viernes, 10 de febrero de 2012

"Egredere modo, frater: egredere, si potes: et dimissa, ad monasterium recede"




Un día, el hombre de Dios, Benito, bendito de nombre y por la gracia, quiso encontrarse, como cada año, con su hermanita Escolástica. Un mutuo comercio de amor y honor se celebró en los confines del monasterio, en la más nítida contemplación de las cosas del cielo. Eran dos almas que habían visto nacer a Dios dentro de sí mismas y corrían con sus corazones dilatados por el gozo, iluminados como una noche de Pascua.
La santa monja Escolástica sabía que su vida tocaba el ocaso y que había llegado para ella el momento de abandonar este mundo para ir al Padre. Para el alma pura que atraviesa la oscuridad de la noche, sólo los lejanos gozos celestes brillan clarísimos como diamantes en terciopelo negro, mientras el resto del mundo permanece oscuro. La noche del espíritu movió a la monja a la plegaria que acompañó su último pasaje terreno: –"Te ruego, no me dejes por esta noche; mejor platiquemos hasta el amanecer acerca de los gozos de la vida celeste". "¡Ay, cuánto he deseado comer con ustedes esta Pascua antes de padecer!".
Pero Benito le responde con firmeza: –"¿Qué estás diciendo, hermana? Por ningún motivo puedo pasar la noche fuera del monasterio". El venerable padre contempla y ama la serenidad del cielo que no se inmuta. Ha templado con tanta estabilidad su corazón que sólo un cielo impasible y sereno da una idea de lo que hay en su alma. En su corazón ya casi nada se antepone al cielo. Pero el hombre de Dios piensa todavía en el monasterio. Piensa en el desierto. Piensa cobijarse en la soledad del árido desierto monástico. Con razón dice San Gregorio: "Y ¿cómo habría de temer el estío aquel árbol bendito? ¿o cómo estaría preocupado por la sequía aquél, para quien el agua viva, la gracia del Espíritu, no cesa de suministrar en lo más recóndito la savia vital de la esperanza y de la caridad?"
Sin embargo,  "la monja, al reclinar la cabeza entre las manos, había derramado sobre la mesa un torrente de lágrimas que transformaron en lluvia el azul del cielo". Llovió a cántaros y el bienaventurado Benito no podía volver a su celda: –"Dios te perdone, hermana, ¿qué es lo que has hecho?". Y es que pudo más quien más amó: –"Te lo pedí y no quisiste escucharme; rogué al Señor y me escuchó".
El milagro ilumina como una luz del Espíritu divino, detiene la naturaleza por un momento, la contradice y la desmiente. El santo patriarca ha reconocido en el milagro de Escolástica, en el alzar de su frente, la más perfecta unidad entre el corazón humano purificado y la presencia del Espíritu de Dios. Amor a Dios y Amor de Dios se han hecho una sola cosa en el alma de Escolástica.
El corazón de Escolástica fue hecho tan conforme al Espíritu de Dios que mereció volar al cielo como una paloma, pues como dice San Gregorio, "de la misma manera que quienes reciben la muerte de Cristo y mortifican sus miembros acá en la tierra se hacen partícipes de una muerte semejante a la suya, así también éstos que reciben la fuerza del Espíritu Santo y que son por él santificados y colmados de sus dones, como quiera que él apareció en forma de paloma, también ellos se vuelven palomas, para volar de los lugares terrenales y corpóreos a los celestiales, en alas del Espíritu Santo".

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