Dominica XXVIII per
annum
Cuenta la leyenda que hubo un
pueblo en el que siempre comían castañas. Sucedió que un día un incendio
comenzó a extenderse por una parte del bosque, quemando varios castaños. Cuando
lograron apagar el fuego, los guardabosques recogieron las castañas quemadas
y alguno con cierta tristeza quiso probarlas como para no
desperdiciarlas. Descubrió el sabor de las castañas tostadas y le agradó. Otros
guardabosques las probaron y muy pronto se extendió en la región el gusto por
las castañas asadas, de modo que, cada vez que querían degustarlas, incendiaban
un árbol…
Es chistoso, cuando escuchamos la enseñanza de Jesús acerca del
desprendimiento, antes que pensar seriamente en desapegarnos de los bienes
temporales, comenzamos más bien a descartar personas. Y así nos parecemos al
guardabosques que para gustar castañas asadas tiene que incendiar el árbol.
El camino del desapego es de lo más
difícil. Con toda prudencia San Benito instruye al abad de cada monasterio: «Odie
los vicios, pero ame a los hermanos». Porque no siempre vemos la diferencia;
porque a menudo nos aplicamos con tanto afán a extirpar los vicios hasta la
raíz que terminamos por derribar a nuestro prójimo. Y porque muchas veces para
gustar los frutos de la justicia, sentimos ganas de quemar vivos a nuestros
hermanos. Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que
desapegarnos de nuestra tendencia a condenar a otros.
A veces pienso que en un tiempo
como el nuestro, en que nuestra forma más generalizada de derrochar es a través
de lo desechable, nuestra más grande tentación cuando hablamos de desapego es
la de descartar personas en nombre del desprendimiento. Volvemos desechables a
los demás simplemente porque sus historias no están bien, porque son ricos, porque no se
corrigen, porque no pueden desapegarse de sus afectos desordenados, porque
pecan de un modo diferente a nuestro modo de pecar, o porque no pueden buscar
la misericordia. No podemos negarlo, el camino del desapego es muy difícil,
porque cuanto más tratamos de desapegarnos, más aparece el céntuplo
prometido. Es que, abrazado el camino cristiano, esas personas de apegos condenables
son para nosotros, hermana o hermano, padre o madre, hijo o cualquier otra cosa. ¡El céntuplo prometido! Y
hacerlos pasar al Reino de Dios sin sus apegos es muy difícil para nosotros, «pero
para Dios todo es posible».
Para nosotros es imposible porque si
Dios nos pusiera a descargar un camello harto de riquezas para hacerlo pasar
por el ojo de una aguja, o mejor todavía, si nuestro prójimo fuera un camello al que Dios nos manda descargar, seguro muchas de esas riquezas acabarían en nuestros
bolsillos, pues nos interesarían tanto más los tesoros que carga, que ya no nos
preocuparía más el camello. Nos esforzamos tanto en purificar a nuestro prójimo
que acabamos apegados a sus defectos y pecados y olvidamos que simplemente nos
toca hacerlo pasar al Reino.
Una leyenda monástica cuenta que en una ocasión dos monjes iban de regreso a su monasterio, pero para llegar
necesitaban varios días de peligroso camino. Entre tantas peripecias, de repente
se encontraron con un río algo difícil de atravesar, y a su orilla, sentada,
una joven y muy hermosa mujer que esperaba que alguien pasara y le ayudara a
atravesar el río. A juzgar por su apariencia y su modo de vestir, la hermosa
joven debía llevar un vida disoluta. Se acercaron pues los monjes más al río y
se animaron a cruzarlo. Sin embargo, el mayor de los dos se volvió de pronto y
ofreció ayuda a la bellísima mujer. Como ella tenía mucho miedo, el monje la
tomó en sus brazos, cargó con ella y se dispuso con todas sus fuerzas a cruzar
a la otra orilla del río. Cuando finalmente lo logró, se despidió amablemente
de la joven sana y salva y los dos monjes reemprendieron el camino en silencio.
Cuando ya faltaba poco para llegar al monasterio, el más joven dijo con corazón
inquieto: «Padre, ¿cómo te atreviste a tomar entre tus brazos a esa dama
si nosotros observamos rigurosamente el celibato y no podemos abrazar a nadie
que pueda turbar el alma?» A lo que el monje respondió: «Calma, hermano, yo solamente la
tuve en mis brazos mientras la ayudaba a cruzar el río; pero tú has cargado con
ella en tu corazón durante todo el resto del camino».
Fíjate bien. Dios, cuando hizo el
mundo, lo hizo admirable y prodigioso. Pero escondió las riquezas a la vista
de los hombres. Puso las perlas finas en el fondo de las aguas, escondidas en
conchas; las piedras y los metales preciosos los escondió en el corazón de la
tierra en minas profundas; las más bellas fibras las produjo en capullos, y los
alimentos más sustanciosos los cubrió de recetas secretas. Pero las verdaderas
riquezas, lo que verdaderamente vale a sus ojos, lo escondió en el corazón del
hombre. Por eso cuando condenamos, rechazamos o desechamos a nuestro prójimo, cuando
lo mandamos al infierno, somos como aqueel hombre que para gustar de castañas tostadas incendia todo el árbol, arrojamos al fuego un tesoro escondido. Por el
contrario, como el artista toma hilos de seda, de plata y de oro, y engasta
perlas y piedras preciosas sirviéndose de una aguja, así nosotros hemos de trabajar pacientemente
para hacer brillar el tesoro que se esconde en el corazón de nuestro
prójimo, las verdaderas riquezas que han de hacerlo pasar al Reino de Dios.