jueves, 14 de septiembre de 2023

"Nos autem gloriari opportet in cruce Domini nostri Jesu Christi:  in quo est salus, vita et resurrectio nostra: per quem salvati, et liberati sumus"

In exaltatione Sanctæ Crucis DN Jesu Christi

 

Cuenta un Maestro que un día, una santa princesa cristiana cuidaba de un leproso y le consolaba con tierna piedad. Y viéndose el enfermo así tratado, se deshacía en lágrimas y entre sollozos se quejaba: «Mi hermano, mi hermana, mi madre me han abandonado. Estoy solo, entregado a mi miseria, y he aquí que la hija de un rey se abaja hasta mí. Cómo quisiera, oh princesa, besar tus manos reales, si mis labios no causaran tanto horror». 

Pero la noble princesa respondió: «Es a mí es a quien corresponde ese oficio». Y descubriendo rápidamente las llagas del leproso puso sobre ellas sus labios virginales. Una de las damas que la acompañaba, asustada por la fuerza de tanta virtud exclamó: «Princesa, ¿qué haces?» Pero la santa princesa con majestuosa nobleza respondió: «Después de que mi Señor Jesucristo pasó por leproso, para mi corazón no hay humillación sobre la tierra».

Es que cuando el Señor fue levantado sobre la tierra, atrajo a todos a su abandono. Hizo entonces de la cruz una escalera para que el hombre pudiera descender de la soberbia de su pecado y pudiera comprender «la anchura, la longitud, la altura y la profundidad» de
su amor.

Así, el Señor, al abajarse por amor nuestro, exaltó hasta lo más sublime el desprendimiento y la abnegación de sus discípulos. Los discípulos perfectos tomaron la cruz de cada día y siguieron al Señor en la humildad de su descenso. En las adversidades e injurias cumplieron con paciencia el precepto del Señor: a quien les golpeaba una mejilla, le ofrecieron la otra; a quien les quitaba la túnica le dejaron también el manto, y obligados a andar una milla, recorrieron dos, animados por la prisa de llegar a la gloria, y se colocaron sobre el altar de Jesús para consumar con él un mismo sacrificio.

Con toda verdad un Maestro enseña que «el mundo entero no es más que un inmenso sacrificio. Desde el humilde liquen que el sol deseca, hasta la fuerte encina que troncha la tempestad, todo gime bajo esta ley. No existe desierto bastante grande, ni mar tan profundo que exima de ella a sus moradores. El cielo mismo, donde jamás penetra el dolor, no es otra cosa que un altar sublime, donde los bienaventurados se consumen delante de Dios en perpetuo holocausto, entre las llamas de un amor inefable».

Y solo aprendemos este misterio guiados por el Divino Maestro, que en la cátedra de la cruz nos enseñó cuál es el camino para bajar de la soberbia de nuestros pecados y para elevarnos a las más altas cumbres de la ciencia del amor. A eso se refiere San Benito en su Regla cuando nos explica: «Por eso, hermanos, si queremos alcanzar la cumbre de la más alta humildad, si queremos llegar rápidamente a aquella exaltación celestial a la que se sube por la humildad de la vida presente, tenemos que ascender con nuestras obras la escala que se le apareció en sueños a Jacob, en la cual veía ángeles que subían y bajaban. Sin duda alguna, aquel bajar y subir no significa otra cosa sino que por la exaltación se baja y por la humildad se sube».

La misteriosa exaltación de la cruz celebra pues la gloria de la humildad y del sacrificio que el Sagrado Vidente contempló y por eso escribió que había visto en medio del trono «un Cordero que estaba de pie y degollado». Pues ¿qué otro trono misterioso podría contemplar el Apóstol sino la cruz, en la que el Cordero que borra los pecados del mundo está de pie y al mismo tiempo degollado? La cruz es también el trono de su eterna gloria en el que Nuestro Señor quiso aparecer soberano y de pie, y al mismo tiempo tan humilde como un manso cordero que se ha dejado llevar al matadero para la vida de todos.

San Benito estableció en su Santa Regla que «desde el catorce de septiembre hasta el principio de Cuaresma, coman siempre los hermanos a la hora nona». Juzgaba así, el Santo Patriarca que desde que la Santa Cruz ha sido exaltada, la hora nona es la hora más prudente para nutrirnos de la humildad del Cordero y de reanimarnos para seguirlo a la gloria. Porque, como enseña un Maestro, «el celo de los Apóstoles, la fortaleza de los mártires, la constancia de los confesores, la pureza de las vírgenes, se nutren y alimentan de la sangre de Jesús».

