In exaltatione Sanctæ Crucis DN Jesu Christi
Cuenta un Maestro que un día, una santa princesa cristiana cuidaba de un leproso y le consolaba con tierna piedad. Y viéndose el enfermo así tratado, se deshacía en lágrimas y entre sollozos se quejaba: «Mi hermano, mi hermana, mi madre me han abandonado. Estoy solo, entregado a mi miseria, y he aquí que la hija de un rey se abaja hasta mí. Cómo quisiera, oh princesa, besar tus manos reales, si mis labios no causaran tanto horror».
Pero la noble princesa respondió: «Es a mí es a quien corresponde ese oficio». Y descubriendo rápidamente las llagas del leproso puso sobre ellas sus labios virginales. Una de las damas que la acompañaba, asustada por la fuerza de tanta virtud exclamó: «Princesa, ¿qué haces?» Pero la santa princesa con majestuosa nobleza respondió: «Después de que mi Señor Jesucristo pasó por leproso, para mi corazón no hay humillación sobre la tierra».
Es que cuando el Señor fue levantado sobre la tierra, atrajo a todos a su abandono. Hizo entonces de la cruz una escalera para que el hombre pudiera descender de la soberbia de su pecado y pudiera comprender «la anchura, la longitud, la altura y la profundidad» de
su amor.
Así, el Señor, al abajarse por amor nuestro, exaltó hasta lo más sublime el desprendimiento y la abnegación de sus discípulos. Los discípulos perfectos tomaron la cruz de cada día y siguieron al Señor en la humildad de su descenso. En las adversidades e injurias cumplieron con paciencia el precepto del Señor: a quien les golpeaba una mejilla, le ofrecieron la otra; a quien les quitaba la túnica le dejaron también el manto, y obligados a andar una milla, recorrieron dos, animados por la prisa de llegar a la gloria, y se colocaron sobre el altar de Jesús para consumar con él un mismo sacrificio.
Con toda verdad un Maestro enseña que «el mundo entero no es más que un inmenso sacrificio. Desde el humilde liquen que el sol deseca, hasta la fuerte encina que troncha la tempestad, todo gime bajo esta ley. No existe desierto bastante grande, ni mar tan profundo que exima de ella a sus moradores. El cielo mismo, donde jamás penetra el dolor, no es otra cosa que un altar sublime, donde los bienaventurados se consumen delante de Dios en perpetuo holocausto, entre las llamas de un amor inefable».
Y solo aprendemos este misterio guiados por el Divino Maestro, que en la cátedra de la cruz nos enseñó cuál es el camino para bajar de la soberbia de nuestros pecados y para elevarnos a las más altas cumbres de la ciencia del amor. A eso se refiere San Benito en su Regla cuando nos explica: «Por eso, hermanos, si queremos alcanzar la cumbre de la más alta humildad, si queremos llegar rápidamente a aquella exaltación celestial a la que se sube por la humildad de la vida presente, tenemos que ascender con nuestras obras la escala que se le apareció en sueños a Jacob, en la cual veía ángeles que subían y bajaban. Sin duda alguna, aquel bajar y subir no significa otra cosa sino que por la exaltación se baja y por la humildad se sube».
La misteriosa exaltación de la cruz celebra pues la gloria de la humildad y del sacrificio que el Sagrado Vidente contempló y por eso escribió que había visto en medio del trono «un Cordero que estaba de pie y degollado». Pues ¿qué otro trono misterioso podría contemplar el Apóstol sino la cruz, en la que el Cordero que borra los pecados del mundo está de pie y al mismo tiempo degollado? La cruz es también el trono de su eterna gloria en el que Nuestro Señor quiso aparecer soberano y de pie, y al mismo tiempo tan humilde como un manso cordero que se ha dejado llevar al matadero para la vida de todos.
