sábado, 15 de febrero de 2014

"... et cum spiritalis desiderii gaudio sanctum Pascha expectet"


Terminados los días de gozo por la natividad y la manifestación del Señor, cantemos el último Aleluya en espera de la Santa Pascua de Nuestro Señor.

Cœlia triptera


Orquídea exótica, una de las pocas especies que componen el género Cœlia, distribuida en México, Guatemala y el Caribe. Requiere luz filtrada, humedad relativa alta todo el año, y como sustrato una mezcla de tezontle rojo y negro, corteza, fibra de coco y esfagno. En los meses de enero y febrero produce un capullo al pie de los pseudobulbos que eventualmente se abre para dar paso a una vara floral erguida que no rebasa la mitad de la altura de las hojas, con numerosas flores blancas diminutas de suave fragancia.

viernes, 14 de febrero de 2014

In festo sancti Valentini presbyteri et martyris


«El corazón humano no tiene la forma de un corazón del día de San Valentín, perfecto y de contorno regular. Más bien es de forma ligeramente irregular, como si un pedacito le faltara de un lado. La parte faltante puede muy bien simbolizar el pedazo que la lanza arrancó del corazón universal de la humanidad en la Cruz. Pero probablemente simboliza algo más. Puede muy bien significar que, cuando Dios creó cada corazón humano, guardó un pedacito de cada uno en el cielo, y envió lo demás al mundo, donde cada día aprendería la lección de que nunca sería realmente feliz, de que nunca estaría enteramente enamorado, de que nunca sería realmente un corazón entero hasta que no descanse con Cristo resucitado en una pascua eterna». Venerable Fulton Sheen

tr. mía

miércoles, 5 de febrero de 2014

Cœlogyne cristata

Cœlogyne es un género de orquídeas, originario del sudeste asiático, cuyo nombre viene de los vocablos griegos κοίλον, que significa  «hueco», y de γυνή, es decir, «mujer». Las orquídeas de este género son litófitas y epífitas simpodiales, de grandes pseudo bulbos ovales. Casi todas las Cœlogyne producen flores blancas, perfumadas, con labelos sofisticados. La especie C. cristata debe su nombre a las crestas amarillas que se forman a lo largo del labelo.


Coelogyne cristata es una orquídea que se localiza en regiones elevadas, por lo que requiere bajas temperaturas, con humedad relativa alta, buena ventilación y luz intensa. Puede ser cultivada en maceta con sustrato litófito de origen volcánico. Durante los meses de primavera y verano nutre sus nuevos pseudo bulbos, por lo que debe ser regada con regularidad, pero llegado el invierno hay que disminuir al mínimo los riegos. En México florece en los meses de diciembre a febrero.

domingo, 2 de febrero de 2014

"Postquam impleti sunt dies purgationis Mariæ, secundum legem Moysi, tulerunt Jesum in Jerusalem, ut sisterent eum Domino"

