Muchas veces hemos contemplado las
obras de Nuestro Señor Jesucristo . El Señor escuchó el llanto de una viuda que
había perdido su único hijo y se lo devolvió vivo, devolvió también la vista a
un ciego que suplicaba a un lado del camino, restauró la mano tullida de un
hombre, curó leprosos, perdonó los pecados de un paralítico y le mandó
levantarse, tomar su camilla y andar. Sin hacerse esperar, el Señor transformó
en gozo los dolores de los hombres.
Hoy contemplamos un pasaje
misterioso. Jesús entra en la sinagoga, toma el rollo del profeta Isaías, y
lee: «El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido y me ha enviado para anunciar
a los pobres la buena nueva, la liberación a los cautivos, la curación a los
ciegos, para dar libertad a los oprimidos y para anunciar el año de gracia del Señor».
Entonces enrolló de nuevo la Escritura, la devolvió al encargado y se sentó.
Jesús, sentado, manifiesta la calma serena de su
divinidad mientras los ojos de todos están fijos en él. Con el mismo amor con
que proclamará en la cruz su grito de victoria: «Todo está cumplido». Ahora
dice solemnemente: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acaban de escuchar».
En efecto, Cristo vino a pregonar la fe, que es la
riqueza de nosotros los pobres que no teníamos nada con qué agradar a Dios;
vino a anunciar la libertad de quienes éramos prisioneros de nuestros pecados;
vino a darnos la luz que nace del fuego de la caridad, disipando nuestra
ceguera. Desde entonces, los ojos de todos están fijos en él. Desde entonces el
pobre puede levantar los ojos de la fe y fijarlos en él, buscando su mirada
complacida. Desde entonces el hombre esclavo de sus maldades tiene un inmenso
cielo de esperanza que atraviesa sereno las rejas de su cárcel. Esa cárcel de
rejas que no podemos roer sin mutilarnos, porque muchas veces nuestra cárcel
somos nosotros mismos. Por eso nuestro corazón no puede parar de comer o beber,
no puede vencer su tedio, su odio, su rencor, su enfermedad; remeda la vida
bramando por un relámpago de belleza o de salud, y nunca deja de mendigar
cariño haciéndonos creer que esta vez el amor verdadero ya está a la vuelta de
la esquina. Somos prisioneros de nosotros mismos, de nuestras ansias de
vengarnos y de cobrarle a la vida todo lo que se ha llevado, o somos
prisioneros de nuestra orgullosa resignación y consignación a perderlo todo.
Nos revolvemos como leones enjaulados en nuestra inconformidad con la vida, y
al mismo tiempo somos cómplices de nuestra jaula como las aves que vuelven
siempre al mismo campanario. La campana las ahuyenta una y otra vez, y ellas
vuelven sin falta cuando el tañido ha cesado. Volvemos una y otra vez a lo que
nos hace daño.
Por eso Jesús se sentó después de anunciar su
libertad. Se sentó libre, sin jaula ni cadenas, sin prisas. Se sentó con la
misma inmovilidad e impotencia con que los hombres quedan inmóviles en sus
tantas cárceles. Se sentó, con una inmovilidad de viernes santo, con impotencia
de crucificado. Y los ojos de todos estaban fijos en él, como se fijan los ojos
en el cielo, y él era el cielo. Él hizo milagros para mostrar que sólo él puede
liberar al hombre de su propio misterio, él y nadie más. Sólo él aplaca la
furia ansiosa de la mirada que busca rendijas de libertad. Sólo él es la luz en
que se pueden fijar los ojos sin enceguecernos.
Jesús se sentó después de cumplir todas las
promesas de Dios y así permanecerá a la derecha del Padre hasta el final de los
tiempos. Se sentó para esperarnos. Se sentó para que nuestros ojos estén fijos
en él mientras vagamos navegantes atravesando la agitación de este mundo. Y
después de nuestra travesía seremos verdaderamente libres como él. Y ya no
habrá esclavos, porque Dios hará sentar a sus redimidos a la misma mesa, la
mesa del reino. Ay de aquellos que cargan de esclavitudes a los que anhelan la
libertad, porque jamás serán dignos de sentarse junto a Cristo en el banquete
de su reino.
Ahora tenemos la luz de la fe, la claridad de la
esperanza y el calor del amor para poder curar la ceguera de nuestros ojos
fijándolos en Jesús. Pero un día esta luz será un resplandor más grande que nuestros
abismos de dolor y de pena, y resplandeceremos pues la luz habrá fortalecido
nuestros ojos, nuestra alma, nuestros cuerpos. Y esa luz, la luz risueña de la
gloria, será nuestra libertad.