domingo, 22 de diciembre de 2024

O rex gentium

Dominica IV adventus

«O rex gentium et desideratus earum, lapisque angularis, qui facis utraque unum; veni, salva hominem, quem de limo formasti»



Hace algún tiempo, un conocido escritor explicaba: «Sin mis libros me sería imposible vivir, y sin mis gatos menos. Los libros no maúllan ni los gatos proporcionan sabiduría, no podría elegir. Preferiría entonces vivir sin mí». ¡Qué loco! Entonces recordé un par de historias que algunos buenos amigos cuentan. Fíjate bien. Una maestra cuenta que en una ocasión hubo una bruja grandiosa. Su magia era inigualable, bueno ni tanto. Sabía hacer grandes conjuros y, como todos, era capaz de hacer mucho daño con sus pensamientos y sus palabras. Pero como el mal absoluto no existe, nuestra bruja en buena medida era una bruja buena. Su gran pasión en la vida era volar. Y normalmente todo lo que vuela no suele ser tan malo.

Una noche de luna llena, nuestra bruja cruzaba el cielo y la luna misma con su oscuro, narigón y sombrerudo perfil. De repente escuchó algo que parecía remedar su risa. Era el maullido de una gatita que, perseguida por feroces perros, se había refugiado en un árbol, subiendo más y más, hasta quedar atrapada en el cielo, en las garras de la altura misma.

Era una gatita negra, igual que la noche, y los ojos de la bruja brillaron al descubrirla en la oscuridad. La gatita también tenía ojos brillantes. Así que nuestra bruja acercó su escoba a la altura de la rama que sostenía a la gatita. «¿Qué haces allí?», preguntó la bruja. La gatita temblorosa apenas pudo explicarle que había trepado en el árbol para escapar, y que ahora no podía bajar. Entonces la bruja, acercando aún más la escoba, invitó a la gatita a subir con ella. ¡Qué pánico!

Uno por uno, todos los pelitos de la gatita se pusieron de pie. Es que los gatos cuando ya no tienen más escapatoria utilizan sus pelitos como arma fatal. Te llenan de pelitos la ropa como mecanismo de defensa para que no se te ocurra seguirlos cargando. Pero bueno, nuestra bruja usaba un largo vestido negro, como los negros pelitos de la gatita o como el hábito de los monjes, así que no había mucho problema. En fin, la gatita subió a la escoba. ¡Qué agusticidad! La mera verdad iba más cómoda que en el metrobús.

Emprendieron el vuelo, y ahora la luna era surcada por la silueta de la bruja y la de la gatita, sentadas en la escoba. Una reía, la otra maullaba. Hasta que de pronto, unos feroces ladridos interrumpieron su algarabía. Era un perrito que le ladraba a la luna, y en la luna a la gatita y a la distinguida bruja que la acompañaba. A la gatita le pareció reconocer al cachorro. Era uno de esos perros que la habían perseguido. Se lo dijo a la bruja y ésta se dispuso a poner las cosas en su lugar. Aterrizó rápidamente con su escoba, y el perrito se acercó festivo, moviendo la cola, como si hubiera encontrado nuevas amigas. «¡Guau!», dijo el perro—ni modo que dijera otra cosa, ¿verdad?—«¡Eres una bruja de verdad!»—sin saber que todas las brujas son de a mentiritas porque no les queda de otra—. «¿Vuelas con tu gata a todas partes, admites perritos guapos, panzoncitos y esponjosos como yo?» La gatita lo ignoró categóricamente. Pero el perrito, sin esperar respuesta, comenzó a suplicar jadeando: «Llévame a dar una vuelta, por favor, siempre he querido saber qué bonito es volar a las dos de la mañana»... «¡Ay, mamá», contestó la bruja. «Está bien, súbanse y pronunciaré mi conjuro: Zalacadula, con arte brujeril, nos saque la escoba, de este cuchitril» Y despegaron los tres como los mejores amigos. Iban cantando lo bonito que es volar a las dos de la mañana, hasta que vino una fuerte turbulencia y fueron a caer en el charco de una rana, ay, mamá.

