In festo dedicationis
basilicæ lateranensis
En la Regla que San Benito escribió
para nosotros, sus monjes, está escrito: «Así como hay un celo de
amargura, malo, que separa de Dios y conduce al infierno, existe también un
celo bueno que aparta de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna.
Ejerciten, pues, los monjes este celo con el amor más ardiente».
En efecto, ante los ojos de los
cristianos se presentan dos caminos: uno lleva al infierno y otro al cielo. Y
el buen o mal celo marcan la diferencia. El mal celo, el celo amargo, es un
camino frío, de brillantes escarchas para alfombrar nuestros pasos y de
calladas heladas que lo queman todo. El buen celo, en cambio, es un camino
cálido y luminoso. Y por ello también es muy fatigoso: sus paisajes llenos de
flores y de frutos nos hacen sudar al recorrerlos. Es que el buen celo es el calor
del alma, es su fervor.
Ahora bien, estos dos caminos en
realidad marchan juntos, paralelos, aunque sus metas sean destinos opuestos.
Por eso se puede conversar con los que vienen en el camino de al lado, y a
veces sucede que nos cambiamos de camino sin darnos cuenta. Distraídos,
perdemos la orientación y de pronto no sabemos hacia dónde estamos yendo.
Recuerdo a un monje que en ocasión
de un largo viaje que iba a emprender, con gran amor se puso a cocer pan para
compartir con otros monjes que visitaría en una ciudad lejana. Hizo un pan
excelente, lo envolvió cuidadosamente y lo puso en su alforja. Entonces
emprendió el largo viaje. Recorrió duros caminos, lluviosos, ingratos, tristes,
hasta que finalmente llegó a su destino. Cuando se encontró con sus hermanos
monjes quiso compartir con ellos su pan; pero, al desenvolverlo, una dura masa
verde y vaporosa hizo su aparición. Del pan exquisito que había preparado sólo
quedaba el fantasma revestido de moho. Al verlo, los monjes le dijeron: «Vamos
hermano, tu pan se ha echado a perder. Ven a comer de nuestro pan, siéntate a
la mesa con nosotros». Pero el monje peregrino parecía no darse cuenta del estado
de su pan y molesto regañaba a los hermanos que no querían comer un pan tan
bueno y hecho con tanto amor.
Es curioso, a veces el amor y el
buen celo a lo largo del camino se nos transforman en odio y celo de amargura,
y ni siquiera nos damos cuenta en qué momento sucede. Lo cierto es que nosotros
seguimos llamando amor y buen celo a nuestro enojo y a nuestros celos amargos. Entonces
odiamos, sin saberlo, a nuestros seres queridos porque ellos son lo que
nosotros no hemos podido ser, como el monjecito que, habiendo atravesado
tormentas y tempestades para llevar un pan que finalmente se le echó a perder,
se enoja con sus hermanos que comen pan tierno en un refectorio cálido y
recogido, y les alega para que coman el pan enmohecido de sus fatigas de
camino. Así se acaba por odiar a los demás por no ser lo que nosotros queremos
que sean, y el colmo es que a eso lo seguimos llamando amor. Bastaría mirarnos
al espejo para darnos cuenta que en esos casos nuestro rostro no es el de
alguien que ama.
El buen celo muy fácilmente puede
convertirse en celo de amargura. Tal vez por eso a menudo las buenas obras que una
vez hacíamos con amor y dedicación, luego acabamos por hacerlas con malhumor y
pesadez. Sus caminos se parecen tanto, precisamente en que ambos son fatigosos,
ambos queman, pero sólo en uno maduran los frutos y se los puede comer.
Pues bien, el Señor Jesús nos dio
ejemplo de ello para que sigamos sus huellas. Fíjate bien, cuando echó fuera a
los negociantes del templo, no lo hizo con celo de amargura. Tanta era la
bondad con que los expulsó que sus discípulos se acordaron de lo que estaba
escrito: «El
celo de tu casa me devora». Con toda verdad un Maestro enseña que todo Cristo era
comido, devorado por el buen celo. Y como todo aquel que come transforma el
manjar en sí mismo, así el buen celo que devoraba a Cristo hizo que todas sus
obras fueran buen celo. Cristo hizo un látigo de cordeles para expulsar el celo
amargo de quienes habría de atraer con el celo bueno de sus azotes y clavos. Movido
por el buen celo, cambió los bueyes, ovejas y palomas del templo y al templo
mismo por lo mejor que tenía para ofrecer, su propio cuerpo. Él que siempre
había sido devorado por el buen celo, no dudó en darnos a comer su carne. Al
expulsar a los negociantes que apolillaban la santidad del templo, el Señor les
dio su cuerpo para que lo destruyeran, para que lo consumieran hasta la cruz.
Con toda verdad dice: «Cuando yo sea, elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia
mí».
Que es como si dijera: «Yo expulso a los negociantes del celo amargo para atraerlos al
celo bueno, que me devora, porque quien come mi carne tiene vida eterna». Pues
bien, aprendamos de Cristo el buen celo. Aprendamos a cocer el pan de nuestras
buenas obras al calor del buen celo, y no del celo amargo, pues el pan que
viene del buen celo alimenta a todos, mientras que el pan de amargura no nutre
a nadie.
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