Tú, Señor, glorioso y humilde, muestras a todos tu clemencia. Tú que en Nazaret, antes de manifestarte a los hombres por tres años, viviste tres décadas de vida oculta, orando y trabajando en silencio, consumiendo en el dolor tu amor obedientísimo a la voluntad del Padre. Tú nos has llamado al humilde trabajo de cargar cada día la cruz contigo. En nuestro camino al coro, al refectorio, en las lecturas santas de cada día, en el trabajo manual cotidiano, cargamos contigo la cruz. Así, contigo bajo el peso de la cruz, nos libras de ser paja que el viento del vicio arrebata. 

Tú Señor, nos llamas no sólo a cargar tu cruz cada día. Has querido atraernos hacia ti también en tu exaltación. Y para sostener nuestra flaqueza has puesto en ti y en tu cruz los misteriosos clavos y la lanza. En el clavo de tus pies nos muestras tu heroica firmeza en el abandono, tu profunda obediencia a la voluntad del Padre. Y nosotros aprendemos que la cruz es nuestra tierra prometida. En ella, estables en la obediencia, echamos raíces y fructificamos para tu reino. Ya desde el pesebre, ya en los tiernos brazos de María, tus manos diminutas rebosaron maravillas. Toda la clemencia del cielo cupo en tus manos que bendijeron y sanaron a todos. Y al consumar tu sacrificio, tus benditas manos vacías de todo poder mundano y de las vanas riquezas, se llenaron con los clavos de tu desapego y de tu preciosa pobreza. Así aprendemos que la cruz es nuestro poder y nuestro tesoro, donde ha de estar nuestro corazón. «Nos autem gloriari opportet in cruce Domini nostri Jesu Christi:  in quo est salus, vita et resurrectio nostra: per quem salvati, et liberati sumus». Abrimos por eso nuestras manos con los clavos de tus manos para no aferrar nada que no sea tu cruz y el don de tu gran misericordia. Tú Señor, desde tu encarnación y en tu nacimiento, en el pesebre, con cada latido, con cada respiro, embriagaste el corazón del Padre con una armonía aun más perfecta que las sublimes armonías celestiales. Y ya desde entonces, tu pecho y tu pequeño corazón eran el sagrario de los más excelsos misterios y la morada de la más pura caridad. «Señor, tú lo sabes todo». Sabes bien que no soy digno de reclinarme sobre tu pecho y escuchar los misteriosos arcanos de tus designios divinos. Abre el sagrario de tu perdón, y acoge la voz de mi corazón que junto con la del ladrón se levanta en lo secreto de tu sacrificio y te dice: «Iesu, memento mei, cum veneris in regnum tuum». Permíteme, en la noche y la duda del alma, mientras duermes el misterioso sueño de tu gran paciencia y compasión, tocar a tu puerta, para recibir no la dura piedra de tu ley, sino los panes de tu misericordia, de tu indulgencia y tu perdón. Porque es de noche, pero tú eres mi amigo. Tú, que al ser atravesado por la lanza nos diste la llave del sagrario más excelso, tú nos muestras que la lanza es misteriosamente también la voz del corazón arrepentido que en lo secreto desciende de la arrogancia del pecado para elevarse hasta tu costado e implorar que abras para nosotros la puerta de tu misericordia, «Nobis quoque peccatoribus», confesando que somos pecadores y que tú has pagado con tu cruz lo que justamente merecemos por nuestra acciones, tú benefactor de todos, que ningún mal has hecho. Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con tu gloriosa exaltación. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.

martes, 15 de agosto de 2023

"Domine, dilexi decorem domus tuæ et locum habitationis gloriæ tuæ"

La Escritura nos enseña que Dios habita una luz inaccesible. Y es que en el principio, cuando dijo Dios: «Que exista la luz», fue creada la luz espiritual, que es la creatura angélica. Los ángeles participan de la eternidad de Dios, y desde que fueron creados se adhieren a la beatitud de Dios con el afecto de una dulce y bienamada contemplación. Su único deleite es Dios, y gozan de su misterio con perseverantísima pureza. A esto se refiere el salmista cuando dice: «Dios mío, qué grande eres. Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto». Es que Dios inhabita eternamente con la luz de su felicidad la ciudad santa que son los ángeles. Ellos contemplan las delicias de Dios sin el hambre del que busca el pan entre las piedras. Y nosotros, que peregrinamos bajo la inclemencia de los tiempos, nuestra alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. Las lágrimas son nuestro pan, mientras buscamos a Dios y anhelamos habitar en esa casa sagrada en que los ángeles, como una tierna madre, nos harán gustar el cálido afecto y la dulzura de las delicias de Dios. Los ángeles son la casa de Dios, su ciudad santa. Cada uno es un castillo de interioridad, una torre elevada para alcanzar misterios, una muralla sólida, una fortaleza. Con toda verdad el salmista canta: «Domine, dilexi decorem domus tuæ et locum habitationis gloriæ tuæ», «Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria». Tú, Señor, muchas veces me has enviado tu ángel, que como desde una torre altísima me ha hecho vislumbrar desde lejos tus sagrados misterios. Porque mandas tus ángeles para que nos guarden en tus caminos y como con alas invisibles protejan tu obra en nosotros, abriéndonos las ventanas de tu ciudad santa para llenar los ojos del alma con la claridad de la esperanza. «Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria».