In purificatione BVM

Hace mucho tiempo, el abad de un gran monasterio quiso fundar otro monasterio. Envió unos cuantos monjes a buscar en un país remoto un rincón donde construirlo, y así surgió un monasterio muy pequeño en las entrañas de un gran país. Pocos monjes vivieron en él. Trabajaron y envejecieron, pero el monasterio no prosperó. Todos los esfuerzos de los monjes apenas fueron suficientes para obtener el sustento cotidiano. No construyeron grandes edificios ni fundaron escuelas. Tampoco escribieron libros ni custodiaron tesoros. Simplemente trabajaron la tierra con sus manos, buscando en ella el pan de cada día.  En el transcurso de varias décadas, los monjes fueron muriendo sin dejar huella de su vida misteriosa. El último de ellos, antes de morir quiso escribir una cartita al monasterio fundador para dar cuenta de lo que había sucedido allí. Simplemente escribió: «Obedecimos«». Sin duda en esta única palabra estaban resumidas todas sus biografías, la historia de su peregrinación por este mundo. Fue ése su único fruto, el que les costó la vida. Es que de los votos que los monjes hacemos, sin duda el más difícil es el de obedecer, porque lleva directo al corazón una espada que no sólo traspasa la carne, sino que se adentra hasta alma.
Desde que Adán y Eva comieron el funesto fruto de la desobediencia, el veneno de la desobediencia se regó por toda el alma e invadió nuestra carne, de suerte que cada hombre lleva en sí mismo una guerra civil. Hacer el bien se vuelve para nosotros algo fatigoso, a pesar de que fuimos creados para ello. Conocemos el bien y reconocemos que queremos hacerlo, pero un abismo de contradicciones se abre entre lo que queremos hacer y lo que en verdad hacemos. Como dice el Apóstol: «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago, y si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo hace sino el pecado que habita en mí». Todos queremos un país más honesto y justo, pero también todos alguna vez hemos contribuido a la corrupción del país. Todos alguna vez hemos soñado que nuestros hijos tengan la mejor educación como herencia; sin embargo, muchos de los patrones nefastos de nuestras familias los heredamos de padres a hijos como secretos de familia, y para eso no se necesita más cátedra que las cosas de cada día. El criminal no nació criminal; alguna vez fue mejor, pero no pudo mantenerse en su puesto. Todos alguna vez nos hemos propuesto ser mejores; pero una desobediencia silenciosa una y otra vez nos convence de no continuar la marcha hacia adelante. Nos cuesta mucho trabajo obedecer. Obedecernos a nosotros mismos y obedecer a Dios.
Muchas veces he hecho notar que todos los pueblos que practicaron religiones sacrificiales tuvieron algo en común. Todos supieron que a Dios había que ofrecerle la vida. Y llevaron ofrendas vivas que sacrificaron en sus templos. Ningún pueblo llevó a sus templos animales muertos. Llevaron la vida y sabían que la vida grita siempre antes de morir. De algún modo, en la resistencia de la víctima, en su rebelión antes de morir, estaba condensado todo el drama humano: el hecho de que obedecernos a nosotros mismos y obedecer a Dios nos cuesta la vida. Siempre hay algo en nosotros que debe morir, algo que debe ser inmolado—atravesado por una espada—, si queremos obedecernos y obedecer a Dios. A esto se refiere san Agustín cuando suspira orante «muera yo, para que viva yo».
Recuerdo que cuando era novicio leí varios pasajes de las vidas de los Padres del desierto en los que se elogiaba y se nos instruía acerca de la obediencia. En uno de esos relatos se contaba cómo un monje anciano quiso probar la obediencia de un joven discípulo. Para ello le mandó dulcemente: «Hijo, si quieres ser perfecto has de cultivar la tierra que Dios te da. Por ello, no teniendo semillas que darte para sembrar, te ruego que plantes mi bastón en la arena y lo riegues cada día hasta que reverdezca y así puedas nutrirte del fruto de la tierra». Era un mandato muy difícil de obedecer, si consideramos que los bastones nunca reverdecen, y que en el desierto el agua es tan escasa que uno no se puede dar el lujo de desperdiciarla regando bastones. Bueno, el relato decía que así lo hizo el joven monje. Obedeció y un día milagrosamente el bastón enterrado echó un brote que luego se convirtió en una rama. De esa historia aprendí que la obediencia es un fruto que antecede al árbol. Antes de que el bastón retoñara, ya había producido en el joven monje la obediencia.
Algo así es el misterio que hoy adoramos. Hoy la Virgen María y San José llevaron al templo al Niño Jesús. La Virgen esperó cuarenta días porque la Ley de Moisés prescribía ese tiempo de purificación a causa de la sangre que normalmente se derrama en el parto. Pero nosotros sabemos que el parto de la Virgen fue glorioso, pues ella no vivió la guerra civil que todos los hijos de Adán libramos cada día. Concebida sin la mancha del pecado original, no estuvo jamás sujeta a la desobediencia que hace de nosotros una madeja de contradicciones y que congestiona nuestras buenas obras. Ella fue obediente consigo misma y obedientísima a Dios. Puntualmente acogió las palabras del ángel y diligentemente se encaminó presurosa a las montañas para ayudar a su prima santa Isabel. Nosotros muchas veces hemos sentido el dolor de la espada que atraviesa nuestra alma abriendo una llaga entre lo que somos y lo que queremos ser, entre el bien que queremos y el daño que hacemos casi sin querer. Ella no fue así. La espada que atravesó su alma fue una espada de amor obediente. Por eso su dolor fue perfecto. Jamás hubo una herida más grande porque jamás hubo un Hijo más amado. Y nada tuvo ella de más preciado que su amado Hijo. En efecto, María nada le negó al Señor. La Ley prescribía ofrecer una tórtola y un cordero, pero si la mujer no tenía para ofrecer el cordero podía ofrecer dos tórtolas o dos pichones. María no ofreció un cordero, no por regatear a Dios la ofrenda, sino porque bien sabía que su Hijo es el verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
María, pues, no necesitaba purificarse por otra causa que no fuera la obediencia. Quiso purificarse por obedecer, y su perfecta obediencia era un fruto que antecedió al árbol de la cruz. Gran misterio es éste: la Madre es fruto, es hija de su Hijo. María nació de Cristo, el Dios que «por nosotros se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz».
Imitemos pues los ejemplos de María, y que ella nos enseñe a cultivar por la obediencia el árbol de la cruz que nos libra de nuestra desobediencia.