domingo, 8 de diciembre de 2024

«Et venit in omnem regionem circa Iordanem»

Dominica II adventus

 

Hormiguero gigantesco

El hormiguero crecía más y más. Todas las hormiguitas, implacables trabajadoras, se empeñaban en crear un vacío cada vez más profundo en la tierra, y al mismo tiempo no paraban en su intento de llenarlo. El vacío lo abrían trabajando. Y cuanto más trabajaban, el vacío se hacía más grande. Y cuanto más trabajaban parecían estar menos cerca de llenarlo.

Eran una gran familia de hormigas ausentes. En las fotos familiares nunca estaban todas juntas. Siempre había alguien que había salido del hormiguero para ir a recortar pedacitos de hojas, cargar granos secos, o acarrear terroncitos de azúcar. A veces ni siquiera salían del hormiguero, pero estaban muy ocupadas removiendo enormes granos de tierra como de dos o tres milímetros. ¡Qué fuerte!

Pensaban que si no movían adecuadamente cada grano de arenisca o de tierra, el mundo podría venírseles encima. Y en parte tenían razón. Para colmo, el hormiguero tenía dos grandes enemigos. Un par de monstruos negros que frenéticamente aplastaban todo desde lo alto. Saltaban y corrían a toda prisa, sin pararse a pensar que el hormiguero estaba hecho de vacío. Y que cada salto, cada tropiezo de los monstruos negros significaba por lo menos una gran avalancha dentro del hormiguero. ¡Un desastre!

Una noche de luna llena, las hormigas salieron, como siempre, en busca de trabajo, para llenar el vacío del hormiguero. A buena hora afilaron sus dientes, calentaron sus brazos, despejaron sus antenitas y salieron dispuestas a recortar con la esperanza de que cada corte de hoja fuera lo suficientemente grande como para llenar un buen hueco del hormiguero. Y así, cada una, como si fueran niñas y niños en una escuela, recortaban hojas, tratando de calcular cuánto necesitaban para lograr la figura perfecta, capaz de llenar el vacío del hormiguero. Nunca era suficiente, pero tal vez por eso la labor les apasionaba. Esa noche otras de las hormiguitas encontraron una bolsa de palomitas de maíz, medio vacía y medio llena. Da lo mismo cómo lo diga, porque de todos modos el hormiguero también estaba medio lleno de vacío. Las más fuertes arrasaron con los granos sin reventar. Eran pesados y mucho más grandes que cualquier grano de arenisca. Seguro con éstos sí llenarían el vacío del hormiguero. Otras prefirieron acarrear las palomitas. Eran mucho más grandes, pesaban menos, sólo que se sentían un poco huecas, como... vacías. Algunas estaban salpicadas de salsa o mantequilla, y eso las hacía un poquito más densas. En fin, esa noche todas las hormigas cargaron con algo. En la fila del camino se empujaban unas a otras. No se hablaban, pero los movimientos de sus antenas hacían ademanes enérgicos como diciendo: «¡Quítate de aquí, me estorbas!» «¡Eres una inútil!» «¿No puedes cargar nada grande?»

Fue esa noche de luna llena, cuando una de las más pequeñas hormigas, una de las más hogareñas, que se había quedado en casa melancólica, cerca de la entrada del hormiguero descubrió algo que brillaba entre el polvo. Al inicio pensó que se trataba de un pedazo de luna, caído quién sabe por qué en el hormiguero. Luego se dio cuenta que en realidad no era tanto, o bueno sí, era un pedazo de cristal que reflejaba la luz de la luna. Entonces comenzó a limpiarlo con cuidado, a pulirlo lentamente en una noche vacía. No sabemos cuántas horas pasaron pero nuestra pequeña hormiga al final había logrado algo maravilloso. Había pulido el cristal y había sacado de él una gran lente. Ahora todo se veía enorme, grandioso. Y entonces, el vacío del hormiguero parecía un abismo. Los huecos que dejaban las ausencias, se veían enormes. Mientras que los granos, los recortes de hojas, ya no parecían tan grandes como para pensar que pudieran llenar el vacío. Desde esa noche, las hormigas se dieron cuenta que el hueco que dejaba su ausencia nadie lo podía llenar. Y cada una comenzó a ver la verdadera grandeza de las otras.

