In
festo Sanctæ Familiæ DNJC
Un bien conocido
escritor mexicano mientras jugaba con sus nietecitos se detuvo un instante para
observar un nido de golondrinas: «Llega la
golondrina madre, se posa sobre la sabia alfarería de su nido y me mira como
diciendo con orgullo: “¿Qué tal, eh?” Yo no soy menos. Con mis dos nietos de la
mano le digo a ella en igual tono: “¿Qué tal, eh?” Pienso esto: Dios nos está
mirando a todos—a las golondrinitas y a su madre; a mis nietos y a mí; a la
tierra con todas sus criaturas y al mar con sus pescaditos; a la espléndida
vida generosa—y le dice también a alguien: “¿Qué tal, eh”?»
Es que el
mundo entero es una gran obra de alfarería en la que Dios anida. Fíjate bien, cuando
Jesús nació, la mirada humilde y pura de María se elevó en un alto nido de
misterios. En sus ojos había ya nacido una inocente chispa de la luz desde que
el ángel le habló de la encarnación de Dios. Y ahora la luz nacía escondiéndose
en pequeñez humana. Pero sólo Dios—no los ángeles ni nadie más—podían ver toda
la profundidad, sabiduría y belleza del misterio del amor de Dios hecho niño.
Cada latido, cada respiro, cada puchero del pequeño balbuciente embriagaba el
corazón del Padre. Porque cada vez que el pecho del pequeño se elevaba por la
suavidad de un respiro y descendía exhalando la suave brisa de su aliento, lo
hacía por amor y obediencia al Padre. Por amor nuestro, la gloria de Dios
exhalaba su suave brisa en el aire común que todos respiramos. Y el Padre miró
al mundo con un amor que susurraba: «¿Qué tal, eh? ¡Cuántas veces quise cobijarte como la gallina a sus pollitos!»
El mismo
Maestro afirma: «En el cielo, según es bien sabido, hay varias jerarquías.
Están los ángeles y los arcángeles, los serafines y los querubines, los tronos,
las virtudes, los principados, las potestades y las dominaciones. También están
los santos: las vírgenes, los mártires, los confesores. Todos ellos se la pasan
cantando eternas alabanzas al Señor. Hay, sin embargo, otro departamento
aparte. Ahí se encuentran los más felices entre todos los bienaventurados. Son
los abuelos y las abuelitas. Se la pasan hablando de sus nietos. Para ellos eso
es el paraíso».
Y en parte
tiene razón. Tal vez María y José amen entrar en ese lugar. Allí estarán Simeón
y Ana. Esos dulces ancianitos que recibieron con amor al Niño cuya espera hacía
tiempo mantenía vivo el latido de sus corazones. Y así hemos visto a Dios vivir
entre nosotros. Dos ancianitos no dejaban de hablar del Niño porque lo amaban
con amor de abuelos y eran así la suave imagen del amor del Dios ancianito que
no cesa de hablar de su Hijo amado.
Suele decir
nuestro Maestro: «Si hubiese sabido antes lo que es ser abuelo, habría tenido
primero a mis nietos y luego a mis hijos». Y con inspirada prudencia un poeta
cristiano invoca a María: «Virgen Madre, hija de tu Hijo», pues Dios ama a
María con la dulzura de amor con que se ama a la hijita de un hijo muy amado. Y
ama a su Hijo hecho hombre con el amor inmenso de quien ama al hijo de su hija. Y con ese amor nos ama a todos.
Pero si es
cosa de ancianitos no dejar de hablar de sus nietos, san José no dijo nada.
Toda una vida junto a María y Jesús y ninguna palabra. Tan cerca del misterio y
ninguna disertación. Mil preocupaciones y ninguna cartita de amor que dejara
nada en claro. José no dijo nada. Su silencio eran besos, caricias, brazos
elevando al cielo al Dios niño que ríe cuando de él hablan los entendidos,
palmaditas en la espalda para premiar la ciencia y el arte del hacedor de todo.
Fíjate bien.
Cuando el Príncipe de los Apóstoles, Pedro, vio la gloria de Dios sobre el
monte Tabor, todo fuera de sí exclamó: «¡Qué bien se está aquí, hagamos tres
chozas!» Evidentemente el santo pescador era muy hogareño, a pesar de que vivía
flotando en una barca, de acá para allá. Nos sorprende en cambio que Simeón,
que frecuentaba mucho el templo, y que tal vez se la pasaba más a gusto allí
que en su casa, cuando vio al Salvador exclamó: «Ahora deja ir a tu siervo en
paz». Simeón apenas vio la Salvación de Dios y ya se quería ir… ¿A dónde? Pero
si la cosa apenas comenzaba…
Simeón, habitaba
en Jerusalén, que significa Ciudad de paz, cuando fue conducido al templo por
el Espíritu, para que tomara en sus brazos al trofeo de su oración, de sus
brazos tanto tiempo levantados. Y fue el Espíritu que moraba en el corazón de
Simeón el que lo condujo al templo para que él, que conocía ya al Verbo eterno
como Verdad y Vida, lo conociera ahora como Camino. «¡Miren cómo el Señor en su
bondad nos enseña el Camino de la Vida!» Por eso dice Simeón: «Ahora, Señor,
según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz», que es como si dijera:
«Señor, qué bien se está aquí, en tu Ciudad de Paz, donde marchamos libres y
pacíficos, llevando al Niño de nuestro amor en nuestros brazos, trofeo de tu
victoria».
Pero el buen
Pedro no pensaba todavía en la Ciudad de Paz, sino en la seguridad de la
Iglesia peregrina, que todavía está en camino hacia la Jerusalén del Cielo,
hacia la Ciudad de Dios. Esta Iglesia salmodia, y acompasa su marcha con un ir
y venir, como una barca en el mar, que las olas llevan y traen. Sube con la
humildad, baja por la soberbia; se acerca al puerto con el soplo suave de la
caridad, se aleja con las borrascas de las discordias.
Pedro es todavía
un padre, no un abuelo, y aún tiene que construir las chozas de la Iglesia para
socorrer al indigente, para consolar al afligido, para compartir las lágrimas y
el dolor de los que sufren, y abrir la puerta a quienes quieran entrar, para
custodiar la lealtad y hospedar la misericordia y la compasión. Pues la Iglesia
aquí en la tierra aún es hospital de campaña. Hasta que llegue el día en que,
desaparecida toda miseria y todo dolor, habitemos en la Ciudad de la Paz,
morada del Espíritu Santo.