domingo, 31 de diciembre de 2017

"...et loquebatur de illo omnibus"

In festo Sanctæ Familiæ DNJC

Un bien conocido escritor mexicano mientras jugaba con sus nietecitos se detuvo un instante para observar un nido de golondrinas: «Llega la golondrina madre, se posa sobre la sabia alfarería de su nido y me mira como diciendo con orgullo: “¿Qué tal, eh?” Yo no soy menos. Con mis dos nietos de la mano le digo a ella en igual tono: “¿Qué tal, eh?” Pienso esto: Dios nos está mirando a todos—a las golondrinitas y a su madre; a mis nietos y a mí; a la tierra con todas sus criaturas y al mar con sus pescaditos; a la espléndida vida generosa—y le dice también a alguien: “¿Qué tal, eh”?»
Es que el mundo entero es una gran obra de alfarería en la que Dios anida. Fíjate bien, cuando Jesús nació, la mirada humilde y pura de María se elevó en un alto nido de misterios. En sus ojos había ya nacido una inocente chispa de la luz desde que el ángel le habló de la encarnación de Dios. Y ahora la luz nacía escondiéndose en pequeñez humana. Pero sólo Dios—no los ángeles ni nadie más—podían ver toda la profundidad, sabiduría y belleza del misterio del amor de Dios hecho niño. Cada latido, cada respiro, cada puchero del pequeño balbuciente embriagaba el corazón del Padre. Porque cada vez que el pecho del pequeño se elevaba por la suavidad de un respiro y descendía exhalando la suave brisa de su aliento, lo hacía por amor y obediencia al Padre. Por amor nuestro, la gloria de Dios exhalaba su suave brisa en el aire común que todos respiramos. Y el Padre miró al mundo con un amor que susurraba: «¿Qué tal, eh? ¡Cuántas veces quise cobijarte como la gallina a sus pollitos!»
El mismo Maestro afirma: «En el cielo, según es bien sabido, hay varias jerarquías. Están los ángeles y los arcángeles, los serafines y los querubines, los tronos, las virtudes, los principados, las potestades y las dominaciones. También están los santos: las vírgenes, los mártires, los confesores. Todos ellos se la pasan cantando eternas alabanzas al Señor. Hay, sin embargo, otro departamento aparte. Ahí se encuentran los más felices entre todos los bienaventurados. Son los abuelos y las abuelitas. Se la pasan hablando de sus nietos. Para ellos eso es el paraíso».
Y en parte tiene razón. Tal vez María y José amen entrar en ese lugar. Allí estarán Simeón y Ana. Esos dulces ancianitos que recibieron con amor al Niño cuya espera hacía tiempo mantenía vivo el latido de sus corazones. Y así hemos visto a Dios vivir entre nosotros. Dos ancianitos no dejaban de hablar del Niño porque lo amaban con amor de abuelos y eran así la suave imagen del amor del Dios ancianito que no cesa de hablar de su Hijo amado.
Suele decir nuestro Maestro: «Si hubiese sabido antes lo que es ser abuelo, habría tenido primero a mis nietos y luego a mis hijos». Y con inspirada prudencia un poeta cristiano invoca a María: «Virgen Madre, hija de tu Hijo», pues Dios ama a María con la dulzura de amor con que se ama a la hijita de un hijo muy amado. Y ama a su Hijo hecho hombre con el amor inmenso de quien ama al hijo de su hija. Y con ese amor nos ama a todos.
Pero si es cosa de ancianitos no dejar de hablar de sus nietos, san José no dijo nada. Toda una vida junto a María y Jesús y ninguna palabra. Tan cerca del misterio y ninguna disertación. Mil preocupaciones y ninguna cartita de amor que dejara nada en claro. José no dijo nada. Su silencio eran besos, caricias, brazos elevando al cielo al Dios niño que ríe cuando de él hablan los entendidos, palmaditas en la espalda para premiar la ciencia y el arte del hacedor de todo.
Fíjate bien. Cuando el Príncipe de los Apóstoles, Pedro, vio la gloria de Dios sobre el monte Tabor, todo fuera de sí exclamó: «¡Qué bien se está aquí, hagamos tres chozas!» Evidentemente el santo pescador era muy hogareño, a pesar de que vivía flotando en una barca, de acá para allá. Nos sorprende en cambio que Simeón, que frecuentaba mucho el templo, y que tal vez se la pasaba más a gusto allí que en su casa, cuando vio al Salvador exclamó: «Ahora deja ir a tu siervo en paz». Simeón apenas vio la Salvación de Dios y ya se quería ir… ¿A dónde? Pero si la cosa apenas comenzaba…
Simeón, habitaba en Jerusalén, que significa Ciudad de paz, cuando fue conducido al templo por el Espíritu, para que tomara en sus brazos al trofeo de su oración, de sus brazos tanto tiempo levantados. Y fue el Espíritu que moraba en el corazón de Simeón el que lo condujo al templo para que él, que conocía ya al Verbo eterno como Verdad y Vida, lo conociera ahora como Camino. «¡Miren cómo el Señor en su bondad nos enseña el Camino de la Vida!» Por eso dice Simeón: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz», que es como si dijera: «Señor, qué bien se está aquí, en tu Ciudad de Paz, donde marchamos libres y pacíficos, llevando al Niño de nuestro amor en nuestros brazos, trofeo de tu victoria».
Pero el buen Pedro no pensaba todavía en la Ciudad de Paz, sino en la seguridad de la Iglesia peregrina, que todavía está en camino hacia la Jerusalén del Cielo, hacia la Ciudad de Dios. Esta Iglesia salmodia, y acompasa su marcha con un ir y venir, como una barca en el mar, que las olas llevan y traen. Sube con la humildad, baja por la soberbia; se acerca al puerto con el soplo suave de la caridad, se aleja con las borrascas de las discordias.
Pedro es todavía un padre, no un abuelo, y aún tiene que construir las chozas de la Iglesia para socorrer al indigente, para consolar al afligido, para compartir las lágrimas y el dolor de los que sufren, y abrir la puerta a quienes quieran entrar, para custodiar la lealtad y hospedar la misericordia y la compasión. Pues la Iglesia aquí en la tierra aún es hospital de campaña. Hasta que llegue el día en que, desaparecida toda miseria y todo dolor, habitemos en la Ciudad de la Paz, morada del Espíritu Santo.