domingo, 22 de diciembre de 2024

O rex gentium

Dominica IV adventus

«O rex gentium et desideratus earum, lapisque angularis, qui facis utraque unum; veni, salva hominem, quem de limo formasti»



Hace algún tiempo, un conocido escritor explicaba: «Sin mis libros me sería imposible vivir, y sin mis gatos menos. Los libros no maúllan ni los gatos proporcionan sabiduría, no podría elegir. Preferiría entonces vivir sin mí». ¡Qué loco! Entonces recordé un par de historias que algunos buenos amigos cuentan. Fíjate bien. Una maestra cuenta que en una ocasión hubo una bruja grandiosa. Su magia era inigualable, bueno ni tanto. Sabía hacer grandes conjuros y, como todos, era capaz de hacer mucho daño con sus pensamientos y sus palabras. Pero como el mal absoluto no existe, nuestra bruja en buena medida era una bruja buena. Su gran pasión en la vida era volar. Y normalmente todo lo que vuela no suele ser tan malo.

Una noche de luna llena, nuestra bruja cruzaba el cielo y la luna misma con su oscuro, narigón y sombrerudo perfil. De repente escuchó algo que parecía remedar su risa. Era el maullido de una gatita que, perseguida por feroces perros, se había refugiado en un árbol, subiendo más y más, hasta quedar atrapada en el cielo, en las garras de la altura misma.

Era una gatita negra, igual que la noche, y los ojos de la bruja brillaron al descubrirla en la oscuridad. La gatita también tenía ojos brillantes. Así que nuestra bruja acercó su escoba a la altura de la rama que sostenía a la gatita. «¿Qué haces allí?», preguntó la bruja. La gatita temblorosa apenas pudo explicarle que había trepado en el árbol para escapar, y que ahora no podía bajar. Entonces la bruja, acercando aún más la escoba, invitó a la gatita a subir con ella. ¡Qué pánico!

Uno por uno, todos los pelitos de la gatita se pusieron de pie. Es que los gatos cuando ya no tienen más escapatoria utilizan sus pelitos como arma fatal. Te llenan de pelitos la ropa como mecanismo de defensa para que no se te ocurra seguirlos cargando. Pero bueno, nuestra bruja usaba un largo vestido negro, como los negros pelitos de la gatita o como el hábito de los monjes, así que no había mucho problema. En fin, la gatita subió a la escoba. ¡Qué agusticidad! La mera verdad iba más cómoda que en el metrobús.

Emprendieron el vuelo, y ahora la luna era surcada por la silueta de la bruja y la de la gatita, sentadas en la escoba. Una reía, la otra maullaba. Hasta que de pronto, unos feroces ladridos interrumpieron su algarabía. Era un perrito que le ladraba a la luna, y en la luna a la gatita y a la distinguida bruja que la acompañaba. A la gatita le pareció reconocer al cachorro. Era uno de esos perros que la habían perseguido. Se lo dijo a la bruja y ésta se dispuso a poner las cosas en su lugar. Aterrizó rápidamente con su escoba, y el perrito se acercó festivo, moviendo la cola, como si hubiera encontrado nuevas amigas. «¡Guau!», dijo el perro—ni modo que dijera otra cosa, ¿verdad?—«¡Eres una bruja de verdad!»—sin saber que todas las brujas son de a mentiritas porque no les queda de otra—. «¿Vuelas con tu gata a todas partes, admites perritos guapos, panzoncitos y esponjosos como yo?» La gatita lo ignoró categóricamente. Pero el perrito, sin esperar respuesta, comenzó a suplicar jadeando: «Llévame a dar una vuelta, por favor, siempre he querido saber qué bonito es volar a las dos de la mañana»... «¡Ay, mamá», contestó la bruja. «Está bien, súbanse y pronunciaré mi conjuro: Zalacadula, con arte brujeril, nos saque la escoba, de este cuchitril» Y despegaron los tres como los mejores amigos. Iban cantando lo bonito que es volar a las dos de la mañana, hasta que vino una fuerte turbulencia y fueron a caer en el charco de una rana, ay, mamá.

La ranita era una gran admiradora de la bruja. La había visto muchas veces salir en la luna como en la pantalla grande. Y ella misma, desde chiquita jugaba a que era una bruja y que su hoja de nenúfar era la luna misma. Así que apenas la vio le suplicó que la llevara a su casa, no importa si al final la volvía maceta o... una calabaza.

Así que la bruja pronunció su conjuro: «Zalacadula, con arte y hechizo, vuele la escoba, sin caer al piso». Y efectivamente, volaron y volaron, riendo, maullando, ladrando y croando. Hasta que una nueva turbulencia los sacó de onda. Y la escoba cayó partida en dos y su GPS continuaba diciendo: «Recalculando ruta». Cuando la bruja se levantó para arreglarse su sombrero y buscar los pedazos de su escoba, cayó en la cuenta que se encontraba en un grave peligro. Había caído ni más ni menos que en el corral de un toro enamorado de la luna. Y como estaba tan enamorado de la luna, odiaba que la bruja siempre se interponía entre él y ella, y más ahora que viajaba con su extraña comitiva. Apenas la vio, el toro comenzó a bufar. Echaba humo. Y como rascando con una pata para fingir tomar vuelo, amenazaba con embestir a la bruja: «Ahora sí, maldita bruja». De repente, un monstruo apareció cubierto de fango y mal olor. El monstruo gritó: «Detente, torito celoso, perdío, esa bruja es mi cena, croac, guau, miau». Y, bueno, el torito que es bravío y de casta valiente, abanicos de colores parecían sus patitas. Salió huyendo asustado. Comprenderán Ustedes que el monstruo eran los locos amigos de la bruja, amalgamados como muéganos por el barro de la amistad.

Fíjate bien. Se dice que en una ocasión, un sabio sentía añoranza de un rico pastel de higos y pasas que cocinaba su abuela. Así que le comentó a un amigo lo mucho que añoraba el pastel. Su amigo le aconsejó: «Pero puedes hacerlo tú, conoces la receta». «Sí, pero mira, contestó el sabio, a veces no tengo harina y es temporada de higos. Otras veces tengo harina, pero no higos. A veces hay pasas, pero falta el azúcar, las especias». Entonces el amigo le respondió: «Haré todo lo que pueda para que tengas todos los ingredientes juntos y puedas preparar tu pastel». Pero el sabio replicó: «Hay algo que me da más miedo, y es que cuando estén todos los ingredientes juntos, y no falte ninguno, falte yo».

