La Escritura nos enseña que Dios habita una luz inaccesible. Y es que en el principio, cuando dijo Dios: «Que exista la luz», fue creada la luz espiritual, que es la creatura angélica. Los ángeles participan de la eternidad de Dios, y desde que fueron creados se adhieren a la beatitud de Dios con el afecto de una dulce y bienamada contemplación. Su único deleite es Dios, y gozan de su misterio con perseverantísima pureza. A esto se refiere el salmista cuando dice: «Dios mío, qué grande eres. Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto». Es que Dios inhabita eternamente con la luz de su felicidad la ciudad santa que son los ángeles. Ellos contemplan las delicias de Dios sin el hambre del que busca el pan entre las piedras. Y nosotros, que peregrinamos bajo la inclemencia de los tiempos, nuestra alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. Las lágrimas son nuestro pan, mientras buscamos a Dios y anhelamos habitar en esa casa sagrada en que los ángeles, como una tierna madre, nos harán gustar el cálido afecto y la dulzura de las delicias de Dios. Los ángeles son la casa de Dios, su ciudad santa. Cada uno es un castillo de interioridad, una torre elevada para alcanzar misterios, una muralla sólida, una fortaleza. Con toda verdad el salmista canta: «Domine, dilexi decorem domus tuæ et locum habitationis gloriæ tuæ», «Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria». Tú, Señor, muchas veces me has enviado tu ángel, que como desde una torre altísima me ha hecho vislumbrar desde lejos tus sagrados misterios. Porque mandas tus ángeles para que nos guarden en tus caminos y como con alas invisibles protejan tu obra en nosotros, abriéndonos las ventanas de tu ciudad santa para llenar los ojos del alma con la claridad de la esperanza. «Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria».
Tú, Señor, me has permitido ver la luz de este mundo portentoso. Desde niño iluminaste y protegiste mi vida con el amor seguro de una pequeña familia creyente y fiel. Mis padres me guiaron por las vías de la fe. Y alegraste mi mirada con el plumaje de tus pájaros, los juegos de tus peces, la belleza de tus flores, la suavidad de tus creaturas. La cuidadosa mirada de mi madre me enseñó a ver todas estas cosas. Tú, Señor, has hecho resonar por todo el orbe de la tierra la voz de tu melodía que canta: «Ecce quam bonum et quam iucudum habitare fratres in unum», «Vean qué bueno y qué alegre que habiten los hermanos unidos». Con toda verdad enseña el bendito Agustín que pronunciaste esta voz tuya y «se animaron los hermanos que querían vivir unidos. Este verso fue trompeta para ellos». Así creaste los monasterios como tu casa y ciudad santa, fortificada por la bondad y la alegría de permanecer en la unidad. Tú, Señor, también me hiciste oír tu voz. Y, cuando era apenas un muchacho y no sabía hablar, mis padres me condujeron para habitar en tu casa—tú, Señor, que nunca olvidas a nadie, no te olvides de sus lágrimas y de sus manos vacías cuando volvían a casa—. Ya entonces «amé, Señor, la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria». Guardé en mi memoria tu alabanza para que tú, Señor, no olvides mis plegarias. Amé tu sagrado servicio y la solemne belleza de tu santa liturgia. «Memento mei, Deus meus, pro hoc». La suavidad de tu yugo me dio hermanos y una regla de vida según el espíritu de san Benito. A ti te confiesa mi alma, más con lágrimas que con letras y voces. Yo fui tu amigo, tu confidente, tu profeta. Adornaste mi mente y mi palabra con el sagrado carisma de enseñar, y me concediste un lugar entre los que narran la gloria de tu Verdad. Tú, Señor, que con el fuego de la caridad haces de muchas almas una sola, en tu magnanimidad has iluminado mi mente con la claridad de tantos maestros y maestras, y has llenado mi corazón con el afecto de amigos y amigas, peregrinos de la misma aventura de la vida, del amor y de la fe. Guárdalos siempre en el temor de tu nombre y líbralos con la ternura de tu bondad.
Cuando descendiste, Señor, por el misterio de tu encarnación y de tu nacimiento, hiciste de María Virgen tu ciudad santa, construida en lo alto del monte de los ángeles. Porque la altura espiritual de la Soberana irreprensible no conoce la bajeza del pecado. Ella no mereció el dolor porque en ella jamás hubo mancha de pecado. Sin embargo, ella es una torre de fino y alargado marfil y también una hermosa torre con los escudos de mil héroes. Así nos muestra la Sapientísima Maestra que la altura del blanco dolor es la misma que la altura de la gloria del heroico amor puro. En cuántas noches oscuras, la lámpara encendida de la Virgen prudentísima ha brillado como una ciudad construida en lo alto del monte del dolor y del amor, para llenar mis ojos de consuelo y esperanza.
Tú, Señor, con tus trabajos y tus fatigas, con tu predicación y tus largas horas de camino, y toda tu vida entregada a la salvación de los pecadores, sembraste tu palabra en el campo del mundo y plantaste la viña de tu reino. Pusiste en mis manos por el don del sacerdocio el pan de tu cuerpo y el vino de tu verdadera sangre. Admite a la mesa de tu reino a todos los que has alimentado con tu gracia por mis manos.
Tú has dicho que «las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos», pero tú no tienes donde reclinar la cabeza. En tu agonía y tu pasión, en medio de tus crueles angustias y tu desamparo, abandonado en todo a la voluntad del Padre, hiciste de la cruz tu última morada terrena y anidaste en ella rodeado de las espinas de nuestras maldades. En el nido de nuestra crueldad reclinaste tu santa cabeza para entregar, con tu muerte, el Espíritu que da vida, e hiciste brotar del umbral abierto de tu sagrado corazón, la sangre de tu gran misericordia y el agua viva de tu perdón. «Tú lo sabes todo». Sabes que no soy digno de habitar en tu ciudad santa, en la luz inaccesible de miríadas de ángeles, en la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo. Ábreme, pues compasivo el umbral de tu sagrado corazón, en el que acogiste el llanto de Pedro arrepentido, en el que absolviste a los pecadores que llamaste para que te siguieran. Porque también yo amo, Señor, la belleza de ésa tu casa, donde también reside escondida tu gloria, la gloria de tu misericordia y de tu perdón. «Domine, dilexi decorem domus tuæ et locum habitationis gloriæ tuæ». Dame la humildad y la paciencia, el don de perseverar en el umbral de tu compasión, porque es de noche y eres mi amigo, y toda mi esperanza no está sino en la grandeza de tu misericordia. Concede, pues, benigno que podamos encontrarnos un día todos juntos, forasteros bienaventurados, amparados en tu casa, en el claustro de tu perdón, y bendecidos por la voz del divino amor que nos dice: «Hodie mecum eris in Paradiso», «Hoy estarás conmigo en el paraíso».
Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con la gloria de la asunción de la prudentísima e incontaminada Virgen Madre, reina de tu casa. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.