martes, 26 de mayo de 2020

"Lingua mea calamus scribæ velociter scribentis"

In anniversario sacerdotalis ordinationis R.P. Martin Rangel FSSP

En algunos de nuestros introitos se canta la palabra del Salmo: «Eructavit cor meum verbum bonum», «Brotó de mi corazón una Palabra buena». Y los Padres entendieron un gran misterio: Es el Padre quien narra con estas palabras el nacimiento inefable del Hijo en su seno. En efecto, el Hijo de Dios tiene dos nacimientos: uno eterno e inefable, del seno del Padre, y otro milagroso de María Virgen. Las palabras del Salmo «Brotó de mi corazón una Palabra buena», se refieren a ese nacimiento eterno por el que el Hijo es consustancial al Padre. El Hijo es Dios que nace de Dios, es luz engendrada de la luz del Padre, Dios verdadero nacido del corazón veraz de Dios Padre. Con toda verdad cuando el Hijo vino la mundo, al ser preguntado sobre lo bueno exclamó: «Nadie es bueno sino solo Dios», manifestando así que él era la Palabra buena igual al Padre.
El Salmo continúa diciendo: «Dico opera mea regi», «Digo mis obras al rey». Es que las obras de Dios están en su misma Palabra, que es el Hijo, pues «sin él nada llegó a ser de cuanto existe». Fíjate que lo llama rey, anunciando así la más maravillosa de sus obras, su muerte victoriosa, pues nada hay más digno de un rey que dar la vida por su pueblo.
Prosigue el Salmo: «Lingua mea calamus scribæ velociter scribentis», «Mi lengua es la pluma de un escribano que escribe velozmente». Con toda verdad explica San Agustín: «Cuando Dios pronuncia su Palabra, esa Palabra no suena y pasa; es una Palabra que una vez dicha permanece. De allí que Dios prefirió compararla con la escritura más que con los sonidos».
Y esa Palabra ha venido al mundo como esposo. En sus labios se derrama la gracia. Aquella Palabra que nace de la sinceridad del corazón de Dios, vino al mundo con palabra de gracia, con el beso de la gracia. Si hubiera venido con severidad de juez nadie habría que se salvara. Vino derramando gracia de sus labios y no exigió el pago de la antigua deuda de Adán, sino que compasivo pagó al precio de su sangre la deuda que no era suya.
Muchas veces hemos contemplado imágenes del Señor con un quirógrafo en la mano, un pequeño rollo que nos recuerda este misterio. «Él ha pagado por nosotros al eterno Padre la deuda de Adán y ha borrado con su sangre inmaculada la condena del antiguo pecado». Pero también nos recuerda que él es la Palabra irrevocable que el Padre ha escrito.
El Hijo es el escrito del Padre porque «él es imagen del Dios invisible». Pero también, como enseña el Bienaventurado Frowin de Engelberg, lo es por haber asumido un cuerpo: «Así como la voz transitoria se escribe para que lo que de por sí se escapa al escribirse pueda permanecer, así algo corruptible se puede decir que se escribe cuando pasa a ser incorruptible. Para que lo que por la corrupción era transitorio al ser escrito permanezca por la incorruptibilidad. Algo así sucedió con el cuerpo de Cristo cuando pasó de poder padecer en la carne a ser impasible por la resurrección, y sucede cuando del pan terreno de cada día se hace pan celestial en el altar».
En el canon de la Misa el sacerdote pide la bendición de Dios sobre la ofrenda para que el Padre se digne hacerla adscripta, ratificada y aceptable. Adscripto es aquello que se adhiere a lo escrito. Y así, cuando se hace el Cuerpo de Cristo en el altar por las santas palabras de la consagración, este pan, este cuerpo, verdaderamente está adscrito al misterio de la Palabra eterna de Dios escrita incorruptiblemente en nuestra carne. Cristo fue muerto verdaderamente por la inmolación de su carne, pero permanece vivo por su divinidad inmortal. Permanece verdadero Dios y verdadero hombre porque el misterio de la unión indestructible de su divinidad con nuestra humanidad es lo que el Padre ha escrito y permanece. Nada puede apartarnos de su amor. Porque «Cristo no fue primero sí y después no; en él todo se ha convertido en un sí».
El sí que pronunciamos el día de nuestra ordenación sacerdotal es apenas una sílaba, un casi nada en el que está dicho todo. Eso le basta a Dios, eso le basta a Cristo. En Getsemaní el Señor adscribió a su cáliz todos nuestros pequeños dolores, esas preocupaciones y angustias con que él mismo amó su carne. Y nosotros llevamos al altar el manípulo que representa nuestro dolor y nuestra pena, nuestras fatigas y cansancios. Pero ese dolor anudado a nuestra mano también está asociado al misterio de la gloria de Cristo. Tal vez en la gloria del cielo veremos nuestras heridas como un niño que se da cuenta que en realidad no se hecho tanto daño al caer a pesar de haber llorado tanto. Pero esa pequeñez que nos cuesta la vida es todo lo que tenemos para ofrecer. Esas fatigas y dolores son apenas unas cuantas gotitas de agua asociadas al profundo cáliz del dolor y del amor de Cristo, bañadas de su gloria.
Adscripta, asociada también al misterio de Cristo está también nuestra tenebrosa grandeza sacerdotal. Esa grandeza que hizo enloquecer al Santo Cura de Ars y afirmar: «¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo! Él mismo sólo lo entenderá en el cielo. Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra. ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios, el administrador de sus bienes».
Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con tu gloriosa resurrección. No tengas en cuentas nuestros pecados, oh Bueno, y guíanos siempre por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvanos perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.

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