La ranita era una gran admiradora de la bruja. La había visto muchas veces salir en la luna como en la pantalla grande. Y ella misma, desde chiquita jugaba a que era una bruja y que su hoja de nenúfar era la luna misma. Así que apenas la vio le suplicó que la llevara a su casa, no importa si al final la volvía maceta o... una calabaza.

Así que la bruja pronunció su conjuro: «Zalacadula, con arte y hechizo, vuele la escoba, sin caer al piso». Y efectivamente, volaron y volaron, riendo, maullando, ladrando y croando. Hasta que una nueva turbulencia los sacó de onda. Y la escoba cayó partida en dos y su GPS continuaba diciendo: «Recalculando ruta». Cuando la bruja se levantó para arreglarse su sombrero y buscar los pedazos de su escoba, cayó en la cuenta que se encontraba en un grave peligro. Había caído ni más ni menos que en el corral de un toro enamorado de la luna. Y como estaba tan enamorado de la luna, odiaba que la bruja siempre se interponía entre él y ella, y más ahora que viajaba con su extraña comitiva. Apenas la vio, el toro comenzó a bufar. Echaba humo. Y como rascando con una pata para fingir tomar vuelo, amenazaba con embestir a la bruja: «Ahora sí, maldita bruja». De repente, un monstruo apareció cubierto de fango y mal olor. El monstruo gritó: «Detente, torito celoso, perdío, esa bruja es mi cena, croac, guau, miau». Y, bueno, el torito que es bravío y de casta valiente, abanicos de colores parecían sus patitas. Salió huyendo asustado. Comprenderán Ustedes que el monstruo eran los locos amigos de la bruja, amalgamados como muéganos por el barro de la amistad.

Fíjate bien. Se dice que en una ocasión, un sabio sentía añoranza de un rico pastel de higos y pasas que cocinaba su abuela. Así que le comentó a un amigo lo mucho que añoraba el pastel. Su amigo le aconsejó: «Pero puedes hacerlo tú, conoces la receta». «Sí, pero mira, contestó el sabio, a veces no tengo harina y es temporada de higos. Otras veces tengo harina, pero no higos. A veces hay pasas, pero falta el azúcar, las especias». Entonces el amigo le respondió: «Haré todo lo que pueda para que tengas todos los ingredientes juntos y puedas preparar tu pastel». Pero el sabio replicó: «Hay algo que me da más miedo, y es que cuando estén todos los ingredientes juntos, y no falte ninguno, falte yo».

Queridas amigas, queridos amigos, tal vez en nuestro tiempo una de las cosas que mayor ansiedad nos genera no son las cosas dispersas de la vida, sino el no estar cuando todas estén allí, en la vida misma. No estar allí, cuando el amor que soñamos sea perfecto. No estar allí, cuando todo esté listo para la felicidad con los hijos. No estar cuando finalmente todo marche bien en los negocios y en el trabajo. Hoy contemplamos a María que se encamina presurosa a un pueblo de las montañas. Entra en la casa de Zacarías, un sacerdote que había elevado tantas oraciones aparentemente estériles al cielo, como estéril parecía su vida al lado de Isabel. Imagino la alegría agridulce de esperar un hijo en la ancianidad. Ya no correrían con el pequeño, ni verían marchar al joven con pasos agigantados a la universidad del desierto, donde aprendería las rudas lecciones de ser testigo y profeta. Todo lo que habían soñado, orado, suplicado, parecía estar listo para ser vivido sin ellos, como «sin mí». Pero el encuentro con María, hace saltar al niño en el seno de su madre. Es que los niños crecen cuando saltan. Y así crecía el que un día dirá con gallarda humildad: «conviene que él crezca y que yo disminuya», hablando con espíritu profético de su propio martirio. En cambio, el niño que está escondido en María, no se mueve. Llamado «Señor» por Isabel, permanece sereno. Porque nace sin angustias, vive sin ansiedades el Dios que desde el inicio vio al hombre marcharse, ese Dios que ama tanto al ser humano que bien podría decir: «Si tuviera que vivir sin el hombre, preferiría vivir sin mí» Y por eso se despojó de su rango. Porque en Dios nada se pierde. Con razón la Iglesia en este día lo aclama: «O rex gentium et desideratus earum, lapisque angularis, qui facis utraque unum; veni, salva hominem, quem de limo formasti». Porque él, que hace de muchos unos solo, viene a salvar al hombre agrietado. Él, la piedra angular, viene a unir lo que se nos dispersa, agrietándonos con ansiedades. Anda pues, en estos días, en que el corazón suele rasgarse, y la mente se embota enojada, no desprecies la comunión que él trae, pues el divino alfarero ha tomado ya la paja del pesebre, el polvo de nuestra tierra y el río límpido de sus lágrimas para hacer de nosotros una vaso nuevo.