Queridas amigas, queridos amigos, tal vez en nuestro tiempo una de las cosas que mayor ansiedad nos genera no son las cosas dispersas de la vida, sino el no estar cuando todas estén allí, en la vida misma. No estar allí, cuando el amor que soñamos sea perfecto. No estar allí, cuando todo esté listo para la felicidad con los hijos. No estar cuando finalmente todo marche bien en los negocios y en el trabajo. Hoy contemplamos a María que se encamina presurosa a un pueblo de las montañas. Entra en la casa de Zacarías, un sacerdote que había elevado tantas oraciones aparentemente estériles al cielo, como estéril parecía su vida al lado de Isabel. Imagino la alegría agridulce de esperar un hijo en la ancianidad. Ya no correrían con el pequeño, ni verían marchar al joven con pasos agigantados a la universidad del desierto, donde aprendería las rudas lecciones de ser testigo y profeta. Todo lo que habían soñado, orado, suplicado, parecía estar listo para ser vivido sin ellos, como «sin mí». Pero el encuentro con María, hace saltar al niño en el seno de su madre. Es que los niños crecen cuando saltan. Y así crecía el que un día dirá con gallarda humildad: «conviene que él crezca y que yo disminuya», hablando con espíritu profético de su propio martirio. En cambio, el niño que está escondido en María, no se mueve. Llamado «Señor» por Isabel, permanece sereno. Porque nace sin angustias, vive sin ansiedades el Dios que desde el inicio vio al hombre marcharse, ese Dios que ama tanto al ser humano que bien podría decir: «Si tuviera que vivir sin el hombre, preferiría vivir sin mí» Y por eso se despojó de su rango. Porque en Dios nada se pierde. Con razón la Iglesia en este día lo aclama: «O rex gentium et desideratus earum, lapisque angularis, qui facis utraque unum; veni, salva hominem, quem de limo formasti». Porque él, que hace de muchos unos solo, viene a salvar al hombre agrietado. Él, la piedra angular, viene a unir lo que se nos dispersa, agrietándonos con ansiedades. Anda pues, en estos días, en que el corazón suele rasgarse, y la mente se embota enojada, no desprecies la comunión que él trae, pues el divino alfarero ha tomado ya la paja del pesebre, el polvo de nuestra tierra y el río límpido de sus lágrimas para hacer de nosotros una vaso nuevo.

domingo, 8 de diciembre de 2024

«Et venit in omnem regionem circa Iordanem»

Dominica II adventus

 

Hormiguero gigantesco

El hormiguero crecía más y más. Todas las hormiguitas, implacables trabajadoras, se empeñaban en crear un vacío cada vez más profundo en la tierra, y al mismo tiempo no paraban en su intento de llenarlo. El vacío lo abrían trabajando. Y cuanto más trabajaban, el vacío se hacía más grande. Y cuanto más trabajaban parecían estar menos cerca de llenarlo.

Eran una gran familia de hormigas ausentes. En las fotos familiares nunca estaban todas juntas. Siempre había alguien que había salido del hormiguero para ir a recortar pedacitos de hojas, cargar granos secos, o acarrear terroncitos de azúcar. A veces ni siquiera salían del hormiguero, pero estaban muy ocupadas removiendo enormes granos de tierra como de dos o tres milímetros. ¡Qué fuerte!

Pensaban que si no movían adecuadamente cada grano de arenisca o de tierra, el mundo podría venírseles encima. Y en parte tenían razón. Para colmo, el hormiguero tenía dos grandes enemigos. Un par de monstruos negros que frenéticamente aplastaban todo desde lo alto. Saltaban y corrían a toda prisa, sin pararse a pensar que el hormiguero estaba hecho de vacío. Y que cada salto, cada tropiezo de los monstruos negros significaba por lo menos una gran avalancha dentro del hormiguero. ¡Un desastre!

Una noche de luna llena, las hormigas salieron, como siempre, en busca de trabajo, para llenar el vacío del hormiguero. A buena hora afilaron sus dientes, calentaron sus brazos, despejaron sus antenitas y salieron dispuestas a recortar con la esperanza de que cada corte de hoja fuera lo suficientemente grande como para llenar un buen hueco del hormiguero. Y así, cada una, como si fueran niñas y niños en una escuela, recortaban hojas, tratando de calcular cuánto necesitaban para lograr la figura perfecta, capaz de llenar el vacío del hormiguero. Nunca era suficiente, pero tal vez por eso la labor les apasionaba. Esa noche otras de las hormiguitas encontraron una bolsa de palomitas de maíz, medio vacía y medio llena. Da lo mismo cómo lo diga, porque de todos modos el hormiguero también estaba medio lleno de vacío. Las más fuertes arrasaron con los granos sin reventar. Eran pesados y mucho más grandes que cualquier grano de arenisca. Seguro con éstos sí llenarían el vacío del hormiguero. Otras prefirieron acarrear las palomitas. Eran mucho más grandes, pesaban menos, sólo que se sentían un poco huecas, como... vacías. Algunas estaban salpicadas de salsa o mantequilla, y eso las hacía un poquito más densas. En fin, esa noche todas las hormigas cargaron con algo. En la fila del camino se empujaban unas a otras. No se hablaban, pero los movimientos de sus antenas hacían ademanes enérgicos como diciendo: «¡Quítate de aquí, me estorbas!» «¡Eres una inútil!» «¿No puedes cargar nada grande?»

Fue esa noche de luna llena, cuando una de las más pequeñas hormigas, una de las más hogareñas, que se había quedado en casa melancólica, cerca de la entrada del hormiguero descubrió algo que brillaba entre el polvo. Al inicio pensó que se trataba de un pedazo de luna, caído quién sabe por qué en el hormiguero. Luego se dio cuenta que en realidad no era tanto, o bueno sí, era un pedazo de cristal que reflejaba la luz de la luna. Entonces comenzó a limpiarlo con cuidado, a pulirlo lentamente en una noche vacía. No sabemos cuántas horas pasaron pero nuestra pequeña hormiga al final había logrado algo maravilloso. Había pulido el cristal y había sacado de él una gran lente. Ahora todo se veía enorme, grandioso. Y entonces, el vacío del hormiguero parecía un abismo. Los huecos que dejaban las ausencias, se veían enormes. Mientras que los granos, los recortes de hojas, ya no parecían tan grandes como para pensar que pudieran llenar el vacío. Desde esa noche, las hormigas se dieron cuenta que el hueco que dejaba su ausencia nadie lo podía llenar. Y cada una comenzó a ver la verdadera grandeza de las otras.