Tú, Señor, me has permitido ver la luz de este mundo portentoso. Desde niño iluminaste y protegiste mi vida con el amor seguro de una pequeña familia creyente y fiel. Mis padres me guiaron por las vías de la fe. Y alegraste mi mirada con el plumaje de tus pájaros, los juegos de tus peces, la belleza de tus flores, la suavidad de tus creaturas. La cuidadosa mirada de mi madre me enseñó a ver todas estas cosas. Tú, Señor, has hecho resonar por todo el orbe de la tierra la voz de tu melodía que canta: «Ecce quam bonum et quam iucudum habitare fratres in unum», «Vean qué bueno y qué alegre que habiten los hermanos unidos». Con toda verdad enseña el bendito Agustín que pronunciaste esta voz tuya y «se animaron los hermanos que querían vivir unidos. Este verso fue trompeta para ellos». Así creaste los monasterios como tu casa y ciudad santa, fortificada por la bondad y la alegría de permanecer en la unidad. Tú, Señor, también me hiciste oír tu voz. Y, cuando era apenas un muchacho y no sabía hablar, mis padres me condujeron para habitar en tu casa—tú, Señor, que nunca olvidas a nadie, no te olvides de sus lágrimas y de sus manos vacías cuando volvían a casa—. Ya entonces «amé, Señor, la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria». Guardé en mi memoria tu alabanza para que tú, Señor, no olvides mis plegarias. Amé tu sagrado servicio y la solemne belleza de tu santa liturgia. «Memento mei, Deus meus, pro hoc». La suavidad de tu yugo me dio hermanos y una regla de vida según el espíritu de san Benito. A ti te confiesa mi alma, más con lágrimas que con letras y voces. Yo fui tu amigo, tu confidente, tu profeta. Adornaste mi mente y mi palabra con el sagrado carisma de enseñar, y me concediste un lugar entre los que narran la gloria de tu Verdad. Tú, Señor, que con el fuego de la caridad haces de muchas almas una sola, en tu magnanimidad has iluminado mi mente con la claridad de tantos maestros y maestras, y has llenado mi corazón con el afecto de amigos y amigas, peregrinos de la misma aventura de la vida, del amor y de la fe. Guárdalos siempre en el temor de tu nombre y líbralos con la ternura de tu bondad.

Cuando descendiste, Señor, por el misterio de tu encarnación y de tu nacimiento, hiciste de María Virgen tu ciudad santa, construida en lo alto del monte de los ángeles. Porque la altura espiritual de la Soberana irreprensible no conoce la bajeza del pecado. Ella no mereció el dolor porque en ella jamás hubo mancha de pecado. Sin embargo, ella es una torre de fino y alargado marfil y también una hermosa torre con los escudos de mil héroes. Así nos muestra la Sapientísima Maestra que la altura del blanco dolor es la misma que la altura de la gloria del heroico amor puro. En cuántas noches oscuras, la lámpara encendida de la Virgen prudentísima ha brillado como una ciudad construida en lo alto del monte del dolor y del amor, para llenar mis ojos de consuelo y esperanza. 

Tú, Señor, con tus trabajos y tus fatigas, con tu predicación y tus largas horas de camino, y toda tu vida entregada a la salvación de los pecadores, sembraste tu palabra en el campo del mundo y plantaste la viña de tu reino. Pusiste en mis manos por el don del sacerdocio el pan de tu cuerpo y el vino de tu verdadera sangre. Admite a la mesa de tu reino a todos los que has alimentado con tu gracia por mis manos.