domingo, 8 de diciembre de 2024

«Et venit in omnem regionem circa Iordanem»

Dominica II adventus

 

Hormiguero gigantesco

El hormiguero crecía más y más. Todas las hormiguitas, implacables trabajadoras, se empeñaban en crear un vacío cada vez más profundo en la tierra, y al mismo tiempo no paraban en su intento de llenarlo. El vacío lo abrían trabajando. Y cuanto más trabajaban, el vacío se hacía más grande. Y cuanto más trabajaban parecían estar menos cerca de llenarlo.

Eran una gran familia de hormigas ausentes. En las fotos familiares nunca estaban todas juntas. Siempre había alguien que había salido del hormiguero para ir a recortar pedacitos de hojas, cargar granos secos, o acarrear terroncitos de azúcar. A veces ni siquiera salían del hormiguero, pero estaban muy ocupadas removiendo enormes granos de tierra como de dos o tres milímetros. ¡Qué fuerte!

Pensaban que si no movían adecuadamente cada grano de arenisca o de tierra, el mundo podría venírseles encima. Y en parte tenían razón. Para colmo, el hormiguero tenía dos grandes enemigos. Un par de monstruos negros que frenéticamente aplastaban todo desde lo alto. Saltaban y corrían a toda prisa, sin pararse a pensar que el hormiguero estaba hecho de vacío. Y que cada salto, cada tropiezo de los monstruos negros significaba por lo menos una gran avalancha dentro del hormiguero. ¡Un desastre!

Una noche de luna llena, las hormigas salieron, como siempre, en busca de trabajo, para llenar el vacío del hormiguero. A buena hora afilaron sus dientes, calentaron sus brazos, despejaron sus antenitas y salieron dispuestas a recortar con la esperanza de que cada corte de hoja fuera lo suficientemente grande como para llenar un buen hueco del hormiguero. Y así, cada una, como si fueran niñas y niños en una escuela, recortaban hojas, tratando de calcular cuánto necesitaban para lograr la figura perfecta, capaz de llenar el vacío del hormiguero. Nunca era suficiente, pero tal vez por eso la labor les apasionaba. Esa noche otras de las hormiguitas encontraron una bolsa de palomitas de maíz, medio vacía y medio llena. Da lo mismo cómo lo diga, porque de todos modos el hormiguero también estaba medio lleno de vacío. Las más fuertes arrasaron con los granos sin reventar. Eran pesados y mucho más grandes que cualquier grano de arenisca. Seguro con éstos sí llenarían el vacío del hormiguero. Otras prefirieron acarrear las palomitas. Eran mucho más grandes, pesaban menos, sólo que se sentían un poco huecas, como... vacías. Algunas estaban salpicadas de salsa o mantequilla, y eso las hacía un poquito más densas. En fin, esa noche todas las hormigas cargaron con algo. En la fila del camino se empujaban unas a otras. No se hablaban, pero los movimientos de sus antenas hacían ademanes enérgicos como diciendo: «¡Quítate de aquí, me estorbas!» «¡Eres una inútil!» «¿No puedes cargar nada grande?»

Fue esa noche de luna llena, cuando una de las más pequeñas hormigas, una de las más hogareñas, que se había quedado en casa melancólica, cerca de la entrada del hormiguero descubrió algo que brillaba entre el polvo. Al inicio pensó que se trataba de un pedazo de luna, caído quién sabe por qué en el hormiguero. Luego se dio cuenta que en realidad no era tanto, o bueno sí, era un pedazo de cristal que reflejaba la luz de la luna. Entonces comenzó a limpiarlo con cuidado, a pulirlo lentamente en una noche vacía. No sabemos cuántas horas pasaron pero nuestra pequeña hormiga al final había logrado algo maravilloso. Había pulido el cristal y había sacado de él una gran lente. Ahora todo se veía enorme, grandioso. Y entonces, el vacío del hormiguero parecía un abismo. Los huecos que dejaban las ausencias, se veían enormes. Mientras que los granos, los recortes de hojas, ya no parecían tan grandes como para pensar que pudieran llenar el vacío. Desde esa noche, las hormigas se dieron cuenta que el hueco que dejaba su ausencia nadie lo podía llenar. Y cada una comenzó a ver la verdadera grandeza de las otras.