Lo mejor vino al amanecer. Como la lente que había pulido la pequeña hormiguita estaba en la entrada del hormiguero. Los dos monstruos negros aparecieron saltando como cada mañana. Sólo que esta vez se detuvieron antes de derrumbar nada. Las hormigas vieron por debajo de la lente que lo que había encima de los dos monstruos negros era algo mucho peor de lo que habían imaginado. Encima de los monstruos negros que pisoteaban todo, estaba algo más grande: una niña que ahora las observaba cuidadosamente. Los monstruos eran los zapatos de la niña que a través de la lente, ahora las veía a todas. Cansadas por el largo frenesí de la noche, temerosas de ser aplastadas, de que su pequeño mundo se derrumbara otra vez, y aplastara el vacío que con tanto trabajo habían creado y con tanto trabajo se esforzaban en llenar. A la pequeña le pareció maravilloso el mundo de las hormigas. Era un universo en miniatura. Afortunadamente las hormigas, en su locura por llenar el vacío habían aprendido a sacar de él creatividad, laboriosidad, organización y sobre todo una cierta sabiduría.

Queridas amigas, queridas amigos: Cuando vino la palabra de Dios en el desierto sobre Juan, hijo de Zacarías, lo hizo recorrer toda la comarca del Jordán. Fíjate bien, la comarca del Jordán, es una región de nuestro corazón, pues Jordan significa descenso. Y allí, en la hondura de todos nuestros vacíos, llenados con los fantasmas de nuestros apegos, pisoteados por los monstruos de nuestro enojo, nuestros miedos y nuestra ambición, allí el espíritu de Dios ha descendido. Al descender a nuestra pequeñez, nos ha mostrado cómo Dios nos ve. Y hemos comprendido que, como somos grandes a sus ojos, nuestra lejanía es siempre para Dios un gran vacío. Por eso Juan anuncia lo que Isaías había visto de lejos: «Todo valle será rellenado, toda montaña y colina, rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados y todos los hombres verán la salvación de Dios». Porque Dios, al hacerse cercano nos ha engrandecido y nos ha permitido ver su salvación. No sólo en nosotros mismos, sin también en el hermano, en la hermana que trabaja junto a mí, en el prójimo que igual que todos, lucha cada día por llenar sus vacíos. Dios ha llenado nuestros ojos con su salvación. Porque el vacío no existe, nunca ha existido. Lo que existe es el deseo de conquistar a Dios y ser amados por él.  Escuchemos pues la voz que clama y clamará por siempre para sacarnos de la vacuidad del pecado y de la muerte y llevarnos a la belleza de su amor.

domingo, 1 de diciembre de 2024

«Et tunc videbunt Filium hominis venientem in nube cum potestate et gloria magna»

Dominica I adventus

 

Todos sabemos que el conejito Totopo es uno de los más notables superhéroes. Invencible gracias a sus súperpoderes, inigualable gracias a su inteligencia y astucia, insuperable gracias a su capa mágica. Pero no siempre fue así. Alguna vez cuando el pequeño conejito era apenas un gazapo, tenía miedo de la oscuridad. Había notado que la oscuridad era lo más peligroso del mundo. Si caminas en la oscuridad puedes chocar con las cosas, resbalarte y caer. Si se iba la luz y estabas cenando, posiblemente alguien tomaría por error tu taza de atole caliente de zanahoria. La llegada de la oscuridad era el momento de la despedida de las visitas. Con la oscuridad acababan los juegos, había que lavarse los dientes e ir a la cama. Le llamaba la atención a Totopo que la oscuridad nunca estaba en la escuela. La escuela era luminosa y bonita, y en las canchas donde todo era patada y pasión, la oscuridad nunca se acercaba. Al menos eso le parecía a él. En las noches, Totopo no podía dormir. La oscuridad le daba miedo. Un raro escalofrío recorría su cuerpo y sus patitas afelpadas comenzaban a patear nerviosamente. Entonces se deslizaba, bajaba de la cama y corría a acurrucarse en la cama con sus papás, como si la tiniebla lo viniera persiguiendo.

En una noche oscura, en que el viento aullaba terriblemente, la luna resplandecía y parpadeaban las estrellas, esa noche Totopo no podía dormir. Estaba cansado porque había pasado todo el día estudiando y jugando en la escuela de superhéroes. Su mamá se sentó junto a la cabecera de su cama y le contó un cuento muy bonito que pronto lo hizo dormir. Mamá apagó la luz, dejando en la frente de Totopo un tierno besito bien cargado de amor. De repente, Totopo se despertó sobresaltado. Abrió sus ojitos y no vio a mamá por ningún lado. Sintió que la oscuridad lo estaba devorando y lo peor era que su mamá ni se daría cuenta. ¡Era a veces tan despistada! Quiso salir volando de su habitación, pero recordó que su capa mágica, con la que estaba aprendiendo a volar, se había quedado colgada en el armario y se sintió paralizado, incapaz de correr de su cama al armario y tomar de allí todo lo necesario para emprender la fuga. Tenía mucho miedo. De pronto le pareció que un ruido extraño se revolvía dentro del armario. Sintió más miedo. Y de repente, el armario se abrió. Salió volando su capa como si fuera un fantasma y se acercó a él. Para su sorpresa la capa comenzó a hablarle. «Totopo, ¿cómo estás? He tomado tu capa prestada para que pudieras verme». «¿Quién eres?, ¿de dónde me conoces?», respondió Totopo con voz entrecortada, «¿vienes del más allá?». Pero la voz que salía de debajo de la capa le respondió: «No, Totopo, soy la oscuridad. Lo que pasa es que últimamente me he sentido como muy... apagada». «Sí, así te ves», contestó Totopo, «¿puedo ayudarte en algo?». «Verás», respondió la capa, «muchos niños como tú tienen miedo de mí. Dicen que soy fea y que no quieren dormir conmigo. Que yo solo les arruino sus juegos y los obligo a ir temprano a la cama. Por eso me siento como muy como... ensombrecida. Quisiera que los pequeños entendieran que conmigo se puede hacer muchas cosas bellas. Se puede descansar a gusto, mirar la luna y las estrellas en el cielo, o ver brillar a las luciérnagas. Se puede contar cuentos y cantar canciones. Cuando el día termina, conmigo se puede pensar y recordar todas las cosas buenas que pasaron. Y sobre todo, conmigo se puede soñar con lo mejor que todavía está por suceder».

