Dominica IV adventus
«O rex gentium et desideratus earum, lapisque angularis, qui facis utraque unum; veni, salva hominem, quem de limo formasti»
Hace algún tiempo, un conocido escritor explicaba: «Sin mis libros me sería imposible vivir, y sin mis gatos menos. Los libros no maúllan ni los gatos proporcionan sabiduría, no podría elegir. Preferiría entonces vivir sin mí». ¡Qué loco! Entonces recordé un par de historias que algunos buenos amigos cuentan. Fíjate bien. Una maestra cuenta que en una ocasión hubo una bruja grandiosa. Su magia era inigualable, bueno ni tanto. Sabía hacer grandes conjuros y, como todos, era capaz de hacer mucho daño con sus pensamientos y sus palabras. Pero como el mal absoluto no existe, nuestra bruja en buena medida era una bruja buena. Su gran pasión en la vida era volar. Y normalmente todo lo que vuela no suele ser tan malo.
Una noche de luna llena, nuestra bruja cruzaba el cielo y la luna misma con su oscuro, narigón y sombrerudo perfil. De repente escuchó algo que parecía remedar su risa. Era el maullido de una gatita que, perseguida por feroces perros, se había refugiado en un árbol, subiendo más y más, hasta quedar atrapada en el cielo, en las garras de la altura misma.
Era una gatita negra, igual que la noche, y los ojos de la bruja brillaron al descubrirla en la oscuridad. La gatita también tenía ojos brillantes. Así que nuestra bruja acercó su escoba a la altura de la rama que sostenía a la gatita. «¿Qué haces allí?», preguntó la bruja. La gatita temblorosa apenas pudo explicarle que había trepado en el árbol para escapar, y que ahora no podía bajar. Entonces la bruja, acercando aún más la escoba, invitó a la gatita a subir con ella. ¡Qué pánico!
Uno por uno, todos los pelitos de la gatita se pusieron de pie. Es que los gatos cuando ya no tienen más escapatoria utilizan sus pelitos como arma fatal. Te llenan de pelitos la ropa como mecanismo de defensa para que no se te ocurra seguirlos cargando. Pero bueno, nuestra bruja usaba un largo vestido negro, como los negros pelitos de la gatita o como el hábito de los monjes, así que no había mucho problema. En fin, la gatita subió a la escoba. ¡Qué agusticidad! La mera verdad iba más cómoda que en el metrobús.
Emprendieron el vuelo, y ahora la luna era surcada por la silueta de la bruja y la de la gatita, sentadas en la escoba. Una reía, la otra maullaba. Hasta que de pronto, unos feroces ladridos interrumpieron su algarabía. Era un perrito que le ladraba a la luna, y en la luna a la gatita y a la distinguida bruja que la acompañaba. A la gatita le pareció reconocer al cachorro. Era uno de esos perros que la habían perseguido. Se lo dijo a la bruja y ésta se dispuso a poner las cosas en su lugar. Aterrizó rápidamente con su escoba, y el perrito se acercó festivo, moviendo la cola, como si hubiera encontrado nuevas amigas. «¡Guau!», dijo el perro—ni modo que dijera otra cosa, ¿verdad?—«¡Eres una bruja de verdad!»—sin saber que todas las brujas son de a mentiritas porque no les queda de otra—. «¿Vuelas con tu gata a todas partes, admites perritos guapos, panzoncitos y esponjosos como yo?» La gatita lo ignoró categóricamente. Pero el perrito, sin esperar respuesta, comenzó a suplicar jadeando: «Llévame a dar una vuelta, por favor, siempre he querido saber qué bonito es volar a las dos de la mañana»... «¡Ay, mamá», contestó la bruja. «Está bien, súbanse y pronunciaré mi conjuro: Zalacadula, con arte brujeril, nos saque la escoba, de este cuchitril» Y despegaron los tres como los mejores amigos. Iban cantando lo bonito que es volar a las dos de la mañana, hasta que vino una fuerte turbulencia y fueron a caer en el charco de una rana, ay, mamá.
La ranita era una gran admiradora de la bruja. La había visto muchas veces salir en la luna como en la pantalla grande. Y ella misma, desde chiquita jugaba a que era una bruja y que su hoja de nenúfar era la luna misma. Así que apenas la vio le suplicó que la llevara a su casa, no importa si al final la volvía maceta o... una calabaza.
