Francisco inició su aventura con la
vida cuando era muy joven, apenas un muchachito. Sus padres habían gastado sus
fuerzas por asegurarle un futuro. Quisieron poner los cimientos para que el
chiquillo un día pudiera conquistarse un buen nombre. Pero Francisco sabía muy
poco de la vida. La ocasión se dio cuando había que ir a la batalla. Sus padres
le dieron todo lo necesario, un modesto equipaje, algo de protección. Y esperaban
que el joven volviera cargado de hazañas, y tal vez hasta alcanzara un título
de nobleza. Así el joven Francisco se enroló para la guerra.
En la noche de Espoleto, la vigilia
de la batalla, Francisco no duerme. Una extraña fiebre invade su cuerpo y lo
hace languidecer. No extraña ni a su padre ni a su madre. Pero extraña el calor
de su hogar y de su manera de vivir. Y su cuerpo se inventa el calor. Arde de
fiebre. Y de cobardía. Francisco tiene miedo.
No imagina su piel impecable marcada por las cicatrices de sus hazañas.
Volvió a casa, derrotado y sin
haber entrado siquiera en la batalla. Las voces susurran que Francisco es un
cobarde. Que tuvo miedo. Que no pudo. ¡Valiente el hijo de Pedro Bernardone!
Francisco apenas oye las chismosas voces; pero el veredicto implacable de su
conciencia le grita en el alma que es un cobarde.
Paseando por los caminos, por pura
casualidad, Francisco ve pasar a un leproso. Y la repugnancia le eriza la piel.
Pero pronto descubre que tiene ante sí la ocasión de acallar las voces. Salta
del caballo, que con tantos sudores le compraron sus padres, y armado de valor y
fortaleza, besa al leproso. Se venció a sí mismo, venció los rumores, y la
curiosa hazaña se contó entre carcajadas callejeras.
Poco sabía Francisco acerca de la
vida. Había de recibir como herencia la pequeña empresa de su padre, su modesto
negocio de telas francesas, a las que debía su nombre. Pero Francisco no acepta
la dura ley de la vida que demuestra que entre camaradas, entre amigos, entre
hermanos, se despilfarra y se derrocha el patrimonio, mientras que de padres a
hijos se hereda. Francisco no acepta su herencia. Lleno de furor comienza a
repartir las telas del negocio de su padre entre mendigos y menesterosos. Ya no
quería tener un padre, pues sabía que tarde o temprano él mismo tendría que
convertirse en padre.
Muchos años pasaron. Francisco va
al Alvernia, el monte santo. El Alvernia era un frasco de alabastro que
contiene un perfume, el perfume de la fe, que no es de ricos ni de pobres, sino
de quien va a morir a sí mismo. El Alvernia guarda el perfume de confianza de
flores que se abren sin que jamás los hombres las hayan visto. El aroma del
Alvernia es un bálsamo secreto que mana de árboles misteriosos que ungen manos,
pies y el alma de quien va a morir.
Doce días antes de la solemne
fiesta del Arcángel San Miguel, Francisco siente que una misteriosa fiebre lo
invade. Quiere experimentar en su carne y en su alma las profundas heridas del
más noble soldado que el mundo ha conocido. Quiere experimentar en su carne y
en su alma el tremendo dolor del más glorioso certamen que jamás se haya cantado
sobre la tierra. Y Francisco implora, gime, suplica, arde, hasta que aparece el
ilustre soldado. Lo envuelve la fiebre de su amor que lo hace arder como un serafín.
La misma fiebre que le dio eterna victoria. Allí está el más valiente soldado:
es un leproso.
El serafín se acerca y besa las
manos, los pies y el corazón de Francisco, dejando impresas en ellos sus llagas
eternas, las más negras, las más rojas, las más luminosas porque son las llagas
de la lepra de Dios, la lepra del hombre, la lepra de la Iglesia. ¿Puede la
venenosa herida de la muerte germinar en fiebre de vida?, ¿puede la hiel
convertirse en el vino mejor?, ¿el pecado en amor?, ¿el dolor en redención? ¿la
lepra en insignia de la gloria? En esas llagas eternas todo es posible, todo se
transfigura y se transforma, todo encuentra su razón de ser, todo se
reencuentra: la fragilidad y la fuerza, la muerte y la vida, la pasión y la victoria,
la casualidad y la gracia, la reprobación y la predestinación, la fiebre del
hombre y el ardor de Dios.
De detrás de su roca salta el
hermano León mientras Francisco se desvanece, como un fantasma de sí mismo,
icono radiante de Cristo crucificado. «¡Padre Francisco! Ya no puedo seguir llamándote hermano...»
Que Dios nos conceda morir a nosotros mismos, para llevar en nosotros las
llagas de Cristo, la eterna lepra de la Iglesia que transfigura nuestra
aventura con la vida. Bienaventurado Padre Francisco, ruega a Cristo por nosotros.
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