Queridas hijas, queridos hijos, el evangelio nos advierte que «Habrá señales prodigiosas en el sol, en la luna y en las estrellas. En la tierra las naciones se llenarán de angustia y de miedo por el estruendo de las olas del mar; la gente se morirá de terror y de angustiosa espera porque las cosas que vendrán sobre el mundo, pues hasta las estrellas se bambolearán. Entonces verán venir al hijo del hombre en una nube con gran poder y majestad». 

Sin embargo, no es esa oscuridad la que hay que temer. Más bien hay que temer la oscuridad de los vicios, de la embriaguez, de las preocupaciones que entorpecen nuestra mente. Hemos de darnos prisa mientras tenemos la luz de la vida para que no nos sorprendan esas tinieblas de la noche y de la duda del alma. Dios sabe que ahora no podemos soportar la claridad de su luz. Por eso reviste con la nube del perdón al alma que se le acerca escondida en la vergüenza de su miserable tiniebla.  Como sabio médico, mira la desnudez del alma, y la cubre de secreto. Esa nube de perdón en lo secreto nos cubre ahora, que somos incapaces de soportar la belleza y la majestad de su luz. Un día vendrá, en las nubes del cielo, con gran poder y majestad. Que nos despojemos de los vestidos de las tinieblas y nos revistamos de la nube de su perdón, perfumados con el aroma de la plegaria incesante, para que cuando venga de nuevo, no tengamos que esconder avergonzados nuestros corazones en la tenebrosa desnudez de la muerte eterna, sino que podamos permanecer de pie ante el Hijo del hombre.

Conejo en el antecedentes de un otoño paisaje. 3d representación, ai  generativo imagen 23631935 Foto de stock en Vecteezy

 

domingo, 27 de octubre de 2024

«Rabboni, ut videam»

Dominica XXX per annum

 

Era una hermosa noche de otoño, de esas en que la luna resplandece y blanquea todas las cosas que la noche había decidido ennegrecer. En noches como esa, suelen nacer las hadas. Y así sucedió aquella noche. En un gran jardín mágico, lleno de plantas misteriosas, de perfumadas flores nocturnas, entre arrullos de grillos y serenatas de pájaros nocturnos, las hadas comenzaron a nacer. Algunas hadas cuando nacen están llenas de misterio y es muy difícil saber qué será de ellas. Otras nacen envueltas de obviedad, como el hada dramática, que ya desde que nace hace todo un drama.

En aquella tarde de otoño nació un hada misteriosa. Las hadas cuando nacen son invisibles, pero quien las mira por primera vez, las llena de color. Por eso las hadas lo primero que hacen al nacer es buscar miradas inocentes, limpias, llenas de sueños, de magia y de ilusiones.

Cuando nuestra hada nació nadie la vio. Ni sus padres, ni sus hermanas. Ni siquiera Doloritas, la gatita chismosa del vecindario que no se le escapa nada. Nadie la vio. Y por eso en casa era un hada invisible. Pronto llegó el tiempo en que nuestra hada tenía que ir a la escuela, y sus padres ansiaban este momento porque pensaban que en la escuela la pequeña hada adquiriría un poco de color y pronto sabrían qué sería de ella. ¿Se dedicaría acaso a la política o a los negocios? ¿Sería un hada que volaría alto hasta convertirse en aviadora?¿O sería tal vez un hada de la música, del rap, del reggae?

Cuenta una Maestra que nuestra pequeña llegó a la escuela con una gran mochila bastante anticuada que sus padres le pusieron para llenarla de útiles escolares. Se sentía muy nerviosa, y pronto también sintió que ya no era invisible. En el recreo, sus compañeras y compañeros comenzaron a jugar a contarse secretos. Cada uno hablaba a la oreja del otro dándole calor y haciéndole cosquillas con sus palabras, y se reían tapándose la boca, como si temieran que el secreto se les escapara junto con sus risas. La pequeña hada esperó a que alguien le contara un secreto, pero nadie se fijó en ella. Luego comprendió que en realidad todos se fijaron en ella, y en su mochila anticuada y se reían de ella.

Regresó a casa y se metió a la regadera. Sintió que otra vez era invisible y eso le dio tranquilidad. Aunque ahora sus papás discutían sobre el costo de los útiles escolares y de tantas cosas con que la pequeña llenaba su mochila. 

Al día siguiente volvió a la escuela. Un pequeño se acercó a ella y le pidió prestado un lápiz. Ella pensó que este favor sería la gran oportunidad para comenzar una bella amistad. Rápidamente sacó el lápiz de su mochila, con un sacapuntas lo afiló y se lo entregó al pequeño con una gran sonrisa. Llegó la hora del recreo y nuestra pequeña hada salió solitaria y nerviosa a tomar su desayuno. Sentía todavía el eco de las risas de los demás y algo le hacía pensar que se seguían riendo de ella. Cuando regresó al salón, algo la llenó de malestar. En su cuaderno la habían dibujado como si fuera una mosca, rodeada de manchones, de insultos y de burlas por ser un hada que no tenía color. Su mente voló al lápiz prestado. Hubiera querido nunca haberlo sacado de su mochila. 

Volvió a casa, se metió a la regadera, y volvió a ser invisible. Sus padres sólo discutían del tamaño de su mochila, de todas las cosas que tenían que comprar para llenarla y de los costos de la escuela. 

Otro día, la pequeña fue a la escuela. Llevaba una cantimplora llena de jugo de frutas. Cuando la vieron sus compañeros, le arrebataron la cantimplora. Trató de armarse de valor para recuperarla, pues pensaba que si la perdía, perdería una gran batalla de vida. Sus padres la reprenderían por perder una de las tantas cosas con que llenaba su mochila. Se abalanzó contra el compañero que tenía la cantimplora, pero éste se la arrojó al otro, y cuando ella trató de quitársela, éste se la pasó al otro. Con la voz que ella sintió la más ridícula que había oído, gritó: «Quiero mi cantimplora». Y el eco burlón la arremedó. El compañero que la tenía la destapó, la probó, hizo un gesto de desagrado y y el resto lo vació encima del hada. Todos se rieron de ella y aseguraban que la pequeña hada se había hecho pipí. Llegó a casa de nuevo, se metió a la regadera, se hizo invisible otra vez, y se dispuso a escuchar los regaños de sus padres por haber manchado el uniforme. Así pasaron algunos meses.