Tú has dicho que «las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos», pero tú no tienes donde reclinar la cabeza. En tu agonía y tu pasión, en medio de tus crueles angustias y tu desamparo, abandonado en todo a la voluntad del Padre, hiciste de la cruz tu última morada terrena y anidaste en ella rodeado de las espinas de nuestras maldades. En el nido de nuestra crueldad reclinaste tu santa cabeza para entregar, con tu muerte, el Espíritu que da vida, e hiciste brotar del umbral abierto de tu sagrado corazón, la sangre de tu gran misericordia y el agua viva de tu perdón. «Tú lo sabes todo». Sabes que no soy digno de habitar en tu ciudad santa, en la luz inaccesible de miríadas de ángeles, en la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo. Ábreme, pues compasivo el umbral de tu sagrado corazón, en el que acogiste el llanto de Pedro arrepentido, en el que absolviste a los pecadores que llamaste para que te siguieran. Porque también yo amo, Señor, la belleza de ésa tu casa, donde también reside escondida tu gloria, la gloria de tu misericordia y de tu perdón. «Domine, dilexi decorem domus tuæ et locum habitationis gloriæ tuæ». Dame la humildad y la paciencia, el don de perseverar en el umbral de tu compasión, porque es de noche y eres mi amigo, y toda mi esperanza no está sino en la grandeza de tu misericordia. Concede, pues, benigno que podamos encontrarnos un día todos juntos, forasteros bienaventurados, amparados en tu casa, en el claustro de tu perdón, y bendecidos por la voz del divino amor que nos dice: «Hodie mecum eris in Paradiso», «Hoy estarás conmigo en el paraíso».

Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con la gloria de la asunción de la prudentísima e incontaminada Virgen Madre, reina de tu casa. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.



jueves, 6 de abril de 2023

"Erat autem nox"

 Missa vespertina in cœna Domini

«En el principio creó Dios el cielo y la tierra». Dice la Escritura que en el día tercero dijo Dios: «“Produzca la tierra vegetación: hierbas que den semillas y árboles frutales que den fruto, según su especie, con su semilla dentro, sobre la tierra”. Y así fue. La tierra produjo vegetación: hierbas que dan semilla, según sus especies, y árboles que dan fruto con la semilla dentro, según sus especies; y vio Dios que estaban bien». En el cuarto día, en cambio, dice la Escritura que Dios puso las luminarias del cielo, el sol y la luna y las estrellas. Cuando hubo concluido su obra, dio Dios a los seres humanos toda hierba que produce semilla sobre la faz de la tierra y todo árbol que produce fruto con semilla para que fuera su alimento. Y a todos los animales les dio la hierba verde como alimento. Dios había dispuesto que los seres vivientes no se nutrieran del dolor y por eso les dio la hierba y los frutos como alimento. El pecado, sin embargo, hizo que el hombre con fatiga consiguiera el alimento, entre abrojos y espinas, y con sudor en el rostro. Y la creación entera comenzó a nutrirse con agonía y dolor por culpa del hombre que la sometió. 
Fíjate bien, en esta noche bendita, Cristo el Señor, antes de rasgar el velo de su sagrada humanidad en los abrojos y espinas de su Pasión, antes de abandonarse a sus fatigas y sangrientos sudores, ha querido dejarnos como memorial un alimento que nos nutre y que recibimos sin fatiga alguna. Con razón escribe San Alfonso: «Para que con mayor facilidad pudiéramos recibirle, quiso ocultarse bajo las especies de pan. Si se hubiera ocultado bajo las apariencias de un alimento raro o de subido precio, los pobres quedarían privados de él. Pero no; Jesucristo quiso quedarse bajo las especies de pan, que está barato y todos lo pueden hallar». No se nos pide para recibirlo otra fatiga que la de la fe y de la caridad. Pero no por ello tengas en baja estima tan grande sacramento. Un Maestro dice que las pruebas de amor que se dan en la muerte quedan más grabadas en la memoria y son las más apreciadas. De ahí que los amigos, al morir, acostumbren dejar a las personas queridas en vida un don cualquiera, un vestido, un anillo, en prenda de su afecto. Pero el Señor no ha dejado un vestido ni alguna otra prenda, sino que nos ha dejado su cuerpo, su sangre, su alma, su divinidad, sin reservarse nada.

En verdad, un Maestro de nuestra Orden enseña que «Todos los misterios de Cristo son esencialmente misterios de fe, tanto que sin ella no podríamos ni aceptar ni contemplar ninguno de ellos. Sin embargo, en cada uno de esos misterios es distinto el grado de luz que alumbra nuestra fe. 

En Belén, por ejemplo, sólo vemos un niñito reclinado en un pesebre, y, sin la fe, no reconoceríamos en él al Hijo de Dios, dueño y soberano de todas las criaturas. Pero oímos las armonías de los ángeles que celebran en coro la venida de este Salvador a la tierra, y vemos una estrella maravillosa que conduce a sus pies a los reyes de Oriente.

