domingo, 20 de julio de 2025

«Domine, non est tibi curæ quod soror mea reliquit me solam ministrare? Dic ergo illi, ut me adiuvet»

Dominica XVI per annum

 

Cuando escucho este pasaje del evangelio, la visita de Jesús al hogar de dos hermanas, Marta y María, no puedo evitar recordar una historieta que contaba un célebre maestro. En una casa como cualquier otra, había un perro como en cualquier otra. También había un gato, como en cualquier otra, y un ratón como en cualquier otra. Sucedía que el ratón vivía en paz. El perro era viejo e inofensivo, pero mantenía alejado al gato. Y al ratoncito de algún modo le había tomado ya la medida al gato. Así, cuando el perro ladraba, nuestro pequeño ratoncito podía entrar cómodamente en la cocina, roer alguna galleta, degustar un buen queso, pellizcar algo de salami, o simplemente mordizquear algún brownie abandonado. Y bueno, cuando el gato maullaba, el ratoncito se envolvía en su cama para no oírlo y seguir durmiendo. La vida de nuestro ratón era bastante segura, hasta que una tarde, oyó los ladridos del perro. Saltó de su cama, todavía bostezando y estirándose y se dispuso a ir a la despensa en la cocina. Apenas estaba escogiendo el quesito de su almuerzo, cuando las manos peludas del gato lo atraparon. Confundido, no entendía lo que había pasado. Estaba seguro de haber escuchado al perro. Y salió de dudas cuando escuchó al gato ladrar. «No es justo, dijo el ratoncito, estoy seguro de haber escuchado al perro». Pero el gato replicó: «Mira, como va el mundo, si uno no habla al menos dos idiomas, se muere de hambre». En efecto el evangelio nos enseña dos idiomas que es necesario hablar: el lenguaje de las cosas de cada día, de esas muchas cosas que nos inquietan, y el lenguaje del amor. Si uno no habla estos dos idiomas, se arriesga a morir de hambre. Ya sea por las cosas temporales, ya sea por el hambre del espíritu. Sin el lenguaje del amor, algo en nosotros, en nuestra vida familiar, en la comunidad, se muere de hambre.

Ahora, fíjate bien. Tampoco podemos despreciar los servicios y cuidados de Marta. Tal vez sin ellos el Señor ni siquiera se habría detenido en esa casa. No lo sé. Si te invitan a platicar lo primero que te preguntas es si no te hará daño platicar así. ¿Así como? Pues así, sin pan ni café. Sin los detallitos de Marta, tal vez la mejor parte de María pierde una poco su chistecito.

Además, no se necesita ser demasiado sutil para darse cuenta que su queja ante el Señor va cargada de enojo. Marta está incómoda porque de algún modo ha perdido a su hermana y se siente sola. La diligente y mandona Marta prefiere que Jesús se quede solo que seguir sintiéndose sola con todo el quehacer: «Señor, ¿no te has dado cuenta de que mi hermana me ha dejado sola con todo el quehacer? Dile que me ayude». O sea, sí suena un poquito como «En esta casa mando yo, y yo decido quién se queda solo y quién no, pero tú dile».

Esta reacción ante la pérdida me recuerda otra historia que se parece a todas las historias de nuestras pérdidas. Hubo una vez un hada, que vino al mundo bajo la luz de una estrella. Y como suele suceder con muchas hadas, hacía magia con la luz de la estrella. Pedía deseos, concedía sueños, llenaba de ilusiones a muchos gracias a la luz de la estrella. Sólo que una noche, un gran cometa surcó el cielo, y el hada pidió al cometa que la llevara hasta su estrella. Y así sucedió. Pero cuando el hada llegó a su estrella, descubrió lo que jamás habría pensado. Hacía tiempo que la estrella se había apagado, no había luz en ella. Pero, como sucede con muchas estrellas, la luz que un día había brillado en ella seguía viajando, iluminando sueños y coloreando deseos a pesar de que la estrella ya no tenía luz. El hada se sintió profundamente decepcionada. Y sintió mucho enojo contra su estrella: «¿Me has tenido todo este tiempo, pidiéndote deseos, sin que me escuches, hablando sola como una loca?» Volvió a la tierra arrastrada por la cola del cometa, decidida a no volver a confiar más en las estrellas. Dejó de volar de noche, de iluminar sueños, de soñar deseos, de desear vuelos. Y comenzó a vagar a plena luz del día. Una mañana calurosa llegó a un encinar, pisando enojada la hojarasca. Sí, era un encinar como aquel bajo cuya sombra Abraham acogió e hizo descansar misteriosamente a tres hombres. Solo que en el encinar de nuestra hada cada encino era un esqueleto desnudo de hojas, una radiografía creada por el exceso de luz. El sol era tan radiante y fuerte en esa época del año que todas las hojas de los encinos se marchitaban y caían. El hada se sentó en la desnuda rama el encino y allí, en el árbol de las pérdidas y de la hospitalidad, descubrió que una orquídea comenzaba a florecer. Sorprendida, el hada le preguntó: «¿Cómo puedes florecer bajo un sol tan inclemente, con el aire tan reseco, sin hojas que te protejan?» Pero la orquídea le explicó: «Mira, las orquídeas de mi especie somos recibidas en los brazos de estos árboles cuando la lluvia y el buen tiempo los tienen llenos de follaje. Las verdes hojas de los encinos nos protegen cuando somos apenas unas plántulas. Entonces crecemos y nos hacemos fuertes. Luego vienen los tiempos difíciles, la inclemencia del sol de primavera, la lluvia se marcha y el encino lo pierde todo, menos la hospitalidad con que nos recibió. Es entonces cuando también nosotras, las orquídeas, sentimos la cercanía de nuestro fin, y cuando sentimos que ha llegado el momento de morir, florecemos, como agradecimiento al encinar que nos acogió y nos permitió vivir.

Muchas veces en nuestra vida las cosas cambian. En la historia de Marta y de María, María escogió la mejor parte, mientras Marta se quedaba sola con todo el quehacer. La tentación de Marta era la de estar enojada con María por haberla dejado sola. Su camino espiritual en adelante será el de aprender a amar a una María que ya no está con ella, sino que está sentada a los pies de Jesús. Y tendrá que caminar del enojo a la gratitud.

Fíjate bien. Un hombre anciano tenía un burro y un caballo. Con ellos ejercía todas sus labores, aún las más difíciles y luego de una larga rutina de trabajo volvía a casa con ellos. Sólo que al regreso solía colocar en cada uno un cántaro lleno de agua fresca. El cántaro del caballo era perfecto y también el caballo lo era. El del asno era un cántaro mal hecho y agrietado. Un día sucedió que el caballo se sintió enojado porque se daba cuenta que el burro perdía en el camino casi la mitad del agua del cántaro, porque en el camino iba rebuznando de alegría por regresar a casa, brincado entre las piedras, y además su cántaro tenía una grieta. En cambio él, el caballo, era firme, serio y seguro. No derramaba ni una gota y su cántaro siempre llegaba lleno. Así que el caballo se quejó con su amo. No era justo permitirle tanto al burro. Merecía un castigo. Pero el amo replicó: «Pero, has visto ¿cuántas flores nos muestran el camino de regreso a casa? Pues si el burro no regara el agua, tampoco tendríamos flores».

domingo, 13 de julio de 2025

«Et appropians alligavit vulnera eius infundens oleum et vinum»

Dominica  XV per annum

 

Todo comenzó una mañana en un paseo por el bosque. El niño descubrió un hermoso loro de plumaje azul entre las ramas de un árbol y deseó llevarlo a casa. Mamá le explicó que era imposible. No podrían atraparlo y seguramente ese loro tendría una familia que lo extrañaría. El pequeño comenzó entonces a sentir que algo se derrumbaba dentro de su cabeza y el verdor del bosque comenzaba a fluir dentro de él. «¡Pero yo lo quiero!», alcanzó a gritar antes de ponerse rojo, fruncir los labios y comenzar a llorar.

Entonces un pequeño changuito vino a verlo, comiendo despreocupado su banana. Entre lágrimas, el niño lo distinguió borroso, colgado de su cola. «¿Qué pasa, amigo?» Entre sollozos y tembloroso de rabia el niño le explicó lo del loro de plumas azules, y concluyó con un enfático: «Pero yo lo quiero». El changuito trató de calmarlo, «Mira, los loros vuelan muy alto, seguro si estás atento al cielo lo verás de nuevo». Pero el pequeño seguía enojado. Entonces el changuito le dijo: «Ok, mira pues, cuando yo estoy enojado, hago algunos ejercicios de respiración y muy pronto logró calmarme». El changuito se colgó de la cola, y así de cabeza, cruzó las piernas, cerró los ojos y comenzó a recitar como en secreto: «Estoy en armonía con todo lo que me rodea, incluso con este niño berrinchudo, inhalo: exhalo; inhalo: exhalo; inhalo: exhalo». Pero el niño seguía furioso y ahora se sentía ofendido por haber sido llamado berrinchudo. Así que lo interrumpió diciendo: «Pero sigo sintiéndome mal». El changuito entonces propuso otra solución: «Está bien optemos por una técnica más científica. Vamos a contar hasta diez». Y comenzaron: «uno, dos, tres, cuatro, cinco, y siete, espera te saltaste el seis». Y el niño seguía furioso al recordar que no sabía contar bien, y los muchos disgustos que le hacía pasar su maestra de matemáticas. Buscaron una solución más movida, brincaron, bailaron, cantaron canciones de despecho de una conocida poetisa urbana, llamada Francisquita. Y nada. El pequeño seguía sintiéndose enojado. Hicieron la dinámica del peluche y de la carta, la del frasco vacío, la de la hamburguesa y nada, el enojo seguía allí. Ya era tarde y se acostaron en la hierba, el niño y el changuito, pensando cómo podían vencer juntos el enojo del niño. Hasta que se quedaron dormidos los tres, el niño, el changuito y el enojo.

Queridas amigas, queridos amigos, un doctor de la ley pone a prueba la fuerza del evangelio con una pregunta intensa, incisiva: «¿Y quién es mi prójimo?» El Señor lo explica con la fuerza de una parábola, la del buen samaritano y lo conduce a dar él mismo la respuesta: «¿Cuál de estos tres—el sacerdote, el levita o el samaritano—te parece que se portó como prójimo del hombre que fue asaltado por los ladrones?»

En la lógica del doctor de la ley el que se portó como prójimo es el que tuvo compasión de aquel hombre. Y Jesús acepta su respuesta con un desafío: «Anda y haz tú lo mismo». Pero esto no es absoluto. Es verdad que los Padres de la Iglesia y numerosos Maestros vieron en el hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó una figura de Adán, que descendió del paraíso, ciudad de paz, a la ciudad terrena, al mundo asediado por tentaciones y pruebas. Y bueno, Cristo, el buen samaritano no pasó de largo, dejando al ser humano solo con sus heridas, asaltado y medio muerto. Sino que se detuvo, ungió y vendó las heridas, y condujo al hombre caído al albergue de su Iglesia para que en ella fuera cuidado mientras él vuelve. Pero también es cierto que otros Maestros encontraron en la parábola que el prójimo es Cristo que se ha hecho próximo a nosotros en su abajamiento. Él es el hombre que cayó en mano de los bandidos, que fue abandonado medio muerto, que fue desatendido por el sacerdote y el levita. Él era el prójimo. El hambriento que nadie alimentó, el forastero que nadie acogió, el enfermo que nadie visitó, el encarcelado que nadie fue a ver, el amor que nadie correspondió, el pequeño que nadie quiso ver.

Es que ser prójimo implica estar de ambos lados, compartir con el otro, para bien o para mal, un mundo común heredado, el aire común, la tierra que a todos recibe. Y lo que te pasa a ti puede pasarme a mí. Tanto, el mundo es el mismo. El mismo pecado, la misma prueba, el mismo dolor, la misma herida, la misma ansiedad que te agobia puede sucederme a mí.

Fíjate bien, todos al nacer lo primero que hicimos fue llorar, y desde pequeños sentimos angustia, enojo, malestar. Y no sabíamos qué hacer con eso. Hay algo grandioso, maravilloso, en que alguien, nuestra madre, nuestros padres, nos reciban nuestro llanto, nuestro enojo, nuestra frustración o nuestro miedo. Y todos esos esos sentimientos insoportables con los que no sabemos qué hacer.

En la parábola evangélica, el hombre medio muerto, herido por el asalto de los ladrones, no parece tener emociones ni sentimientos. Nada se nos dice en el evangelio sobre sus reacciones. No lo vemos enojado, triste o en una crisis de pánico o de ansiedad. Tampoco agradecido por haber sido auxiliado. Recuerdo que alguna vez un sacerdote nos comentó que, yendo de camino en carretera, un perrito fue atropellado por un vehículo. Detuvo su coche para tratar de ayudarlo, pero el perrito lo mordió. Sorprendido de esa ingratitud se preguntaba por qué. La respuesta era obvia. Lo mordió porque estaba herido. Muchas veces nuestro prójimo está enojado precisamente porque está herido. Y nuestra tarea fundamental ciertamente no es tener una solución para todo. Eso probablemente no está en nuestras manos. Tal vez ser prójimo no sea otra cosa que estar dispuestos a recibir los unos de los otros el peso de aquellas emociones insoportables con las que no sabemos qué hacer, en un mundo común, heredado, caído.


El evangelio dice que el samaritano que iba de viaje, «al verlo, se compadeció de él, se le acercó, ungió sus heridas con aceite y vino y se las vendó». Pero recuerdo a un Maestro estudioso de las Escrituras que solía señalar que el texto griego dice más bien: «Habiendo bajado, ató sus heridas vertiendo aceite y vino». El Maestro señalaba como curioso el orden. Normalmente nosotros curamos una herida poniendo alcohol y luego alguna pomada o ungüento, y luego vendamos. El orden aquí parece desordenado: venda las heridas y luego coloca aceite y vino. Tarea absurda para un médico como Lucas, a quien Pablo llama «médico amado». Pero tal vez así son las cosas espirituales. Tal vez en las cosas del alma la herida se venda antes de ungirla y desinfectarla. A lo mejor en las cosas espirituales haya primero que vendar la herida para no verla más que al prójimo doliente detrás de ella.