domingo, 27 de julio de 2014

"Iterum simile est regnum cælorum homini negotiatori quærenti bonas margaritas. Inventa autem una pretiosa margarita, abiit et vendidit omnia, quæ habuit, et emit eam".


Dominica XVII per annum

Uno de los Santos Padres, cítara del Espíritu Santo, cantó la gloria de Jesucristo y nos instruyó acerca de los misterios del Reino de los cielos. Fíjate bien: como cuando un barco se encuentra en altamar y se desata la fuerza de las olas, si batalla contra ellas se romperá en pedazos, así sucede con quien se adentra en el misterio de Dios con corazón soberbio, pues «Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes». Los corazones humildes que se adentran, pues, en el misterio de Dios son como un barco que no se rebela contra el oleaje del mar, sino que aprovecha el oleaje para ir más adentro.
Bueno, en las profundidades del mar nace la perla, hija del agua. Nace solitaria, de un sepulcro viviente. Y deja el mar para salir a la tierra firme donde es amada por los hombres. Por eso el Señor Jesús quiso llamarse a sí mismo perla muy valiosa. Él es una perla, hija de un mar que no tiene límites, de un mar profundo, que es el insondable misterio de Dios. Él, el Hijo de Dios que nace eternamente en el seno del Padre, en una misteriosa soledad viviente y vivificante, quiso venir a nuestra tierra para ser amado. El que nace solitario, el Hijo Unigénito de Dios, quiso ser nuestro hermano. Y así como en una corona hecha de oro y piedras la perla se distingue por su origen, así el Hijo de Dios resplandeció en medio de nuestra humanidad, porque él no venía de la tierra de la que fueron formados los hombres, sino del profundo misterio de Dios.
La perla es indivisible como la fe y la pureza. Todo cuanto es íntegro se le asemeja, y sin embargo, perforado de dolor, engastado, se hizo uno de nosotros, para darnos su belleza. Pues así como la perla en su pequeñez supera en valor y belleza a los grandes monstruos del mar, así nuestra humanidad se vio engrandecida por la pequeñez del Hijo de Dios, cuando apareció como hombre en medio de nosotros.
Ningún rey, por poderoso que sea, ha encontrado jamás una perla preciosa sin antes despojarse de sus vestidos y de la majestad de su gloria para sumergirse en las aguas profundas, así tampoco los corazones soberbios pueden encontrar a Dios si antes no se despojan de su orgullo y se sumergen en la misericordia de Dios.
La perla preciosa resplandece con una luz humilde y así quiere que sean los corazones que la buscan. Porque las perlas más valiosas reflejan mejor el rostro de quienes se les acercan para enseñarles cómo serán sus rostros si se adornan sabiamente de luz humilde. Es que su luz es más noble que los rayos del sol porque su resplandor no hiere ni lastima, su claridad no deslumbra de arrogancia.
Su luz instruye al sabio y es consejera de reyes. La buscan los hombres cuando piden a Dios sabiduría de corazón. Pues la sabiduría del corazón es Cristo. Él adoctrina secretamente el corazón cuando adorna como perla los oídos de sus amigos. Que sus parábolas de amor se queden en nuestros oídos como perlas preciosas, y así nuestro corazón sepa escuchar para que conozcamos el camino de la prudencia.