
Es
curioso, algunas aves establecen su nido en troncos huecos de los árboles, y al
nacer sus polluelos, los acomodan mirando hacia el fondo, sin permitirles
asomarse al exterior. Lo hacen para evitar que caigan en la tentación de volar
antes de tener plumas fuertes en las alas. La única que se asoma al exterior es
la madre. Si algún intruso se acerca al nido, la madre vigilante grita con
todas sus fuerzas, y los polluelos se atemorizan, escondiéndose lo mejor que
pueden en el fondo del nido.
Sólo
cuando las alas de los polluelos se han cubierto de plumas largas y
resistentes, la madre los incita a asomarse. Las pequeñas cabecitas de los
polluelos avanzan juntas hacia la entrada del nido, temerosas de la luz,
abiertos los ojos de pura curiosidad. Entonces la madre salta a cada una de las
ramas cercanas, se posa en todo lo que está cerca, por raro que parezca. Vuela,
y la luz del sol juega con sus plumas a inventar el color. Vuela, y sus alas
luminosas abanican el aire que el sol calienta. Y los chiquitines miran
absortos el espectáculo. Así les demuestra la madre, con su propia vida, que el
mundo no es malo. Que se puede confiar en él; que se puede salir del nido y
entrar en el mundo, jugando a volar.
Cuando
un niño nace, la sonrisa materna lo acoge, le da la bienvenida, le asegura que
el mundo no es malo. El cálido y fuerte abrazo paterno le hace sentirse seguro,
sabe que no hay nada que temer, que se puede confiar en la vida, porque la vida
es bella. Así nos enamoramos por vez primera de la vida y nos entregamos a esta
aventura de alto riesgo.
Pero,
fíjate bien, cuando nació Nuestro Señor Jesucristo, cuando Dios se hizo hombre,
sucedió algo totalmente distinto. El niño Jesús recibió sonrisas, miradas,
caricias, recibió la confianza del amor humano; pero no como prueba de la
bondad del mundo. Eso ya lo sabía. Desde siempre, él que es la Sabiduría del
Padre supo que el mundo es bueno. Él, que había creado cielo y tierra; él,
autor de la vida; él, que había visto todo lo creado y vio que era bueno; él,
que gobierna todo con firmeza y suavidad, no vino para que le mostráramos la
bondad del mundo.
Él
entró en el mundo para mostrarnos que Dios es ternura, y que se puede acariciar
y amar. Entró como niño para mostrarnos con su llanto la bondad de Dios, que se
compadece de nosotros. Con su risa nos mostró que Dios no es malo, y que se
puede confiar en él. Con sus juegos, nos enseñó que Dios gobierna el universo y
respeta todas sus leyes. Con su ternura nos pidió que lo esperáramos, con la
misma firmeza alegre con que se aguarda a un hijo.
Vino
una vez como niño, y nos dijo que vendrá de nuevo sobre las nubes con gran
poder y gloria. Y así como los pájaros saltan entre las ramas de los árboles,
avanzan en alas de viento, y cantan a la luz para mostrar a sus crías que el
mundo es grandioso y bueno, así Cristo ha de venir sobre las nubes para
mostrarnos que la vida celestial que Dios tiene preparada para los que lo aman
es la mejor de todas. Cristo sobre las nubes nos enseña a enamorarnos a primera
vista de la vida del cielo.
Y
nosotros sabemos esperar con ternura a la ternura; pero no sabemos cómo esperar
la majestad y el poder verdadero. No lo sabemos. La majestad y el poder
verdadero son cosas que no vemos en nuestra vida, nosotros, acostumbrados a
tantas pesadeces, violencias, ridiculeces y poderes falsos de dinero, soberbia
y ambición. Nosotros no sabemos lo que es la majestad ni el poder verdadero, y
por eso no sabemos cómo preparar su venida. Aguardemos entonces a Dios con
ternura, pues la ternura es lo más parecido a la majestad y al poder verdadero.
Sólo así, con ternura en nuestras vidas, prepararemos la venida del Señor con
gran majestad y poder. Por eso el Señor nos manda fijarnos en la ternura de los
brotes de la higuera, pues la ternura es el comienzo de la vida. «Fíjense en el ejemplo de la higuera: cuando sus ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, saben que el verano está cerca; pues lo mismo ustedes, cuando vean que suceden estas cosas, sepan que el Hijo del hombre ya está cerca, a la puerta».