De igual modo, en el Tabor, en el misterio de la transfiguración, la fe se halla poderosamente ayudada, pues hiere a la vista la gloria de la divinidad que penetra hasta su misma humanidad; y los discípulos caen al suelo llenos de espanto. 

Por lo contrario, al morir Cristo sobre la cruz como el más vil de los mortales, en medio de los tormentos, se halla velada la divinidad, aunque por su parte, proclama el centurión que verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios, y la naturaleza misma, con bruscos temblores, rinde solemne homenaje a su Creador que muere.

En la resurrección, vemos a Jesús todo radiante de gloria, pero que al mismo tiempo se aparece a sus apóstoles y les prueba cómo es él mismo, Dios y hombre a la vez; y se deja tocar, y come con ellos, y les muestra las cicatrices de sus llagas, para manifestarles que no es sólo un espíritu, sino el mismo Jesús con quien vivieron durante tres años».

En su providencia admirable, Dios ha dispuesto que en cada misterio de Cristo haya bastantes sombras y bastante oscuridad para que nuestra fe resulte meritoria. Pero nunca ha dejado de proporcionar a nuestras mentes y a nuestros corazones, una luz intensa sobrenatural que nos ayuda, y gracias a la cual, en todos estos misterios vemos que se manifiesta la inefable unión de la divinidad con la humanidad.

Pero el misterio de la Eucaristía no es así. Con razón enseña la doctísima Hildegarda que la ofrenda se convierte verdaderamente en la carne y la sangre del Señor, pero a los ojos de los hombres parece pan y vino: «porque tan tierna es la fragilidad humana, que le espantaría recibir carne y sangre crudas». Porque él ha tenido la cortesía de darte carne y sangre verdaderas en la tierna bondad del pan y del vino. El Sacramento de la Eucaristía es, pues, doblemente oscuro, pues incluso en la cruz se ocultaba la divinidad del Señor pero permanecía muy visible su humanidad. En la Eucaristía, en cambio, laten ocultas ambas la divinidad y la humanidad del Señor. Esto lo anuncia misteriosamente la Escritura cuando dice que Dios creó primero las hierbas que producen semilla y los árboles que dan fruto y semilla y luego puso las lumbreras del cielo, el sol, la luna y las estrellas. Así proclamaba la creación entera, para nutrir la fe, que el alimento que da la vida eterna se escondería totalmente en las tinieblas del humilde fruto de la tierra y de la vid. El Dios que al principio del mundo hizo germinar el alimento de todos los vivientes antes de poner las luminarias del cielo, eligió las tinieblas del mundo, la noche de nuestro abandono, «erat autem nox», para hacer germinar el cereal que nutre nuestra infancia espiritual y nos da vida eterna. En las tinieblas de su hora él hizo fructificar la vid y sangró las uvas de sus dolores para llenar con vino nuevo los odres nuevos de la vida resucitada.

El misterio de la Eucaristía es, pues, doblemente oscuro para hacer brillar con mayor mérito las lumbreras celestiales de la fe, la esperanza y la caridad. Por eso nuestra fe ha de ver con amor la Eucaristía, sabiendo que, en el Sacramento, el Padre sigue contemplando a su Hijo amado y poniendo en él y en cada uno de sus misterios todas sus complacencias. El Señor a quien nosotros recibimos en la Eucaristía «es el mismo que nació de María Virgen, el que vivió en Nazaret y predicó a los judíos de Palestina. Es el buen samaritano, el que curó a los enfermos. El que liberó a Magdalena de las redes del demonio y el que resucitó a Lázaro; es el que, cansado, dormía en la barquichuela, el que agonizaba en el huerto, abrumado de mortal angustia; el que fue crucificado en el Calvario, es el glorioso resucitado del sepulcro, y el misterioso peregrino de Emaús, el que se hace reconocer en la fracción del pan y el que subió a los cielos sentándose a la diestra del Padre; es, en fin, el pontífice eterno, siempre vivo que intercede por nosotros sin cesar. El Padre ve en él, al mismo que vivió por nosotros, en la tierra durante treinta y tres años; el Padre ve en él todos los misterios de su vida mortal, y las satisfacciones y los méritos que manaron de estos mismos misterios; ve la gloria que este Hijo le dio viviendo cada uno de ellos. En cada uno de ellos también ve siempre al mismo Hijo de sus complacencias». Que él mismo se acuerde de nosotros y nos haga dignos de llegar un día al gozo eterno del banquete de su reino.