II dominica in quadragesima
En
una ocasión, Jesús enseñó a sus discípulos: «Han oído ustedes
que se dijo: “Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo”. Yo, en cambio, les digo:
Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que
los persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace
salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y
los injustos. Porque, si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa
merecen? ¿No hacen eso mismo los publicanos? Y si saludan tan sólo a sus
hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen eso mismo los publicanos?
Ustedes, pues, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto».
En verdad, el Padre celestial es
perfecto, y su perfección se manifiesta en que su sol brilla por igual sobre
buenos y malos, y su lluvia cae igualmente sobre la tierra de los justos y de
los injustos. Y la ley que recibió Moisés en la montaña, se transfigura en la
montaña. Con toda verdad la Escritura dice que una «nube luminosa los cubrió».
Porque la gloria de Dios no sólo ilumina con su claridad de sol la bondad y la
justicia de los hombres. La gloria de Dios también es una nube que riega los
campos en que germina la cizaña sembrada por la maldad y la injusticia de los
hombres. Por eso la gloria es claridad y nube al mismo tiempo.
Dice la
Escritura que en su transfiguración, el rostro de Cristo «se puso
resplandeciente como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve».
Pero nada se nos dice de su cuerpo. La luz de la transfiguración manifestó la
gloria que milagrosamente el rostro de Cristo ocultó desde su nacimiento.
Gloria de Dios que no sufre. Gloria sin heridas ni rasguños. En efecto, no en
la transfiguración, sino sólo hasta que el Señor Jesús se levantó, resucitado
de entre los muertos, se nos dio a conocer por su carne traspasada. ¿Y cómo
habría de mostrarnos si no que era él mismo? Él que había atravesado el abismo
de la maldad humana, él que había sido torturado en la cruz, al levantarse
resucitado, manifestó la gloria de la vida inmortal no sólo en la bondad de su
rostro amado, sino también en la profunda oscuridad de sus llagas amantes. La
gloria de la resurrección no sólo brilló sobre la carne de Jesucristo, esa
carne inmaculada que María, José, y el discípulo amaron. No, la gloria también
empapó como lluvia bendita sus negras llagas, surcos profundos en que nuestra
maldad sembró el dolor, la injusticia, la maldad hasta la muerte. El Señor
Jesús se nos dio a conocer en sus manos traspasadas y en su costado abierto
porque éstas son las pruebas de la perfección de su divinidad que baña de
gloria la carne pacífica, pero no le borra los inconfundible signos del dolor.
Moisés apareció en la transfiguración
del Señor precisamente porque por medio de Moisés se nos dio la ley que decía: «Ama
a tu prójimo y odia a tu enemigo». Al transfigurarse el rostro de Jesús, la ley
se transfiguró en él: «Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y
rueguen por los que los persiguen y calumnian».
En el último día, cuando Dios juzgue
nuestra humanidad, ¿qué buscará en nosotros?, ¿qué transfigurará de nuestra
carne? Precisamente nuestras manos perforadas, marcadas con la huella del
habernos donado a nosotros mismos, de habernos vaciado en la entrega, de haber
amado a nuestros enemigos, de haber hecho el bien a los que nos odian, de haber
sido heridos por tanto dar. Transfigurará el Señor nuestro costado abierto de
tanto dolor, nuestro corazón partido de tanto amor. Y buscará el Señor en
nosotros las heridas que nos ha hecho el haber cargado con nuestro prójimo, el
haber recorrido juntos un tramo de nuestro destino, el haber sido perseguidos y
calumniados. Y no borrará nuestras heridas. Pues nuestra carne habrá recibido
la perfección gloriosa del Padre celestial tanto en nuestra vida amada como en
nuestras heridas vivas. Entonces nos manifestaremos en una única luz, la luz
del Cuerpo de Cristo, eternamente amado y eternamente herido.