Dominica III Paschæ
Tomás, uno de los doce discípulos,
no estaba con ellos cuando vino el Señor. Tampoco estaba al pie de la cruz
junto a María la Madre del Señor y el discípulo que Jesús amaba. Todo lo que
supo acerca de esas tres horas, lo supo porque la Madre del Señor y el discípulo
amado se lo contaron.
La tarde en que el Señor fue
sepultado, aparecieron discípulos secretos, amigos piadosos de Jesús que, a
diferencia de Tomás, no dejaron todo para seguirlo por los pobres y fatigosos
caminos que el Evangelio emprendía. Eran discípulos más o menos bien
establecidos que esa tarde salieron de sus escondites para negociar con Pilatos
la entrega del Cuerpo muerto del Señor. Discípulos que esa tarde tenían
suficiente mirra, perfumes y mortajas para honrar y dar un sepulcro nuevo a una
muerte totalmente nueva. Fueron ellos los primeros en admirar horrorizados las
llagas del Señor. Tomás, naturalmente, no estaba con ellos esa tarde. Él
formaba parte del grupo de amigos que caminaron unos tres años con el Señor,
dejándolo todo, dispuestos a cualquier cosa por él y por su Evangelio, y que,
sin embargo, lo abandonaron en esas horas decisivas, en la hora de la cruz. Tomás
no estaba cuando Jesús fue amortajado, esa tarde en que las llagas se volvieron
la contraseña para los cristianos. Los agujeros de los clavos y la abertura del
costado eran misteriosos pasadizos secretos que él no había visto con sus
propios ojos. Y sin embargo, había creído todo sin haber visto. Creía que había
heridas de clavos y de lanza y que por tres horas la sangre del Señor fluyó a
través de ellas.
Me sorprende que Tomás haya querido
tocar esos agujeros que jamás había visto para poder creer. Es extraño lo que
Tomás pide: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi
dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré».
De por sí era ya difícil creer que
un hombre al que muchos vieron morir, ahora estuviera vivo. Y pensar que vive
con llagas abiertas, es algo todavía más difícil. Porque nosotros no podríamos propiamente
vivir con una llaga abierta. La vida se nos escaparía por ella… a través del
dolor. Viendo las llagas abiertas del que es la Vida, Tomás pudo creer, no sólo
que estaba vivo, resucitado, sino que él es verdadero Dios, pues sólo a Dios no
se le escapa la vida como a nosotros. Sólo a Dios una llaga no lo corroe. Por
eso nosotros comemos sus llagas gloriosas en su cuerpo misterioso, para sellar
las nuestras, a través de las cuales se nos va la vida. Sus llagas nutren las
nuestras de una gloria que de otro modo no conoceríamos jamás. La miseria de
nuestras heridas se sacia de la riqueza de su gloria.
Bueno, algo parecido le sucedió
también a Pedro. Los discípulos fueron a pescar con él. Y se embarcaron en una
noche en que no pescaron nada. Hasta que apareció el Señor; pero ellos no lo
reconocieron. Luego de que los instruyó sobre dónde debían pescar, echaron la
red y luego ya no podían jalarla por ser tantos los pescados. El discípulo
amado reconoció al Señor y se lo dijo a Pedro: «Es el Señor». Y
el apóstol Pedro se arrojó al agua. Mientras tanto, Jesús preparaba el
almuerzo. Tal vez Pedro y Juan recordaron aquel día en que Pedro estaba muy
angustiado por una fiebre que tenía en cama a su suegra. Y llegó Jesús, y no
había nada de desayunar, y el pobre Pedro que ni sabía calentar pan ni asar pescados. Todo lo quemaba con su ímpetu.
Entonces Jesús, que quería desayunar–como nota un poeta–, tomó de la mano a la suegra de Pedro, la
levantó, y la fiebre desapareció, y ella se puso a preparar el almuerzo como
todos los días. Y allí estaba Jesús ahora, recuerdo resucitado, como una vieja
fotografía que poco a poco nos devuelve un pasado que ya casi no reconocemos. Con
el aroma de pescado y pan, una marejada de recuerdos de las pequeñas cosas de
cada día resucitaba en la playa del corazón de Pedro, y entre la brisa de sus
olas resplandecían tres llagas majestuosas, radiantes. Eran las llagas que el
señor le mostró a Pedro. No las del cuerpo, sino las del alma. «Pedro,
¿me amas más que éstos?» «Pedro, ¿me amas?» «Pedro, ¿te caigo bien?» Y
cada pregunta era un agujero abierto, vestigios de tanto amor que faltó, y en
ellos metió el Apóstol su dedo, el dedo de su pobre «Sí, Señor, me caes bien».
Con un pobre «Tú sabes que me caes bien, tú bien sabes que te quiero», Pedro
trataba de llenar los enormes huecos que las negaciones dejaron en el alma del
Señor. «Señor,
tú lo sabes todo, sabes que no te amo más que éstos, mis hermanos, sabes que ni
yo mismo sé si te amo; pero tú lo sabes todo, y bien sabes que te quiero».
Y esas llagas del alma de Cristo
están también revestidas de gloria. Y también nos nutren. Son el comedero de la
Iglesia: «Apacienta
mis corderos»; «Pastorea mis ovejas»; «Apacienta mis ovejas»:
«Pastorea mi Iglesia en mis llagas. Porque quien se nutre de mis llagas, las
llagas de mi alma, curará con ellas las de la suya, y un día, al final, se
manifestarán gloriosas y resplandecientes como las mías en el corazón
resucitado de la Iglesia».
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