Lo mejor vino al amanecer. Como la lente que había pulido la pequeña hormiguita estaba en la entrada del hormiguero. Los dos monstruos negros aparecieron saltando como cada mañana. Sólo que esta vez se detuvieron antes de derrumbar nada. Las hormigas vieron por debajo de la lente que lo que había encima de los dos monstruos negros era algo mucho peor de lo que habían imaginado. Encima de los monstruos negros que pisoteaban todo, estaba algo más grande: una niña que ahora las observaba cuidadosamente. Los monstruos eran los zapatos de la niña que a través de la lente, ahora las veía a todas. Cansadas por el largo frenesí de la noche, temerosas de ser aplastadas, de que su pequeño mundo se derrumbara otra vez, y aplastara el vacío que con tanto trabajo habían creado y con tanto trabajo se esforzaban en llenar. A la pequeña le pareció maravilloso el mundo de las hormigas. Era un universo en miniatura. Afortunadamente las hormigas, en su locura por llenar el vacío habían aprendido a sacar de él creatividad, laboriosidad, organización y sobre todo una cierta sabiduría.

Queridas amigas, queridas amigos: Cuando vino la palabra de Dios en el desierto sobre Juan, hijo de Zacarías, lo hizo recorrer toda la comarca del Jordán. Fíjate bien, la comarca del Jordán, es una región de nuestro corazón, pues Jordan significa descenso. Y allí, en la hondura de todos nuestros vacíos, llenados con los fantasmas de nuestros apegos, pisoteados por los monstruos de nuestro enojo, nuestros miedos y nuestra ambición, allí el espíritu de Dios ha descendido. Al descender a nuestra pequeñez, nos ha mostrado cómo Dios nos ve. Y hemos comprendido que, como somos grandes a sus ojos, nuestra lejanía es siempre para Dios un gran vacío. Por eso Juan anuncia lo que Isaías había visto de lejos: «Todo valle será rellenado, toda montaña y colina, rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados y todos los hombres verán la salvación de Dios». Porque Dios, al hacerse cercano nos ha engrandecido y nos ha permitido ver su salvación. No sólo en nosotros mismos, sin también en el hermano, en la hermana que trabaja junto a mí, en el prójimo que igual que todos, lucha cada día por llenar sus vacíos. Dios ha llenado nuestros ojos con su salvación. Porque el vacío no existe, nunca ha existido. Lo que existe es el deseo de conquistar a Dios y ser amados por él.  Escuchemos pues la voz que clama y clamará por siempre para sacarnos de la vacuidad del pecado y de la muerte y llevarnos a la belleza de su amor.

domingo, 1 de diciembre de 2024

«Et tunc videbunt Filium hominis venientem in nube cum potestate et gloria magna»

Dominica I adventus

 

Todos sabemos que el conejito Totopo es uno de los más notables superhéroes. Invencible gracias a sus súperpoderes, inigualable gracias a su inteligencia y astucia, insuperable gracias a su capa mágica. Pero no siempre fue así. Alguna vez cuando el pequeño conejito era apenas un gazapo, tenía miedo de la oscuridad. Había notado que la oscuridad era lo más peligroso del mundo. Si caminas en la oscuridad puedes chocar con las cosas, resbalarte y caer. Si se iba la luz y estabas cenando, posiblemente alguien tomaría por error tu taza de atole caliente de zanahoria. La llegada de la oscuridad era el momento de la despedida de las visitas. Con la oscuridad acababan los juegos, había que lavarse los dientes e ir a la cama. Le llamaba la atención a Totopo que la oscuridad nunca estaba en la escuela. La escuela era luminosa y bonita, y en las canchas donde todo era patada y pasión, la oscuridad nunca se acercaba. Al menos eso le parecía a él. En las noches, Totopo no podía dormir. La oscuridad le daba miedo. Un raro escalofrío recorría su cuerpo y sus patitas afelpadas comenzaban a patear nerviosamente. Entonces se deslizaba, bajaba de la cama y corría a acurrucarse en la cama con sus papás, como si la tiniebla lo viniera persiguiendo.

