In solemnitate omnium
sanctorum
Había una vez una bruja que hacía pócimas y hechizos
extraordinarios. Tenía recetas mágicas para lograr cualquier cosa, y sabía
hechizos que nadie más en el mundo conocía. Era tan famosa que todas las brujas
del mundo querían robarle los libros que contenían todos sus secretos. Era una
bruja perfecta. Bueno, ni tanto. Tenía un gran defecto: era muy desordenada.
Pero a ella le daba lo mismo, porque cuando necesitaba algo que no encontraba,
lanzaba un hechizo y aparecía. Su hechizo para localizar cosas perdidas era
infalible. Bueno, no tanto. Un día notó que con los años estaba perdiendo la
memoria, así que comenzó a buscar entre sus muchos recetarios un viejo libro que
contenía el conjuro para recuperar la memoria. Vagamente recordaba que el libro
tenía tapas oscuras. Como no sabía dónde lo había puesto la última vez que lo
había usado, quiso aplicar su hechizo para encontrar las cosas perdidas; pero
esta vez le falló y la bruja no lograba comprender qué había pasado, porque según
ella había aplicado el mismo conjuro de siempre.
Entonces un ratoncito que vivía con ella, y que en otro
tiempo había sido un niño, se subió a una mesa y le dijo: «Señora
Bruja, no es el hechizo lo que falló, sino
que no buscas el libro correcto». A lo que la bruja replicó: «¿El libro correcto? ¿Y cual es el libro correcto? Madre mía… ¡estoy
perdiendo la memoria!» El ratoncito entonces le propuso un trato:
«Si me conviertes otra vez en niño, te ayudaré a poner en orden todo esto y
a buscar la receta que necesitas para recuperar la memoria. Puedes hacer un
hechizo para cerrar la puerta para que no me escape mientras buscamos el libro,
pero cuando lo hayamos encontrado, me dejarás volver a la casa de mis padres». La bruja accedió, hizo el hechizo para cerrar la puerta y convirtió al
ratón de nuevo en niño.
Juntos se pusieron a ordenar todo aquel desastre. Pero, como
la bruja ya casi no tenía memoria, olvidó que precisamente estaban buscando el
libro donde estaba el conjuro para recuperar la memoria. Cuando al fin acabaron
de ordenar todo, el niño le pidió a la bruja que le abriera la puerta, pero
ella lo traicionó, fingiendo no recordar más nada, y lo volvió a convertir en
ratón.
En poco tiempo, la bruja volvió a tener su laboratorio
mágico tan desordenado que era imposible encontrar algo. Y cuando la bruja se
dio cuenta de que no encontraba lo que necesitaba, intentó otra vez lanzar el
hechizo para encontrar cosas. Pero todo fue inútil, lo había olvidado, y tampoco
tenía a la mano la receta de la pócima para acordarse de las cosas. Intentó
buscar los libros, pero aquello era un auténtico desastre.
Entonces la bruja vio pasar al ratoncito y lo llamó a
gritos. Le prometió una vez más que lo dejaría marchar como un niño normal si
le ayudaba a recoger todo aquello. Al ratoncito le pareció bien, pero le
propuso a la bruja: «Debes convertirme en niño otra vez para que
pueda ayudarte a poner orden, pero esta vez, antes de arreglar tu desorden yo
mismo voy a devolverte la memoria. Cuando encontremos el libro correcto yo
mismo voy a preparar la pócima para que recuerdes todo».
Así lo hicieron, cuando el niño halló el libro, que en
realidad era de doradas tapas, y que contenía la receta de la pócima para
recordar lo olvidado, él mismo la preparó. Pero exageró de tal modo los ingredientes que unas veces ponía demasiado y
otra veces demasiado poco. Un poco más de lágrimas, menos piedras preciosas;
más gotas de sangre, menos hojas de laureles; más tinieblas, menos tibieza… en
fin, la bruja bebió al fin la pócima de la memoria rápidamente, más bien distraída
en planear cómo volver a estafar al niño y convertirlo otra vez en ratón. Pero
conforme iba haciendo efecto la pócima, ante su memoria comenzó a desfilar una
muchedumbre de recuerdos… ¡y todos tenían un rostro! Recordó los numerosos
niños que convirtió en ratones, los príncipes que transformó en sapos para que
recibieran escobazos por doquier y alejarlos así de sus virtuosas prometidas, recordó
las enfermedades con que cubrió a los jóvenes y la miseria en que sumió a los
ancianos. Todos pasaron por su memoria atormentándola, y la bruja no hacía más
que implorar una pócima para el olvido.
Queridos hijos e hijas. Hoy la Iglesia celebra la memoria
dichosa de todos aquellos hermanos nuestros que atravesaron la gran tribulación
y la oscuridad de la vida. De todos los que triunfaron del embrujo de la muerte
y del pecado. Muchos de ellos pasaron grandes fatigas antes de obtener la
victoria. Algunos de ellos salieron heridos y cayeron muchas veces en el
combate, y hasta tuvieron que curar sus heridas y purgar sus impurezas por el
fuego. Pero una vez purificados, liberados del desorden del diablo, gozan de
gran recompensa. Para eso Dios se hizo niño. Para eso Dios se hizo hombre: para
hacernos herederos de una gran recompensa. Y aunque el diablo quiso encerrarlo
en las trampas de la muerte, nada pudo contra el que pone en paz todas las
cosas. Todos ellos triunfaron porque poseían los ingredientes de la pócima para
recordar lo olvidado: pobreza, mansedumbre, llanto, hambre y sed de justicia,
misericordia, limpieza de corazón, trabajo por la paz, persecución. Éstos son
los ingredientes que Dios puso en cada uno de sus santos, como en frascos de
especias preciosas, y los escribió en una receta luminosa, que es el Evangelio.
Ésas son las obras que Dios recuerda siempre con amor y fidelidad. Las obras
que Dios premia y que atormentan la memoria del diablo. Pongámoslas pues por
obra con la ayuda divina.
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