Dominica XXVIII per annum
Hace poco hablaba a nuestros
novicios acerca del sentido de nuestro hábito monástico. En primer lugar,
nuestro hábito es una modesta ermita que sirve para el recogimiento y la
separación del mundo. Es una clausura que impide que nuestros pasos se
extravíen por caminos erróneos. Es un claustro que peregrina con nosotros a
donde quiera que vayamos. El hábito de los monjes es un don que se recibe. No
se compra en ningún negocio del mundo. Su estilo anacrónico, fuera de época,
más que a una moda nos une a los Padres que nos precedieron, nos hace hermanos
herederos de una tradición que recorre los tiempos cristianos.
El hábito es también un signo de
Cristo, en quien está oculta toda nuestra vida, pues cuando él pasó por nuestra
vida y nos vio—los últimos de sus hermanos—desnudos de su gracia, se compadeció
y nos vistió de su divinidad bendita. Cristo es nuestro vestido. Él es nuestra vida
y nuestra gloria, como dice el Apóstol: «Ustedes han muerto y su vida
está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vida de ustedes, se
manifieste, también ustedes serán manifestados con él en la gloria».
Pero hay otras razones para amar el
hábito monástico. Un monje que usa el hábito no tiene ya que preocuparse por lo
que ha de vestir. Busca más bien el Reino de Dios y su justicia. Recuerdo que
alguna vez he visto el cambio de caracol de un cangrejo ermitaño. Los
ermitaños, como es bien sabido, son cangrejos un poco particulares. Cambian de exoesqueleto
como los demás cangrejos, pero utilizan un caracol vacío para cubrir su blando vientre.
Por ello, cuando llega el tiempo en que han crecido, se vuelven muy
vulnerables, y encontrar la concha adecuada resulta cuestión de vida o muerte.
Incluso, como los ermitaños en realidad viven en colonias, muchas veces tienen
que pelear con otros cangrejos por la misma concha. Y bien, cuando finalmente
encuentra la concha que le ha de servir de ermita, el cangrejo se muda rápidamente
y recomienza la vida. Luego irá a las bodas.
Fíjate bien, normalmente cuando se
asiste a una boda hay muchos detalles que cuidar. Y entre los muchos detalles
hay que responder a la pregunta que surge implacable: «¿Qué me pongo?» Cada
invitado debe cuidar con esmero su mejor aspecto. La elegancia y la distinción
son normas naturales a la hora de elegir qué ponerse. Pero es siempre un alivio
ponerse a pensar que no podemos ir mejor vestidos, con más formalidad y pureza
que los novios. Esto es ya una ayuda para no tomarnos demasiado en serio. «El
siervo no es más que su patrón». Ahora bien, seguramente más de uno de
nosotros se esmeró mucho en elegir su ropa esta mañana. Si después de todo
descubriera que entre los presentes alguien viene vestido exactamente igual
probablemente se sentiría incómodo. En una boda real nadie querría ir vestido
igual que otro invitado. Pero lo que tienen en común los vestidos de los
invitados es que todos deben tener al humildad de no ser tan majestuosos como
el vestido de los novios. Es que el vestido de los invitados a bodas es la
humildad. Pues bien, hoy escuchamos una parábola acerca de un hombre que entró
a una boda sin llevar el vestido de bodas. Y nos espanta la severa inspección
del protocolo y la etiqueta. Al menos ha de tranquilizarnos el saber que no
tenía que ir mejor vestido que nadie. Sólo necesitaba un traje de fiesta. Igual
que el que prefirió su campo y no fue a las bodas, igual que aquel que no quiso
ir por atender sus negocios, igual que los que se echaron encima de los criados
y los mataron, el hombre que no tenía traje de bodas no tenía humildad. Su
silencio mudo era arrogancia y orgullo. La arrogancia con que se mata a los
niños en el seno materno, pequeños criados de Dios que no hacen otra
servidumbre que venir a invitarnos a las bodas de Dios. El orgullo con que se
prefiere un campo mundano sembrado de venenos. La arrogancia de negocios
insaciablemente sucios.
Por eso el Apóstol San Pablo nos
instruye acerca de la humildad con que hemos de vestirnos para las bodas de la
caridad: «Yo
sé lo que es vivir en pobreza y también lo que es tener de sobra. Estoy
acostumbrado a todo: lo mismo a comer bien que a pasar hambre; lo mismo a la abundancia
que a la escasez. Todo lo puedo unido a aquel que me da fuerza».
Así pues, sabiéndonos hijos de Dios, vistamos humildemente la infinita riqueza
de su amor.
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