Un día en que iba de regreso a casa la pequeña hada ya no pudo más. Su mochila era tan grande que no pudo cargar con ella. Esa noche sus padres se dieron cuenta que su mochila no estaba allí, estorbando como siempre. Y preguntaron en la escuela si sabían algo de ella.

Salieron a buscarla y la encontraron tirada en el camino, aplastada por su enorme mochila. Como no la podían sacar, alguien propuso vaciar primero la mochila. Estaba tan retacada que con mucha dificultad la loraron abrir. Sacaron primero el lápiz, afilado y doloroso. El cuaderno pesaba por las burlas y los manchones. La cantimplora estaba llena de lágrimas. En casa la pequeña hada era invisible. Sus padres sólo veían su mochila. En la escuela, en cambio, nadie veía su mochila y todo lo que cargaba.

Queridas amigas, queridos amigos: en nuestro camino de vida todos somos invisibles. Buscamos el color que nos da la mirada de los demás, la sonrisa de nuestra madre, el reconocimiento de nuestros padres, la ternura de nuestros abuelos, la admiración de las personas que nos aman. Pero también recibimos miradas que matan, miradas que no ven, miradas que lastiman, miradas que despellejan o que nos arrancan más de lo que podemos o queremos dar. El ciego Bartimeo era también un hombre invisible. Sólo su manto de mendigo lo hacía visible a los demás. Cristo en su humillación, ha arrancado el velo de nuestra tiniebla, la oscuridad que nos impidió reconocerlo y amarlo como hermano. Nos ha devuelto la vista como capacidad de ver y la vista como paisaje. En su Pasión, al rasgar el velo del templo nos ha recordado que debajo de la mochila del corazón, debajo del manto de nuestra indigencia estará siempre él. 

«Por esta razón», enseña el Santo Padre Francisco, «viendo cómo se suceden nuevas guerras, con la complicidad, tolerancia o indiferencia de otros países, o con meras luchas de poder en torno a intereses parciales, podemos pensar que la sociedad mundial está perdiendo el corazón. Bastaría mirar y oír a las ancianas —de las distintas partes en pugna— cautivas de estos conflictos devastadores. Es desgarrador verlas llorando a sus nietos asesinados, o escucharlas desear la propia muerte porque se han quedado sin la casa donde han vivido siempre. Ellas, que muchas veces han sido modelos de fortaleza y resistencia a lo largo de vidas difíciles y sacrificadas, ahora que llegan a la última etapa de su existencia no se les ofrece una merecida paz, sino angustia, miedo e indignación. El recurso de decir que la culpa es de otros no resuelve este drama vergonzoso. Ver llorar a las abuelas sin que se nos vuelva intolerable es signo de un mundo sin corazón». 

El mundo se ha quedado ciego. Y por ello, al preguntarnos hoy el Señor «¿Qué quieres que haga por ti?» Deseosos de la luz de la fe que nos salva hemos de suplicarle: «Maestro, que pueda ver». «Que pueda ver al pequeño que nadie vio, a la mujer que llora enmedio de la guerra, al que pide limosna al lado del camino. Porque el mundo se ha vuelto ciego, Maestro, concede que podamos verte».

sábado, 19 de octubre de 2024

«Nam et Filius hominis non venit, ut ministraretur ei, sed ut ministraret et daret animam suam redemptionem pro multis»

Dominica XXIX per annum

 

La claridad del palacio era radiante. Gran majestad y belleza ennoblecían cualquier espacio en donde uno pusiera los ojos. Una hermosa arquitectura regía la presencia del gran palacio en el corazón del reino. El gran rey gobernaba con firmeza y arrogancia, y el pequeño príncipe se preparaba para llegar a ser también él un rey poderoso. El pequeño príncipe había nacido rodeado de esplendor, de lujos y comodidades. Su cuna había sido diseñada con tal gracia e ingenio que por las mañanas el príncipe podía ser acariciado por los rayos del mismísimo sol y por las noches era arrullado con una silenciosa coreografía de estrellas. Los jardines de sus juegos eran un mix & match de elegante tecnología y de fauna exótica: el príncipe podía recorrer los jardines en un rarísimo camello verde inteligente, con activación por voz de los sistemas integrados, o podía viajar en un sofisticado triciclo movido por energías renovables. Esta avanzadísima tecnología ya había conseguido niveles inéditos de eficiencia y rendimiento, favoreciendo la mejor interacción humano-vehículo, combinado todo esto con un mínimo impacto ambiental. Si hay algún ingeniero por aquí, por favor tome nota.

En el reino de nuestro príncipe todo era perfecto. Sólo que una noche el príncipe sintió una especie de derrumbe en su corazón. Esa noche, un oscuro deseo no lo dejaba dormir, a pesar de los delicados parpadeos con que lo arrullaban las estrellas. Finalmente se quedó dormido pero el deseo seguía allí. Y comenzó a soñar que era un terrible rey que regía grandes ejércitos. Que sus ejércitos iban a la guerra, saqueaban enormes ciudades, sembrando destrucción y enojo, y que sus soldados acarreaban grandes tesoros, cajas de juguetes arrebatados a otros niños. Que asaltaban escuelas para apoderarse de loncheras y lápices de colores. Y todo eso lo guardaba en un cobertizo de su palacio, dejando al mundo sin sueños, sin magia, sin ilusión, sin color.