Lo mejor vino al amanecer. Como la lente que había pulido la pequeña hormiguita estaba en la entrada del hormiguero. Los dos monstruos negros aparecieron saltando como cada mañana. Sólo que esta vez se detuvieron antes de derrumbar nada. Las hormigas vieron por debajo de la lente que lo que había encima de los dos monstruos negros era algo mucho peor de lo que habían imaginado. Encima de los monstruos negros que pisoteaban todo, estaba algo más grande: una niña que ahora las observaba cuidadosamente. Los monstruos eran los zapatos de la niña que a través de la lente, ahora las veía a todas. Cansadas por el largo frenesí de la noche, temerosas de ser aplastadas, de que su pequeño mundo se derrumbara otra vez, y aplastara el vacío que con tanto trabajo habían creado y con tanto trabajo se esforzaban en llenar. A la pequeña le pareció maravilloso el mundo de las hormigas. Era un universo en miniatura. Afortunadamente las hormigas, en su locura por llenar el vacío habían aprendido a sacar de él creatividad, laboriosidad, organización y sobre todo una cierta sabiduría.

Queridas amigas, queridas amigos: Cuando vino la palabra de Dios en el desierto sobre Juan, hijo de Zacarías, lo hizo recorrer toda la comarca del Jordán. Fíjate bien, la comarca del Jordán, es una región de nuestro corazón, pues Jordan significa descenso. Y allí, en la hondura de todos nuestros vacíos, llenados con los fantasmas de nuestros apegos, pisoteados por los monstruos de nuestro enojo, nuestros miedos y nuestra ambición, allí el espíritu de Dios ha descendido. Al descender a nuestra pequeñez, nos ha mostrado cómo Dios nos ve. Y hemos comprendido que, como somos grandes a sus ojos, nuestra lejanía es siempre para Dios un gran vacío. Por eso Juan anuncia lo que Isaías había visto de lejos: «Todo valle será rellenado, toda montaña y colina, rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados y todos los hombres verán la salvación de Dios». Porque Dios, al hacerse cercano nos ha engrandecido y nos ha permitido ver su salvación. No sólo en nosotros mismos, sin también en el hermano, en la hermana que trabaja junto a mí, en el prójimo que igual que todos, lucha cada día por llenar sus vacíos. Dios ha llenado nuestros ojos con su salvación. Porque el vacío no existe, nunca ha existido. Lo que existe es el deseo de conquistar a Dios y ser amados por él.  Escuchemos pues la voz que clama y clamará por siempre para sacarnos de la vacuidad del pecado y de la muerte y llevarnos a la belleza de su amor.

domingo, 1 de diciembre de 2024

«Et tunc videbunt Filium hominis venientem in nube cum potestate et gloria magna»

Dominica I adventus

 

Todos sabemos que el conejito Totopo es uno de los más notables superhéroes. Invencible gracias a sus súperpoderes, inigualable gracias a su inteligencia y astucia, insuperable gracias a su capa mágica. Pero no siempre fue así. Alguna vez cuando el pequeño conejito era apenas un gazapo, tenía miedo de la oscuridad. Había notado que la oscuridad era lo más peligroso del mundo. Si caminas en la oscuridad puedes chocar con las cosas, resbalarte y caer. Si se iba la luz y estabas cenando, posiblemente alguien tomaría por error tu taza de atole caliente de zanahoria. La llegada de la oscuridad era el momento de la despedida de las visitas. Con la oscuridad acababan los juegos, había que lavarse los dientes e ir a la cama. Le llamaba la atención a Totopo que la oscuridad nunca estaba en la escuela. La escuela era luminosa y bonita, y en las canchas donde todo era patada y pasión, la oscuridad nunca se acercaba. Al menos eso le parecía a él. En las noches, Totopo no podía dormir. La oscuridad le daba miedo. Un raro escalofrío recorría su cuerpo y sus patitas afelpadas comenzaban a patear nerviosamente. Entonces se deslizaba, bajaba de la cama y corría a acurrucarse en la cama con sus papás, como si la tiniebla lo viniera persiguiendo.

