Dominica
Pentecostes
Hace pocos días
visité un monasterio de nuestra Orden en el que las puertas normalmente no se
cierran con llave. Y los terrenos del monasterio no están delimitados con
bardas. Entonces me acordé de un cuento que un conocido abad de nuestra Orden
suele contar: Sucedió en una ocasión que un hombre murió. Y llegó al cielo.
Para su sorpresa, el cielo no tenía ni oficina ni recepción, como suelen
imaginar los que cuentan chistes y cuentos sobre el cielo. Había una puerta, y
el alma recién llegada tocó suavemente, pero como nadie respondió, la abrió
sigilosamente y se asomó. No había nadie, pero dentro todo era hermoso como los
jardines de algunos monasterios. Nadie le salió al encuentro, ni ángeles, ni
santos, nadie. Entonces se puso a dar un paseo fisgoneando allá y acullá. Todo
era muy lindo y ameno. De momento le pasó por la mente el deseo de pasar allí
toda su eternidad, simplemente disfrutando, pero le interrumpió una inquietud: «Bueno, la gente aquí debe ser muy honrada. ¡Mira que dejar toda
esta riqueza así sin vigilancia y sin llave!…»
Y así se
fue curioseando cómo era la gloria, recorriendo las moradas celestiales hasta
que se encontró con una modesta habitación. Era de muy buen gusto, pero
claramente era un lugar de trabajo. Pronto lo comprendió. Estaba ni más ni
menos que delante del escritorio de Dios Padre. Detrás del escritorio había
tres cómodos sillones y sobre uno de ellos, unos anteojos. Como desde niño
tenía la manía de probarse los lentes de los demás, sintió deseos de
probárselos también, y como en el cielo todo siempre acaba por inspirar
confianza, pues finalmente se los puso. ¡Qué impresión! Todo era tan claro y
patente. Abrió un cajón, que tampoco tenía llave, y sacó algunos expedientes.
Todo le quedaba claro: las verdaderas intenciones de la gente, sus secretos,
sus frustraciones, el peso de la tentación… y, lo que antes casi no había
notado, tantos dolores. Todo se veía tan claro con los anteojos de Dios.
Entonces se
le ocurrió una idea… echar un vistazo al expediente de sus conocidos. Comenzó a
buscar y encontró el de un socio de su empresa y bien pronto, con los anteojos
de Dios, percibió una terrible injusticia. Lleno de furia quiso hacer algo.
Buscaba nervioso algún botón secreto desde el cual Dios mandara algún rayo o
algo así. ¿Tal vez eso sí lo tendrían con llave en el cielo? Desesperado, tomó
un banquito en el que Dios suele reposar sus pies y lo lanzó contra su socio.
Un derrumbe en la oficina de la empresa hizo entonces que su socio
interrumpiera la mala transacción que estaba realizando para salir corriendo
pues ya un ladrillo le había golpeado fuertemente la cabeza y el resto del
edificio amenazaba con venirse abajo. Con esos lentes de Dios su puntería había
realmente mejorado.
De pronto
una gran alegría retumbó en el cielo, voces angelicales y cantos de santos y
santas resonaron por doquier. Era Dios que volvía de un paseo con las cortes
celestiales. Rápidamente se quitó los lentes de Dios y trató de esconderse
detrás de una lámpara de indulgencias que al parecer Dios usa para darle un
poquito de color a algunas almas paliduchas. Pero todo fue inútil. Porque Dios
apenas lo vio le sonrió con esa sonrisa de complicidad que Dios tiene desde que
hizo al hombre. «Siéntete como en tu casa, hijo, me alegro mucho de que hayas
venido». Y la pobre alma respondió: «Bueno, verás Dios, ya entrando en
confianza, fíjate que me puse tus lentes, espero no te enojes… pero sólo fue
por un ratito. Se ve todo clarito, clarito». A lo que Dios le respondió con una
pregunta: «¿Y qué hiciste?» «Nada Dios, no te enojes, quise pedir permiso, pero
no vi a nadie y todo aquí es tan acogedor que…» «Sí, eso está muy bien, dijo
Dios, pero ¿y luego qué hiciste?» «Pues miraba todo como tú lo miras». «No,
hijo, no me has entendido, eso está muy bien, yo quisiera que todos vieran el
mundo como yo lo veo, pero dime qué hiciste con el banquito donde pongo mis
pies».
«Ah, pues,
mira Dios, un socio mío estaba haciendo una tremenda injusticia, lo vi todo, y
en la tierra nunca me preocupaban esas cosas, pero desde aquí como que me
dieron muchas ganas de hacer justicia. Entonces le lancé el banquito a la
tierra y, como tenía puestos tus lentes, no me falló la puntería y la empresa
se derrumbó… salió vivo, pero todo descalabrado ¿Qué de malo hay en eso?»
Ay, hijo,
mira, hay que tener mucho cuidado cuando te pones mis lentes. Tenías mis
lentes, y veías todo como yo lo veo; pero no tenías mi amor. Lo que a ti te
pareció que eran mis lentes, es mi Hijo, la verdad que se hizo hombre para que
tú puedas ver todo como Dios lo ve. Yo lo envié al mundo para dar la buena nueva a mis pobres; pero no lo envié sin mi Espíritu de perdón. Mi Hijo puede juzgar porque sólo él puede
salvar. Él ha lavado con su sangre al hombre para que pueda presentarse digno
delante de Dios. Mi Hijo sabe muy bien que no basta con que veas todo como yo
lo veo. Es necesario que ames como yo amo. Pues mi justicia no es simplemente
un puño para estorbar y castigar los malvados designios del corazón humano. Mi
justicia es compasión que transforma al hombre desde dentro y regenera todo lo
que ha carcomido el pecado. Por eso mi Hijo entregó mi Espíritu Santo en la
cruz, para que ame en ti, perdone en ti, ore en ti. Como yo envié a mi Hijo al mundo, con mi Espíritu de paz, así mi Hijo manda a los creyentes, con mi Espíritu de amor, para que la paz esté con ustedes.