De repente un gran terremoto comenzó a sacudir el palacio. El pequeño príncipe convertido ahora en un gran rey malo, no sabía cómo escapar, pues todo el palacio estaba invadido de juguetes y golosinas que sus soldados no cesaban de traerle como tributo de guerra. Todo se derrumbó. Dicen que cuando despertó el pequeño príncipe, estaba en el suelo con un enorme libro abierto como tienda de campaña encima de él. Con fatiga logró salir de debajo del libro. Se talló los ojos como para ver con mayor claridad y no lo podía creer. Estaba en una gran biblioteca, probablemente la biblioteca de la vida, allí donde cada historia, cada biografía, es un cuento. Y su  cuento lleno de ambiciones, de arrogancia, de malos tratos y prepotencia, se había caído del librero por el peso de su maldad y ahora nuestro príncipe tenía la oportunidad de cambiar su historia. Es que en la biblioteca de la vida, los libros que se derrumban son una oportunidad para que sus personajes busquen un cuento mejor. Cuando lo comprendió, el pequeño príncipe intentó regresar a su cuento, pero sus propios soldados oprimidos, hartos de su maldad, le impidieron el paso. El pequeño príncipe oyó los pasos cansados y arrastrados de alguien que creyó que sería el bibliotecario y quiso esconderse a toda prisa. No sabía en qué historia meterse. ¿En una novela criminal? Ni pensarlo. Terminaría en la cárcel. ¿En un libro sobre la evolución? Menos. Dicen que la mayoría de los dinosaurios eran herbívoros, y a él no le gustaba ni el brócoli ni las espinacas. Oyó de nuevo los pasos del bibliotecario y sintió miedo por no estar en su propio cuento, así que se le ocurrió lo que a cualquiera se le hubiera ocurrido, esconderse en la Biblia. ¡Claro! Había oído que la Biblia, era un libro abierto, en el que se podía habitar sin temor a ser rechazado. Y entró en ella. Allí estaba Jesús, el Maestro, enseñando a sus discípulos: «Ya saben que los jefes de las naciones las gobiernan como si fueran sus dueños y los poderosos las oprimen. Pero no debe ser así entre ustedes. Al contrario: el que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor, y el que quiera ser el primero, que sea el esclavo de todos, así como el hijo del hombre, que no ha venido a que lo sirvan, sino a servir y a dar su vida por la redención de todos».

Todo le pareció muy claro al pequeño príncipe. Claro como los rayos del sol que bañaban su cuna cada mañana cuando era más pequeño. Pero no quiso comprender lo que el Maestro decía. Pensaba en su corazón: «Así somos todos. Decimos cosas muy bonitas, pero amamos más la belleza de nuestra ambición, el placer de oprimir a los demás, de pararnos encima de ellos, de ganar algo con sus pobres vidas». Y decidió pasar las páginas para ver en qué acababa la historia. Entró en una página del evangelio, casi al final, y lleno de temor contempló al Rey y Maestro, lavando los pies de sus amigos, lavando el corazón de sus hermanos, lavando con su sangre en la cruz la maldad y la ambición del mundo entero. El Maestro no sólo adornó con su palabra la grandeza de su última cena, la nobleza de su última oración en un humilde huerto de olivos, la dignidad de su pasión y de su cruz. Su enseñanza no era una historia vacía, una palabra salida de cualquier libro de la biblioteca de la vida. El Maestro había unido a su palabra su sufrimiento, su dolor hasta la muerte, y su servicio.

Con toda sabiduría enseña San Agustín que «también buscaban ciertamente la gloria aquellos discípulos que querían sentarse el uno a su derecha y el otro a su izquierda; miraban adónde querían llegar, pero no veían por dónde. El Señor los devolvió al camino para que llegasen con orden a la patria. La patria es alta, y el camino, humilde. La patria es la vida de Cristo, y el camino, la muerte de Cristo. La patria es la morada de Cristo, y el camino, la pasión de Cristo. El que rehúsa el camino ¿por qué busca la patria?»

Y yo te digo que si también tú quieres que el Señor te conceda sentarte a su derecha o a su izquierda en su gloria, has elegido ya la mejor parte. Pero no has elegido aún el camino, si piensas que llegarás a ella por la arrogancia y la opresión. Cambiemos pues nuestra historia y ascendamos a la patria, al reino de los cielos por el amor y el servicio.

domingo, 6 de octubre de 2024

"Ad duritiam cordis vestri scripsit vobis præceptum istud"

Dominica XXVII per annum

 

Hubo en una ocasión en un gran bosque un pequeño escarabajo. Como a todos en su familia, desde muy pequeño le gustaba jugar con lodo. El lodo era para él la vida. Y, bueno, en su familia había todo ingenieros, arquitectos y arquitectas, constructores, todos expertos y expertas en el gran arte de construir con lodo. Nuestro pequeño escarabajo nació, como todos los escarabajos, con una luz interior. Esa luz hacía que sus alas brillarán de colores metálicos verdes y azules cuando estaba feliz. Esa luz le hacía caminar seguro, con sus pasitos monstruosos, incluso en los más oscuros laberintos de la tierra. Y le hacía soñar con edificar grandes castillos de adobe, magníficos palacios de firmes ladrillos, tal vez hasta pirámides o por lo menos casas muy prácticas y bien construidas, cálidas en invierno y frescas en verano.

Nuestro escarabajo era feliz, como suelen serlo todos los escarabajos, hasta que una mañana algo tremendo sucedió. Había oído hablar de unos monstruos grandes y robustos con una fuerza descomunal, feos y grotescos, crueles y desalmados, pero pensaba que solo existían en las películas de terror. Sin embargo, esa mañana, tenía delante de sí a uno de ellos. Apenas si pudo tallarse los ojos con sus negras patitas, como para decir: «tú no existes, eres un invento de las películas», cuando el monstruo ya lo tenía sujeto por las alas. Luego comenzó la tortura, el terrible monstruo tomó un cordel, lo ató a una de las patitas de nuestro escarabajo, y comenzó a correr aquí y allá, obligándolo a volar como si fuera un helicóptero. Parecía un endemoniado. Las horas transcurrieron interminables, y cuando por fin el monstruo se sintió agotado, y abandonó al pequeño escarabajo, éste corrió a esconderse en el fango. Y mientras trataba de cortar el cordel, de repente escuchó a una turba endemoniada de monstruos que al parecer lo estaba buscando para seguir jugando con él. Desde ese día, nuestro escarabajo sintió que su dura coraza se había agrietado, y algo del lodo en el que había crecido comenzó a filtrarse en su interior, formando otra coraza aún más dura pero alrededor de su corazón. La luz que lo guiaba desde pequeño cada vez tenía más dificultad para salir al exterior.

Una tarde en que trabajaba frenético en la construcción de un búnker, un pequeño frasco cayó junto al letrero que decía: «Prohibido el paso. Solo personal autorizado». Y el único autorizado era él. Molesto se acercó a ver qué era y con sorpresa descubrió que en el frasquito había algo parecido a un hada. Práctico y bruto como él era, abrió el frasquito, y un bicho raro salió. No era un hada. Era una especie de avispa desaliñada y bastante traqueteada por la vida. «Y tú qué haces aquí». Enojada, la rarita le aclaró: «Soy una luciérnaga». «Sí, claro y yo soy un meteorito incandescente—respondió nuestro escarabajo—. Y entonces ¿por qué tan apagadita?» La pobre luciérnaga le contó que una noche hermosa fue capturada por esos terribles monstruos que invaden los patios en las noches serenas, y fue puesta en un frasquito. Los monstruos querían tener su luz para ser más monstruosos y la pellizcaron tanto que terminaron por apagarla. Cuando ya no brillaba más, la encerraron en el frasquito y lo arrojaron al fango.

