In festo sancti Augustini episcopi hipponensis
Cuenta san Agustín que cuando quiso dirigir su atención a las Escrituras Santas para ver cómo eran, las encontró humildes: «Mi arrogancia rechazaba su estilo y la agudeza de mi mente no penetraba en su interior». Curiosamente, hace unos días alguien me ha hecho recordar una historia que se ha contado muchas veces porque ha sucedido infinidad de veces. Sucede que un joven discípulo se acercó a un maestro para que le enseñara el camino de la vida. El maestro le entregó las Sagradas Escrituras al discípulo; pero éste, queriendo encontrar en ellas vida eterna, sólo encontró aburrición y tedio. Lo intentó una y otra vez con el mismo resultado y, quejoso, las devolvió al maestro.
A cambio, el maestro le entregó una maceta de barro llena de tierra y le pidió que regara la maceta hasta que algo germinara en ella para dar fruto. Como el discípulo no tenía más nada que hacer, regaba diligentemente la maceta todos los días. Ponía agua abundante, y el agua corría y se drenaba por el agujero la maceta, llevándose siempre algo de la tierra que llenaba la maceta. Así lo hizo una y otra, y otra vez hasta que ya no hubo tierra en la maceta. Como nada había germinado, disgustado fue a reclamar al maestro porque lo había engañado: «Maestro, no has sembrado nada en la maceta y me has hecho regarla cada día. Lo único que ha sucedido es que la tierra ha escapado por el agujero de la maceta junto con el agua, pero nada ha germinado y yo no recogeré de ello ningún fruto». Pero el maestro lo reprendió severamente y le dijo: «He hecho germinar el vaciamiento en el barro de tu corazón. Pues si en la maceta árida de tu corazón riegas con el agua viva de la Palabra de Dios cada día, la tierra, el polvo, se irá con el agua y dejará una vasija limpia. Entonces podrás plantar en ella lo que quieras». Fíjate bien, algo así es el misterio del que nos habla el evangelio hoy. El Señor fustiga aquellos sepulcros blanqueados por fuera, pero que por dentro están llenos de podredumbre y de huesos. Pensarás que lo normal de una tumba es estar blanqueada por fuera y contener miseria y podredumbre adentro. Pero el evangelio nos reprende por pensar así, y nos advierte que en algún sentido cada uno de nosotros es una tumba que ha de estar vacía, proclamando la gloria de la resurrección. Por eso, si en tu interior existe polvo y huesos muertos, apresúrate a vaciar el corazón por la fuerza de la Palabra de Dios y las lágrimas de la compunción. Pues él te llama a resucitar cada día. Apresúrate a despojarte del hombre viejo para que emerja el hombre interior, el hombre nuevo a imagen de Cristo. «Muera yo, para que viva yo» clama Agustín, el maestro cristiano. Muera el hombre viejo, para que viva el hombre nuevo, a imagen de Cristo. Con toda verdad el ardiente africano reza, explicando su vaciamiento: «Me llamaste y me gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera. Exhalaste tu fragancia y respiré, y ahora suspiro por ti. Gusté de ti, y ahora desfallezco de hambre y de sed de ti. Me tocaste y en tu paz me inflamé».
Y lamenta el maestro cristiano, gema de los confesores: «¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te ame! Tú estabas dentro y yo fuera, y allí te buscaba, pero me precipitaba, deforme, hacia estas cosas hermosas que tú hiciste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, de no estar en ti, no existirían». Que resplandezca dentro de nosotros la luz de la vida resucitada. Que el Dios compasivo que reverbera en nuestros corazones y los hace sentirse vacíos sea él mismo el que llene con el agua de su fuente, con el aroma de su perfume, el interior de nuestra tumba. Para que seamos tumbas vacías que proclaman la gloria de la resurrección, el triunfo de Cristo sobre la muerte, el triunfo del agua de la Palabra de la vida que lava el interior del hombre por las lágrimas de la contrición y por la limpia gracia del bautismo. «Et tota spes mea non nisi in magna misericordia tua. Da quod iubes et iube quod vis».