En una noche oscura, en que el viento aullaba terriblemente, la luna resplandecía y parpadeaban las estrellas, esa noche Totopo no podía dormir. Estaba cansado porque había pasado todo el día estudiando y jugando en la escuela de superhéroes. Su mamá se sentó junto a la cabecera de su cama y le contó un cuento muy bonito que pronto lo hizo dormir. Mamá apagó la luz, dejando en la frente de Totopo un tierno besito bien cargado de amor. De repente, Totopo se despertó sobresaltado. Abrió sus ojitos y no vio a mamá por ningún lado. Sintió que la oscuridad lo estaba devorando y lo peor era que su mamá ni se daría cuenta. ¡Era a veces tan despistada! Quiso salir volando de su habitación, pero recordó que su capa mágica, con la que estaba aprendiendo a volar, se había quedado colgada en el armario y se sintió paralizado, incapaz de correr de su cama al armario y tomar de allí todo lo necesario para emprender la fuga. Tenía mucho miedo. De pronto le pareció que un ruido extraño se revolvía dentro del armario. Sintió más miedo. Y de repente, el armario se abrió. Salió volando su capa como si fuera un fantasma y se acercó a él. Para su sorpresa la capa comenzó a hablarle. «Totopo, ¿cómo estás? He tomado tu capa prestada para que pudieras verme». «¿Quién eres?, ¿de dónde me conoces?», respondió Totopo con voz entrecortada, «¿vienes del más allá?». Pero la voz que salía de debajo de la capa le respondió: «No, Totopo, soy la oscuridad. Lo que pasa es que últimamente me he sentido como muy... apagada». «Sí, así te ves», contestó Totopo, «¿puedo ayudarte en algo?». «Verás», respondió la capa, «muchos niños como tú tienen miedo de mí. Dicen que soy fea y que no quieren dormir conmigo. Que yo solo les arruino sus juegos y los obligo a ir temprano a la cama. Por eso me siento como muy como... ensombrecida. Quisiera que los pequeños entendieran que conmigo se puede hacer muchas cosas bellas. Se puede descansar a gusto, mirar la luna y las estrellas en el cielo, o ver brillar a las luciérnagas. Se puede contar cuentos y cantar canciones. Cuando el día termina, conmigo se puede pensar y recordar todas las cosas buenas que pasaron. Y sobre todo, conmigo se puede soñar con lo mejor que todavía está por suceder».

Queridas hijas, queridos hijos, el evangelio nos advierte que «Habrá señales prodigiosas en el sol, en la luna y en las estrellas. En la tierra las naciones se llenarán de angustia y de miedo por el estruendo de las olas del mar; la gente se morirá de terror y de angustiosa espera porque las cosas que vendrán sobre el mundo, pues hasta las estrellas se bambolearán. Entonces verán venir al hijo del hombre en una nube con gran poder y majestad». 

Sin embargo, no es esa oscuridad la que hay que temer. Más bien hay que temer la oscuridad de los vicios, de la embriaguez, de las preocupaciones que entorpecen nuestra mente. Hemos de darnos prisa mientras tenemos la luz de la vida para que no nos sorprendan esas tinieblas de la noche y de la duda del alma. Dios sabe que ahora no podemos soportar la claridad de su luz. Por eso reviste con la nube del perdón al alma que se le acerca escondida en la vergüenza de su miserable tiniebla.  Como sabio médico, mira la desnudez del alma, y la cubre de secreto. Esa nube de perdón en lo secreto nos cubre ahora, que somos incapaces de soportar la belleza y la majestad de su luz. Un día vendrá, en las nubes del cielo, con gran poder y majestad. Que nos despojemos de los vestidos de las tinieblas y nos revistamos de la nube de su perdón, perfumados con el aroma de la plegaria incesante, para que cuando venga de nuevo, no tengamos que esconder avergonzados nuestros corazones en la tenebrosa desnudez de la muerte eterna, sino que podamos permanecer de pie ante el Hijo del hombre.

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