San Benito estableció en su Santa Regla que «desde el catorce de septiembre hasta el principio de Cuaresma, coman siempre los hermanos a la hora nona». Juzgaba así, el Santo Patriarca que desde que la Santa Cruz ha sido exaltada, la hora nona es la hora más prudente para nutrirnos de la humildad del Cordero y de reanimarnos para seguirlo a la gloria. Porque, como enseña un Maestro, «el celo de los Apóstoles, la fortaleza de los mártires, la constancia de los confesores, la pureza de las vírgenes, se nutren y alimentan de la sangre de Jesús».
Tú, Señor, glorioso y humilde, muestras a todos tu clemencia. Tú que en Nazaret, antes de manifestarte a los hombres por tres años, viviste tres décadas de vida oculta, orando y trabajando en silencio, consumiendo en el dolor tu amor obedientísimo a la voluntad del Padre. Tú nos has llamado al humilde trabajo de cargar cada día la cruz contigo. En nuestro camino al coro, al refectorio, en las lecturas santas de cada día, en el trabajo manual cotidiano, cargamos contigo la cruz. Así, contigo bajo el peso de la cruz, nos libras de ser paja que el viento del vicio arrebata.
Tú Señor, nos llamas no sólo a cargar tu cruz cada día. Has querido atraernos hacia ti también en tu exaltación. Y para sostener nuestra flaqueza has puesto en ti y en tu cruz los misteriosos clavos y la lanza. En el clavo de tus pies nos muestras tu heroica firmeza en el abandono, tu profunda obediencia a la voluntad del Padre. Y nosotros aprendemos que la cruz es nuestra tierra prometida. En ella, estables en la obediencia, echamos raíces y fructificamos para tu reino. Ya desde el pesebre, ya en los tiernos brazos de María, tus manos diminutas rebosaron maravillas. Toda la clemencia del cielo cupo en tus manos que bendijeron y sanaron a todos. Y al consumar tu sacrificio, tus benditas manos vacías de todo poder mundano y de las vanas riquezas, se llenaron con los clavos de tu desapego y de tu preciosa pobreza. Así aprendemos que la cruz es nuestro poder y nuestro tesoro, donde ha de estar nuestro corazón. «Nos autem gloriari opportet in cruce Domini nostri Jesu Christi: in quo est salus, vita et resurrectio nostra: per quem salvati, et liberati sumus». Abrimos por eso nuestras manos con los clavos de tus manos para no aferrar nada que no sea tu cruz y el don de tu gran misericordia. Tú Señor, desde tu encarnación y en tu nacimiento, en el pesebre, con cada latido, con cada respiro, embriagaste el corazón del Padre con una armonía aun más perfecta que las sublimes armonías celestiales. Y ya desde entonces, tu pecho y tu pequeño corazón eran el sagrario de los más excelsos misterios y la morada de la más pura caridad. «Señor, tú lo sabes todo». Sabes bien que no soy digno de reclinarme sobre tu pecho y escuchar los misteriosos arcanos de tus designios divinos. Abre el sagrario de tu perdón, y acoge la voz de mi corazón que junto con la del ladrón se levanta en lo secreto de tu sacrificio y te dice: «Iesu, memento mei, cum veneris in regnum tuum». Permíteme, en la noche y la duda del alma, mientras duermes el misterioso sueño de tu gran paciencia y compasión, tocar a tu puerta, para recibir no la dura piedra de tu ley, sino los panes de tu misericordia, de tu indulgencia y tu perdón. Porque es de noche, pero tú eres mi amigo. Tú, que al ser atravesado por la lanza nos diste la llave del sagrario más excelso, tú nos muestras que la lanza es misteriosamente también la voz del corazón arrepentido que en lo secreto desciende de la arrogancia del pecado para elevarse hasta tu costado e implorar que abras para nosotros la puerta de tu misericordia, «Nobis quoque peccatoribus», confesando que somos pecadores y que tú has pagado con tu cruz lo que justamente merecemos por nuestra acciones, tú benefactor de todos, que ningún mal has hecho. Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con tu gloriosa exaltación. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.