Esa tarde se quedaron juntos, el escarabajo y la luciérnaga, en el búnker que el escarabajo estaba construyendo. Y muy pronto se dieron cuenta de algo que tenían en común, o más bien que no tenían. Los dos habían perdido la luz. Al día siguiente comenzó su rutina. Nuestro escarabajo se levantó muy temprano para ir al gimnasio. Se acomodó en un banco inclinado y con todas sus fuerzas y la mejor técnica comenzó sus series de repeticiones con tres barras al mismo tiempo. Es que los escarabajos tienen seis patas. Ella en cambio, comenzó una delicada rutina de ballet, recordando los mejores pasos de sus espectáculos nocturnos. Al desayuno el escarabajo llevó a la mesa zanahorias, betabeles y otras verduras saludables que sacó de debajo de la tierra. Pero la luciérnaga prefirió un buen tazón de néctar espolvoreado con polen alto en proteína. La jornada de trabajo comenzó y nuestro escarabajo se empeñó a construir un gran túnel más para su búnker. La luciérnaga en cambio comenzó a decorar los espacios interiores. A veces le parecía a nuestra luciérnaga que el escarabajo era un poco cabeza dura, y a él le disgustaba que ella buscara llamar tanto la atención. Por las tardes nuestro escarabajo se retiraba a la soledad, se acomodaba en su sillón, se ponía sus anteojos, y se concentraba en leer libros maravillosos que, como el túnel de su búnker, lo transportaban a un mágico mundo mejor. A nuestra luciérnaga, le disgustaban esas horas porque sentía que no le hacía caso, y aburrida se ponía a amasar pasteles. Sabía que, una vez en el horno, el aroma del pastel haría que el escarabajo volviera del mundo de esos libros para pedir información en la cocina acerca de lo que se horneaba e informar de qué tamaño quería su rebanada. A veces nuestro escarabajo sentía que la luciérnaga volaba demasiado rápido, quería un hogar, más que un búnker, quería flores, jardín, amigos, invitados, una familia. Él prefería estar solo con su dura coraza, su arduo trabajo, y sus rutinas de gimnasio. Eran tan diferentes. Pero lo único que tenían en común era que a los dos se les había apagado la luz, y cada día y cada noche se tenían el uno al otro para tratar de encenderla de nuevo. Hasta que un día nuestro escarabajo notó que algo de la coraza de su corazón comenzaba a agrietarse, y a dejar pasar de nuevo la luz interior.

Queridas amigas, queridos amigos. Cuando a Cristo, el maestro, le preguntaron si le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa, preguntó acerca de lo que prescribió Moisés y les aclaró: «Moisés prescribió esto debido a la dureza del corazón de ustedes». Con razón un maestro dice que «a veces la única forma en que el buen Señor puede entrar en algunos corazones es rompiéndolos». Pero Dios no rompe el corazón como solemos hacerlo nosotros por la crueldad, el abandono, el rechazo, el tedio, la ansiedad. Dios no nos abandona ni nos rechaza. No se aburre de la monotonía de nuestros cuentos de pecados tan repetidos como muletillas. Tampoco siente ansia de adelantarlo todo, «ya para que se acabe». El buen Dios nos acoge como un buen niño. Somos su reino. Dios rompe algunos corazones conmoviéndolos con la fragilidad de alguien a quien hay que rescatar. Dios rompe algunos corazones cuando quebranta el silencio porque hay que escuchar su estallido. Porque él mismo se ha roto en el servicio, Dios se ha roto en la compasión, se ha roto en la generosidad de su corazón traspasado. Y nadie que quiera ser su imagen puede no estar roto por el amor. Por eso será él quien nos examinará un día: «Muéstrame tus manos. ¿Tienen cicatrices de dar? Muéstrame tus pies. ¿Están heridos en el servicio? Muéstrame tu corazón. ¿Has dejado un lugar para el amor divino?» Queridas amigas, queridos amigos, «a veces la única forma en que el buen Señor puede entrar en algunos corazones es rompiéndolos». Sólo así seremos su imagen, la imagen del amor que en la noche del mundo ha echo estallar su lámpara de barro para incendiar otros corazones que se habían quedado sin luz.


domingo, 29 de septiembre de 2024

"Sed sunt sicut angeli in cælis"


In solemnitate Sancti Archangeli Michäelis, Gabrielis et Raphäelis

 


Ya era tarde. La llave desde fuera dio la segunda vuelta en la cerradura de la carpintería. Por hoy el viejo carpintero daba por terminado su trabajo. Dentro de la carpintería se quedaba todo pendiente. Las virutas dispersas en el suelo. Las herramientas más o menos ordenadas. Muchos trabajos por terminar, y muchos sueños y proyectos esperando su turno para saltar entre las manos amables del carpintero y el metálico rigor de sus herramientas hacia el mágico mundo de la realidad.

Una caja que apenas estaba tomando forma se puso a conversar con un cajón. El cajón le aseguraba que pronto estaría lleno de cosas importantes, probablemente en la alcoba de una hermosa princesa, en la oficina de un gran banquero, o en el escritorio de un maestro brillante. Es que él ya estaba casi terminado. Ya se veía, entrando y saliendo para ofrecer cosas importantes, joyas, alhajas, sellos, reglas, gises, ¡qué sé yo!

Y nuestra caja pensó que tal vez ella, cuando estuviera terminada también sería un cajón lleno de cosas importantes. Todavía estaba terminando de pensarlo, cuando ya el cajón tenía listas las palabras exactas para sobajarla, esas palabras de cajón que embonaban muy bien con la ocasión: «Lástima que tú nunca serás un cajón, eres demasiado delicada para eso. Las cosas importantes son de gran peso, ¿eh?... Debilucha». Nuestra caja se sintió, pues, vacía. De cosas y de sentido.

