Hace mucho tiempo, el abad de un
gran monasterio quiso fundar otro monasterio. Envió unos cuantos monjes a
buscar en un país remoto un rincón donde construirlo, y así surgió un
monasterio muy pequeño en las entrañas de un gran país. Pocos monjes vivieron
en él. Trabajaron y envejecieron, pero el monasterio no prosperó. Todos los
esfuerzos de los monjes apenas fueron suficientes para obtener el sustento
cotidiano. No construyeron grandes edificios ni fundaron escuelas. Tampoco
escribieron libros ni custodiaron tesoros. Simplemente trabajaron la tierra con
sus manos, buscando en ella el pan de cada día. En el transcurso de varias décadas, los monjes
fueron muriendo sin dejar huella de su vida misteriosa. El último de ellos,
antes de morir quiso escribir una cartita al monasterio fundador para dar
cuenta de lo que había sucedido allí. Simplemente escribió: «Obedecimos«». Sin duda en esta única palabra estaban resumidas todas sus
biografías, la historia de su peregrinación por este mundo. Fue ése su único fruto, el que les costó la vida. Es que de los votos
que los monjes hacemos, sin duda el más difícil es el de obedecer, porque lleva
directo al corazón una espada que no sólo traspasa la carne, sino que se
adentra hasta alma.
Desde que Adán y Eva comieron el
funesto fruto de la desobediencia, el veneno de la desobediencia se regó por
toda el alma e invadió nuestra carne, de suerte que cada hombre lleva en sí
mismo una guerra civil. Hacer el bien se vuelve para nosotros algo fatigoso, a
pesar de que fuimos creados para ello. Conocemos el bien y reconocemos que
queremos hacerlo, pero un abismo de contradicciones se abre entre lo que
queremos hacer y lo que en verdad hacemos. Como dice el Apóstol: «No hago el bien que quiero, sino el mal
que no quiero, eso hago, y si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo hace
sino el pecado que habita en mí».
Todos queremos un país más honesto y justo, pero también todos alguna vez hemos
contribuido a la corrupción del país. Todos alguna vez hemos soñado que
nuestros hijos tengan la mejor educación como herencia; sin embargo, muchos de
los patrones nefastos de nuestras familias los heredamos de padres a hijos como
secretos de familia, y para eso no se necesita más cátedra que las cosas de
cada día. El criminal no nació criminal; alguna vez fue mejor, pero no pudo
mantenerse en su puesto. Todos alguna vez nos hemos propuesto ser mejores; pero
una desobediencia silenciosa una y otra vez nos convence de no continuar la
marcha hacia adelante. Nos cuesta mucho trabajo obedecer. Obedecernos a nosotros
mismos y obedecer a Dios.
Muchas veces he hecho notar que
todos los pueblos que practicaron religiones sacrificiales tuvieron algo en
común. Todos supieron que a Dios había que ofrecerle la vida. Y llevaron
ofrendas vivas que sacrificaron en sus templos. Ningún pueblo llevó a sus
templos animales muertos. Llevaron la vida y sabían que la vida grita siempre
antes de morir. De algún modo, en la resistencia de la víctima, en su rebelión
antes de morir, estaba condensado todo el drama humano: el hecho de que
obedecernos a nosotros mismos y obedecer a Dios nos cuesta la vida. Siempre hay
algo en nosotros que debe morir, algo que debe ser inmolado—atravesado por una
espada—, si queremos obedecernos y obedecer a Dios. A esto se refiere san
Agustín cuando suspira orante «muera
yo, para que viva yo».
Recuerdo que cuando era novicio leí
varios pasajes de las vidas de los Padres del desierto en los que se elogiaba y
se nos instruía acerca de la obediencia. En uno de esos relatos se contaba cómo
un monje anciano quiso probar la obediencia de un joven discípulo. Para ello le
mandó dulcemente: «Hijo, si
quieres ser perfecto has de cultivar la tierra que Dios te da. Por ello, no
teniendo semillas que darte para sembrar, te ruego que plantes mi bastón en la
arena y lo riegues cada día hasta que reverdezca y así puedas nutrirte del
fruto de la tierra». Era un
mandato muy difícil de obedecer, si consideramos que los bastones nunca
reverdecen, y que en el desierto el agua es tan escasa que uno no se puede dar
el lujo de desperdiciarla regando bastones. Bueno, el relato decía que así lo
hizo el joven monje. Obedeció y un día milagrosamente el bastón enterrado echó
un brote que luego se convirtió en una rama. De esa historia aprendí que la obediencia
es un fruto que antecede al árbol. Antes de que el bastón retoñara, ya había
producido en el joven monje la obediencia.
Algo así es el misterio que hoy
adoramos. Hoy la Virgen María y San José llevaron al templo al Niño Jesús. La
Virgen esperó cuarenta días porque la Ley de Moisés prescribía ese tiempo de
purificación a causa de la sangre que normalmente se derrama en el parto. Pero
nosotros sabemos que el parto de la Virgen fue glorioso, pues ella no vivió la
guerra civil que todos los hijos de Adán libramos cada día. Concebida sin la
mancha del pecado original, no estuvo jamás sujeta a la desobediencia que hace
de nosotros una madeja de contradicciones y que congestiona nuestras buenas
obras. Ella fue obediente consigo misma y obedientísima a Dios. Puntualmente
acogió las palabras del ángel y diligentemente se encaminó presurosa a las montañas
para ayudar a su prima santa Isabel. Nosotros muchas veces hemos sentido el
dolor de la espada que atraviesa nuestra alma abriendo una llaga entre lo que
somos y lo que queremos ser, entre el bien que queremos y el daño que hacemos casi
sin querer. Ella no fue así. La espada que atravesó su alma fue una espada de
amor obediente. Por eso su dolor fue perfecto. Jamás hubo una herida más grande
porque jamás hubo un Hijo más amado. Y nada tuvo ella de más preciado que su
amado Hijo. En efecto, María nada le negó al Señor. La Ley prescribía ofrecer
una tórtola y un cordero, pero si la mujer no tenía para ofrecer el cordero
podía ofrecer dos tórtolas o dos pichones. María no ofreció un cordero, no por
regatear a Dios la ofrenda, sino porque bien sabía que su Hijo es el verdadero
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
María, pues, no necesitaba
purificarse por otra causa que no fuera la obediencia. Quiso purificarse por
obedecer, y su perfecta obediencia era un fruto que antecedió al árbol de la
cruz. Gran misterio es éste: la Madre es fruto, es hija de su Hijo. María nació
de Cristo, el Dios que «por
nosotros se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz».
Imitemos pues los ejemplos de
María, y que ella nos enseñe a cultivar por la obediencia el árbol de la cruz que
nos libra de nuestra desobediencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario