Dominica II adventus
El hormiguero crecía más y más. Todas las hormiguitas, implacables trabajadoras, se empeñaban en crear un vacío cada vez más profundo en la tierra, y al mismo tiempo no paraban en su intento de llenarlo. El vacío lo abrían trabajando. Y cuanto más trabajaban, el vacío se hacía más grande. Y cuanto más trabajaban parecían estar menos cerca de llenarlo.
Eran una gran familia de hormigas ausentes. En las fotos familiares nunca estaban todas juntas. Siempre había alguien que había salido del hormiguero para ir a recortar pedacitos de hojas, cargar granos secos, o acarrear terroncitos de azúcar. A veces ni siquiera salían del hormiguero, pero estaban muy ocupadas removiendo enormes granos de tierra como de dos o tres milímetros. ¡Qué fuerte!
Pensaban que si no movían adecuadamente cada grano de arenisca o de tierra, el mundo podría venírseles encima. Y en parte tenían razón. Para colmo, el hormiguero tenía dos grandes enemigos. Un par de monstruos negros que frenéticamente aplastaban todo desde lo alto. Saltaban y corrían a toda prisa, sin pararse a pensar que el hormiguero estaba hecho de vacío. Y que cada salto, cada tropiezo de los monstruos negros significaba por lo menos una gran avalancha dentro del hormiguero. ¡Un desastre!
Una noche de luna llena, las hormigas salieron, como siempre, en busca de trabajo, para llenar el vacío del hormiguero. A buena hora afilaron sus dientes, calentaron sus brazos, despejaron sus antenitas y salieron dispuestas a recortar con la esperanza de que cada corte de hoja fuera lo suficientemente grande como para llenar un buen hueco del hormiguero. Y así, cada una, como si fueran niñas y niños en una escuela, recortaban hojas, tratando de calcular cuánto necesitaban para lograr la figura perfecta, capaz de llenar el vacío del hormiguero. Nunca era suficiente, pero tal vez por eso la labor les apasionaba. Esa noche otras de las hormiguitas encontraron una bolsa de palomitas de maíz, medio vacía y medio llena. Da lo mismo cómo lo diga, porque de todos modos el hormiguero también estaba medio lleno de vacío. Las más fuertes arrasaron con los granos sin reventar. Eran pesados y mucho más grandes que cualquier grano de arenisca. Seguro con éstos sí llenarían el vacío del hormiguero. Otras prefirieron acarrear las palomitas. Eran mucho más grandes, pesaban menos, sólo que se sentían un poco huecas, como... vacías. Algunas estaban salpicadas de salsa o mantequilla, y eso las hacía un poquito más densas. En fin, esa noche todas las hormigas cargaron con algo. En la fila del camino se empujaban unas a otras. No se hablaban, pero los movimientos de sus antenas hacían ademanes enérgicos como diciendo: «¡Quítate de aquí, me estorbas!» «¡Eres una inútil!» «¿No puedes cargar nada grande?»
Fue esa noche de luna llena, cuando una de las más pequeñas hormigas, una de las más hogareñas, que se había quedado en casa melancólica, cerca de la entrada del hormiguero descubrió algo que brillaba entre el polvo. Al inicio pensó que se trataba de un pedazo de luna, caído quién sabe por qué en el hormiguero. Luego se dio cuenta que en realidad no era tanto, o bueno sí, era un pedazo de cristal que reflejaba la luz de la luna. Entonces comenzó a limpiarlo con cuidado, a pulirlo lentamente en una noche vacía. No sabemos cuántas horas pasaron pero nuestra pequeña hormiga al final había logrado algo maravilloso. Había pulido el cristal y había sacado de él una gran lente. Ahora todo se veía enorme, grandioso. Y entonces, el vacío del hormiguero parecía un abismo. Los huecos que dejaban las ausencias, se veían enormes. Mientras que los granos, los recortes de hojas, ya no parecían tan grandes como para pensar que pudieran llenar el vacío. Desde esa noche, las hormigas se dieron cuenta que el hueco que dejaba su ausencia nadie lo podía llenar. Y cada una comenzó a ver la verdadera grandeza de las otras.
Lo mejor vino al amanecer. Como la lente que había pulido la pequeña hormiguita estaba en la entrada del hormiguero. Los dos monstruos negros aparecieron saltando como cada mañana. Sólo que esta vez se detuvieron antes de derrumbar nada. Las hormigas vieron por debajo de la lente que lo que había encima de los dos monstruos negros era algo mucho peor de lo que habían imaginado. Encima de los monstruos negros que pisoteaban todo, estaba algo más grande: una niña que ahora las observaba cuidadosamente. Los monstruos eran los zapatos de la niña que a través de la lente, ahora las veía a todas. Cansadas por el largo frenesí de la noche, temerosas de ser aplastadas, de que su pequeño mundo se derrumbara otra vez, y aplastara el vacío que con tanto trabajo habían creado y con tanto trabajo se esforzaban en llenar. A la pequeña le pareció maravilloso el mundo de las hormigas. Era un universo en miniatura. Afortunadamente las hormigas, en su locura por llenar el vacío habían aprendido a sacar de él creatividad, laboriosidad, organización y sobre todo una cierta sabiduría.
Queridas amigas, queridas amigos: Cuando vino la palabra de Dios en el desierto sobre Juan, hijo de Zacarías, lo hizo recorrer toda la comarca del Jordán. Fíjate bien, la comarca del Jordán, es una región de nuestro corazón, pues Jordan significa descenso. Y allí, en la hondura de todos nuestros vacíos, llenados con los fantasmas de nuestros apegos, pisoteados por los monstruos de nuestro enojo, nuestros miedos y nuestra ambición, allí el espíritu de Dios ha descendido. Al descender a nuestra pequeñez, nos ha mostrado cómo Dios nos ve. Y hemos comprendido que, como somos grandes a sus ojos, nuestra lejanía es siempre para Dios un gran vacío. Por eso Juan anuncia lo que Isaías había visto de lejos: «Todo valle será rellenado, toda montaña y colina, rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados y todos los hombres verán la salvación de Dios». Porque Dios, al hacerse cercano nos ha engrandecido y nos ha permitido ver su salvación. No sólo en nosotros mismos, sin también en el hermano, en la hermana que trabaja junto a mí, en el prójimo que igual que todos, lucha cada día por llenar sus vacíos. Dios ha llenado nuestros ojos con su salvación. Porque el vacío no existe, nunca ha existido. Lo que existe es el deseo de conquistar a Dios y ser amados por él. Escuchemos pues la voz que clama y clamará por siempre para sacarnos de la vacuidad del pecado y de la muerte y llevarnos a la belleza de su amor.