domingo, 26 de julio de 2020

"Sei nato originale, non vivere da fotocopia"

Dominica XVII per annum

El Señor dijo que el reino de los cielos se parece a la red que unos pescadores echan en el mar. «Cuando se llena la red, los pescadores la llevan a la playa y se sientan a escoger los pescados; ponen los buenos en canastos y tiran los malos». Explicó también el Señor que «lo mismo sucederá al final de los tiempos. Vendrán los ángeles y separarán a los malos de los buenos». Luego le preguntó a la gente si habían entendido todo eso, y ellos le respondieron que sí. En general cuando se sabe dónde pescar hay poco que tirar; pero lo que se tira en realidad se devuelve al mar. Y los peces buenos, que quedan en los canastos de hecho mueren. Tal vez todos respondieron que sí habían entendido todo eso porque les resultaba bastante obvio que la bondad cuesta la vida.
El Señor dijo también que el reino se parece a un comerciante en perlas finas y a un tesoro escondido en un campo. Se trata de una perla y de un campo que valen todo lo que tienes, que te cuestan la vida. En el misterio de la cruz, el Señor dio prueba de ello. Él era el comerciante en perlas finas que estimó la perla más valiosa nuestro corazón. Y por ella derramó las perlas de sus sudores, lágrimas y fatigas, las joyas preciosas de su sangre. Él se despojó y descendió a la tierra de nuestra humanidad. Su corazón fue entonces el tesoro de gracia que él escondió en nuestra tierra. Y compró ese campo al precio de su sangre. Con toda verdad afirma el Apóstol: «Pero nosotros llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se manifieste que este poder procede de Dios y no de nosotros».
Lo que aún me inquieta es esa distinción tremenda entre los peces buenos y los malos. Nuestro corazón muchas veces se sabe dividido. Y además de esas fracturas todos conocemos muchas de las grietas que duelen en nuestra humanidad. Hace poco leí una frase del venerable Carlo Acutis, un joven particularmente entregado al amor de Dios. Decía que «todos nacemos como originales, pero algunos terminan como fotocopias». Al leerla me preguntaba si esta distinción es justa. De por sí es ya complicado anudar los cabos sueltos de nuestra humanidad. ¿Qué necesidad habría de hacer nuevas distinciones?
Pensando un poco en estas cosas recordé un viejo cuento chino. Se trata de un hombre que amaba tanto a los dragones que su casa estaba bellamente decorada con motivos alusivos a ellos. Desde las tazas en que bebía el té hasta las cornisas del techo de su casa, los grifos de agua y la cabecera de su lecho, todo representaba magníficos dragones. Sucedió entonces que un buen día, un dragón que surcaba los cielos al notar la curiosa casa llena de representaciones de dragones sintió que sería muy bien recibido allí por gente que amaba tanto a los dragones. Descendió y se posó en el pórtico de la casa, retozando en el jardín. Se asomó entonces por una ventana y aquel hombre al verlo se llenó de tanto terror que corrió a esconderse y a buscar un arco para dar muerte al dragón en el caso que quisiera entrar en su mansión.
Queridas amigas, queridos amigos. A veces nuestro amor es un amor de retrato, de pintura, de fotocopia. Pero no amamos lo que de veras vale. Al final cuando seremos juzgados dignos del reino nuestro corazón será pesado y su peso es ya el amor. Entonces nuestro amor verdadero o de fotocopia hará la distinción. Ahora el Señor nos ha enseñado a dar la vida entera por el amor verdadero. Y nada falso cabe en ese amor. Él espera también que nosotros le amemos de verdad y que el amor a él sea la perla más valiosa, el tesoro escondido por el cual gastemos nuestra vida entera.

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