Una gran caja entonces le habló: «¿Se puede saber por qué estás triste, pequeña cajita?» A lo que nuestra caja respondió: «No lo sé, me siento vacía». «Espera, espera—se apresuró a decir la gran caja—, no te sientes vacía: estás vacía, ja,ja,ja,ja,ja. Pero vamos, eso no tiene importancia». Nuestra cajita le contó a la gran caja el incidente del cajón, y ésta trató de consolarla: «Vamos, no seas tan sensible, ni que fueras de cristal. Ese cajón es un pesado, pero lo que no sabe es que no viajará tanto como yo. Los cajones como él llevan una vida muy sedentaria, encerrados en su trabajo lo más que recorren son unas decenas de centímetros para entrar y salir. Yo en cambio, soy una caja mensajera, y viajaré por todo el mundo». «¿Una caja mensajera? ¿Cómo así?—replicó sorprendida nuestra cajita—, había oído de palomas mensajeras pero no de cajas mensajeras». La gran caja respondió entusiasmada: «Nosotras somos grandes cajas que la gente utiliza para enviar cosas por el mundo. Viajamos de un país a otro en grandes aviones, poderosos barcos, trenes parsimoniosos, y en grandes camiones con música de banda. Los comerciantes y mercaderes nos esperan con emoción, siguen nuestro recorrido por el mundo, y aguardan nuestra llegada». Nuestra cajita ya estaba imaginándose con su pasaporte, viajando por el mundo, pero, como si le leyera el pensamiento, la gran caja se apresuró a borrarle los sellos de sus ilusiones: «Lástima que tú no puedas ser una gran caja viajera. Verás, nuestro mundo es muy rudo. Unas cajas viajamos encima de otras, sin importarnos mucho la incomodidad del peso. Pero tú eres tan... ¿cómo decir?... Delicadita... Que si estiban una caja de mis dimensiones sobre de ti, quedarás convertida en aserrín, ja,ja,ja,ja,ja. Pero..., no te preocupes... Si no te barren y alguien junta el aserrín y lo comprime, tal vez un día puedan hacer de ti una caja de verdad».

Nuevamente nuestra caja se sintió vacía. Un gato saltó de un pequeño cajón blanco. Y el cajón le preguntó a nuestra caja: «¿Por qué tan triste? ¿Te sientes mal? ¿Estás enferma?» Todavía estaba nuestra caja pensando quién era el cajón blanco, cuando, como si le leyera el pensamiento, el cajón explicó: «Soy el cajón del veterinario. Por ahora gatos y ratones entran y salen de mí, pero llegará un día en que huirán de mí, ya lo verás, pues sólo guardaré amargos medicamentos, dolorosas jeringas, frascos de inyecciones, asquerosas pastillas desparasitarantes e incómodos collares antipulgas... En fin, todo aquello que te hace sentir fatal, para que te sientas mejor». Y estaba a punto de decir que a ella también le gustaría curar a la gente y a sus amigos, cuando el gatito volvió al cajón para contiuar con su larga rutina de sueño y el cajón blanco volvió al silencio como por respeto al gato.

Se hizo de noche. Y nuestra caja sentía miedo de quedarse vacía para siempre, como el oscuro taller del carpintero. Pero de pronto una débil y hermosa luz hizo resplandecer la vacía oscuridad con su debilidad. Era un hada, la misteriosa asistente del carpintero, que se encargaba de llenar de magia, lo que con sus manos y sus herramientas el carpintero hacía vacío. Es que todos los carpinteros sólo construyen el vacío. La magia la pone esa misteriosa hada. 

Se acercó el hada a nuestra caja, y la miró complacida: «Está casi terminada», pensó. La acarició con sus manos, pero no quiso llenarla con nada. Más bien puso en ella seis cuerdas. Nadie sabe si para impedir que entrara algo en ella y perturbara el vacío, o más bien para no dejar que el vacío se escapara de ella. Lo cierto es que las seis cuerdas estaban allí, en la entrada de la caja. 

A la mañana siguiente, cuando la llave giró la cerradura dos veces. El carpintero corrió a acariciar el milagro. Comenzó a rasgar las cuerdas, y su sonido muy pronto se convirtió en melodía, en música, en canción. Y nuestra caja, se convirtió en guitarra. Comprendió que ahora ella guardaba cosas importantes; comprendió que era una caja mensajera, y un cajón de medicina. Todo junto.

Queridas amigas, queridos amigos, hoy celebramos el misterio de los arcángeles de Dios. Es curioso, el evangelio nos muestra algo de lo que será también nuestro misterio compartido con el de los ángeles en el cielo: «No se casarán ni serán dados en matrimonio». Esto no significa que entre los ángeles no haya amor, ni que nuestra vida futura no sea una vocación de amor. Amaremos libremente a todas y a todos. Pero lo que habrá desaparecido es la necesidad de poseer para proteger. Ahora existe la institución matrimonial, porque el amor en el tiempo presente corre muchos riesgos, atraviesa grandes peligros. El matrimonio, la alianza cristiana, con la fuerza sobrenatural de su sacramento, es la caja robusta y firme que protege el amor, lo lleva a todas partes y lo sana. Pero en la vida futura, cuando el amor no correrá ya ningún riesgo, no requeriremos una caja protectora. Seremos, más bien, como los ángeles. Pues bien sabemos que existen las posesiones diabólicas; pero no existen las posesiones angélicas. Si la posesión diabólica resulta tan dolorosa y angustiante, tanta gloria y majestad del ángel, no la soportaríamos. El ángel no es carnal ni es posesivo. Ama, permítanme decirlo con palabras insensatas, ama como un instrumento musical a su música. Una música que a un tiempo es suya y no le pertenece. La mano divina toca el abismo de interioridad que es el ángel, y en él todo se llena. Resuena entonces la armonía más importante para el mundo, el mensaje del amor divino y de su belleza que es medicina para todo ser viviente. Con toda razón un Maestro cristiano se pregunta: «¿Cómo podremos cantar nuestro eterno agradecimiento a Dios, si no permaneciera en nosotros la conciencia y la memoria de lo que le debemos?» Así, en la vida futura, el abismo de cuanto somos, de cuanto hemos conocido y amado, será armonía, si es la mano de la caridad divina la que pulsa las cuerdas de nuestra historia. Que Dios nos conceda ser instrumentos vacíos por la humildad y el desapego, para llenarnos con la armonía de su amor, de su comunión. Y que podamos también nosotros conservar lo que vale a los ojos de Dios, llevar al mundo su palabra, y sanar el dolor de las almas.