Así que la bruja pronunció su conjuro: «Zalacadula, con arte y hechizo, vuele la escoba, sin caer al piso». Y efectivamente, volaron y volaron, riendo, maullando, ladrando y croando. Hasta que una nueva turbulencia los sacó de onda. Y la escoba cayó partida en dos y su GPS continuaba diciendo: «Recalculando ruta». Cuando la bruja se levantó para arreglarse su sombrero y buscar los pedazos de su escoba, cayó en la cuenta que se encontraba en un grave peligro. Había caído ni más ni menos que en el corral de un toro enamorado de la luna. Y como estaba tan enamorado de la luna, odiaba que la bruja siempre se interponía entre él y ella, y más ahora que viajaba con su extraña comitiva. Apenas la vio, el toro comenzó a bufar. Echaba humo. Y como rascando con una pata para fingir tomar vuelo, amenazaba con embestir a la bruja: «Ahora sí, maldita bruja». De repente, un monstruo apareció cubierto de fango y mal olor. El monstruo gritó: «Detente, torito celoso, perdío, esa bruja es mi cena, croac, guau, miau». Y, bueno, el torito que es bravío y de casta valiente, abanicos de colores parecían sus patitas. Salió huyendo asustado. Comprenderán Ustedes que el monstruo eran los locos amigos de la bruja, amalgamados como muéganos por el barro de la amistad.
Fíjate bien. Se dice que en una ocasión, un sabio sentía añoranza de un rico pastel de higos y pasas que cocinaba su abuela. Así que le comentó a un amigo lo mucho que añoraba el pastel. Su amigo le aconsejó: «Pero puedes hacerlo tú, conoces la receta». «Sí, pero mira, contestó el sabio, a veces no tengo harina y es temporada de higos. Otras veces tengo harina, pero no higos. A veces hay pasas, pero falta el azúcar, las especias». Entonces el amigo le respondió: «Haré todo lo que pueda para que tengas todos los ingredientes juntos y puedas preparar tu pastel». Pero el sabio replicó: «Hay algo que me da más miedo, y es que cuando estén todos los ingredientes juntos, y no falte ninguno, falte yo».
Queridas amigas, queridos amigos, tal vez en nuestro tiempo una de las cosas que mayor ansiedad nos genera no son las cosas dispersas de la vida, sino el no estar cuando todas estén allí, en la vida misma. No estar allí, cuando el amor que soñamos sea perfecto. No estar allí, cuando todo esté listo para la felicidad con los hijos. No estar cuando finalmente todo marche bien en los negocios y en el trabajo. Hoy contemplamos a María que se encamina presurosa a un pueblo de las montañas. Entra en la casa de Zacarías, un sacerdote que había elevado tantas oraciones aparentemente estériles al cielo, como estéril parecía su vida al lado de Isabel. Imagino la alegría agridulce de esperar un hijo en la ancianidad. Ya no correrían con el pequeño, ni verían marchar al joven con pasos agigantados a la universidad del desierto, donde aprendería las rudas lecciones de ser testigo y profeta. Todo lo que habían soñado, orado, suplicado, parecía estar listo para ser vivido sin ellos, como «sin mí». Pero el encuentro con María, hace saltar al niño en el seno de su madre. Es que los niños crecen cuando saltan. Y así crecía el que un día dirá con gallarda humildad: «conviene que él crezca y que yo disminuya», hablando con espíritu profético de su propio martirio. En cambio, el niño que está escondido en María, no se mueve. Llamado «Señor» por Isabel, permanece sereno. Porque nace sin angustias, vive sin ansiedades el Dios que desde el inicio vio al hombre marcharse, ese Dios que ama tanto al ser humano que bien podría decir: «Si tuviera que vivir sin el hombre, preferiría vivir sin mí» Y por eso se despojó de su rango. Porque en Dios nada se pierde. Con razón la Iglesia en este día lo aclama: «O rex gentium et desideratus earum, lapisque angularis, qui facis utraque unum; veni, salva hominem, quem de limo formasti». Porque él, que hace de muchos unos solo, viene a salvar al hombre agrietado. Él, la piedra angular, viene a unir lo que se nos dispersa, agrietándonos con ansiedades. Anda pues, en estos días, en que el corazón suele rasgarse, y la mente se embota enojada, no desprecies la comunión que él trae, pues el divino alfarero ha tomado ya la paja del pesebre, el polvo de nuestra tierra y el río límpido de sus lágrimas para hacer de nosotros una vaso nuevo.