En una noche oscura, en que el viento aullaba terriblemente, la luna resplandecía y parpadeaban las estrellas, esa noche Totopo no podía dormir. Estaba cansado porque había pasado todo el día estudiando y jugando en la escuela de superhéroes. Su mamá se sentó junto a la cabecera de su cama y le contó un cuento muy bonito que pronto lo hizo dormir. Mamá apagó la luz, dejando en la frente de Totopo un tierno besito bien cargado de amor. De repente, Totopo se despertó sobresaltado. Abrió sus ojitos y no vio a mamá por ningún lado. Sintió que la oscuridad lo estaba devorando y lo peor era que su mamá ni se daría cuenta. ¡Era a veces tan despistada! Quiso salir volando de su habitación, pero recordó que su capa mágica, con la que estaba aprendiendo a volar, se había quedado colgada en el armario y se sintió paralizado, incapaz de correr de su cama al armario y tomar de allí todo lo necesario para emprender la fuga. Tenía mucho miedo. De pronto le pareció que un ruido extraño se revolvía dentro del armario. Sintió más miedo. Y de repente, el armario se abrió. Salió volando su capa como si fuera un fantasma y se acercó a él. Para su sorpresa la capa comenzó a hablarle. «Totopo, ¿cómo estás? He tomado tu capa prestada para que pudieras verme». «¿Quién eres?, ¿de dónde me conoces?», respondió Totopo con voz entrecortada, «¿vienes del más allá?». Pero la voz que salía de debajo de la capa le respondió: «No, Totopo, soy la oscuridad. Lo que pasa es que últimamente me he sentido como muy... apagada». «Sí, así te ves», contestó Totopo, «¿puedo ayudarte en algo?». «Verás», respondió la capa, «muchos niños como tú tienen miedo de mí. Dicen que soy fea y que no quieren dormir conmigo. Que yo solo les arruino sus juegos y los obligo a ir temprano a la cama. Por eso me siento como muy como... ensombrecida. Quisiera que los pequeños entendieran que conmigo se puede hacer muchas cosas bellas. Se puede descansar a gusto, mirar la luna y las estrellas en el cielo, o ver brillar a las luciérnagas. Se puede contar cuentos y cantar canciones. Cuando el día termina, conmigo se puede pensar y recordar todas las cosas buenas que pasaron. Y sobre todo, conmigo se puede soñar con lo mejor que todavía está por suceder».

Queridas hijas, queridos hijos, el evangelio nos advierte que «Habrá señales prodigiosas en el sol, en la luna y en las estrellas. En la tierra las naciones se llenarán de angustia y de miedo por el estruendo de las olas del mar; la gente se morirá de terror y de angustiosa espera porque las cosas que vendrán sobre el mundo, pues hasta las estrellas se bambolearán. Entonces verán venir al hijo del hombre en una nube con gran poder y majestad». 

Sin embargo, no es esa oscuridad la que hay que temer. Más bien hay que temer la oscuridad de los vicios, de la embriaguez, de las preocupaciones que entorpecen nuestra mente. Hemos de darnos prisa mientras tenemos la luz de la vida para que no nos sorprendan esas tinieblas de la noche y de la duda del alma. Dios sabe que ahora no podemos soportar la claridad de su luz. Por eso reviste con la nube del perdón al alma que se le acerca escondida en la vergüenza de su miserable tiniebla.  Como sabio médico, mira la desnudez del alma, y la cubre de secreto. Esa nube de perdón en lo secreto nos cubre ahora, que somos incapaces de soportar la belleza y la majestad de su luz. Un día vendrá, en las nubes del cielo, con gran poder y majestad. Que nos despojemos de los vestidos de las tinieblas y nos revistamos de la nube de su perdón, perfumados con el aroma de la plegaria incesante, para que cuando venga de nuevo, no tengamos que esconder avergonzados nuestros corazones en la tenebrosa desnudez de la muerte eterna, sino que podamos permanecer de pie ante el Hijo del hombre.

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