domingo, 1 de julio de 2007

"Vulpes foveas habent, et volucres cæli nidos, Filius autem hominis non habet, ubi caput reclinet"


Dominica XII per annum

El Señor Jesús, Verbo de Dios encarnado, pasó su vida terrena haciendo el bien. Él no cometió pecado; ni hubo nada en él que mereciera la muerte. El que es engendrado eternamente en el seno del Padre en una concepción purísima, inmaculada, nació de Madre Virgen, exenta del pecado original. Entonces, Cristo podía no morir. Libre de pecado, era dueño de su vida. «Él era la vida».
Sin embargo, puesto que convenía que saliera del mundo a través de la muerte por nuestra salvación, quiso morir ofreciendo un sacrificio para el perdón de nuestros pecados. Y es que ninguna otra muerte convenía al gran Pastor de las ovejas, al Cordero sin mancha ni defecto, al sumo y eterno Sacerdote.
Así pues, dice la Escritura que el Señor «endureció su rostro para ir a Jerusalén». Y que en Samaria no fue recibido «porque su rostro era el de uno que va a Jerusalén». El rostro de Cristo, sumo y eterno Sacerdote, se endureció para mostrar que él mismo era el altar del sacrificio para Dios. Y su rostro era el de uno que va a Jerusalén porque él mismo era la víctima de reconciliación. En efecto, Jerusalén significa «Visión de paz», y ¿qué otra paz vería Cristo, sino la paz que reconcilia a los hombres con Dios? Así pues, Cristo era el rostro del hombre que vuelve a Dios.
En el camino alguien le dijo: «Te seguiré a dondequiera que vayas». Pero el Señor respondió: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos, pero el Hijo del hombre no tiene en dónde reclinar la cabeza». Es curioso, a veces pienso que toda la seguridad de un pájaro no está en su nido, sino en sus alas. Si el peligro se acerca, rápidamente extiende sus alas y levanta el vuelo; si tiene hambre o sed, vuela buscando con qué saciarse; si el calor lo agobia, huye en busca de la sombra. Pero apenas decide construir un nido para criar sus polluelos, entonces se pone en un gran peligro. Sus funciones vitales se alteran. Un sopor febril invade su cuerpo, sus patas se entorpecen. Si el peligro se acerca, no hay forma de huir con todo y polluelos. Hay que luchar y defender el nido, con la vida al más alto riesgo. Si el calor arrecia, sus alas se convierten en sombrilla, con el peligro de perecer de insolación, y si llueve, se despliegan en paraguas para proteger a los pollitos, con el riesgo de acabar ahogado. Toda la seguridad del nido es para los polluelos, no para los pájaros. Tan inseguro es el nido que ningún pájaro sano dudará en abandonarlo apenas los polluelos se vean libres.
Así pues, Cristo pasó entre nosotros, pobre y castísimo, totalmente entregado a las cosas de su Padre del cielo, «como pájaro sin pareja en el tejado». Hasta el día en que, obediente al Padre, quiso construir su nido en el árbol de la cruz. Puso ante sus ojos la paja de las debilidades y maldades de los hombres, y entre sus espinas construyó su nido. Allí nacimos nosotros. Enmedio del gran peligro que corrió el Hijo de Dios fuimos puestos a salvo. Su muerte era necesaria, y debía ocurrir por todos, para pagar la deuda de todos. Y era la muerte asumida con mayor libertad. Fíjate bien en lo que dice el bendito Atanasio: «la muerte que golpea a los hombres les sobreviene por la debilidad de su naturaleza, pues al no poder perdurar en el tiempo, se descomponen con los años. Por esta razón les asaltan enfermedades y, privados de sus fuerzas, mueren. El Señor en cambio no es débil, sino el Poder de Dios y el Verbo de Dios y la Vida en sí. Por tanto, si se hubiera desprendido de su cuerpo en privado y en un lecho, a la manera de los hombres, se habría pensado que sufría esta muerte a causa de la debilidad de su naturaleza y que no poseía nada superior a los otros hombres. Pero, puesto que era la Vida y el Verbo de Dios, y era necesario que su muerte ocurriera por todos, tomó la ocasión de ofrecer un sacrificio».
La muerte del Mesías entonces, no es la consecuencia inexorable de la debilidad asumida, ni siquiera es una cosa política o la consecuencia funesta de un cierto estilo de vida. Es la manifestación del Poder de Dios y de su amor. Es la libertad suprema del único que pudo morir de amor.
Alguien dice que «morir de amor» es una licencia poética, y que tal cosa no es posible; pero yo les digo, que en Cristo «morir de amor» es la poesía que hace posible el resto, la recreación del mundo y de los hombres. El único momento en que el Hijo de Dios reclinó su cabeza fue en su nido de dolor, cuando murió de amor en la cruz. Allí entregó el Espíritu. Pues así como Cristo es nuestra cabeza, la cabeza de Cristo es el Padre, y una vez que Cristo se durmió en la cruz, nos entregó el Espíritu del Padre, entregó su Cabeza. En Cristo, el rostro de Dios se volvió otra vez hacia los hombres.
Alegrémonos pues de este misterio y digámosle con amor a Dios: «Haznos volver a ti, Señor, y nosotros volveremos».

domingo, 17 de junio de 2007

"Rogabat autem illum quidam de pharisæis, ut manducaret cum illo; et ingressus domum pharisæi discubuit".

Dominica XI per annum

El Señor Jesús entró en la casa de Simón, el fariseo, y se sentó a la mesa. El fariseo lo había invitado a un banquete. Invitar a alguien a comer es de por sí un gesto de simpatía, generosidad y donación. Bien sabemos que no podemos vivir sin algo de alimento; ni vale la pena intentarlo. La vida se nutre de la vida, porque es frágil y se desgasta. Tampoco podemos nutrirnos de una vez por todas. Moriríamos en el intento. Tejemos nuestra vida poco a poco, con hilos cortitos que aseguran que la trama no se rompa. Y el Señor Jesús, como hombre entre los hombres, compartió con nosotros la festiva fragilidad de nuestra vida. Se alegró de las mismas pequeñas cosas que nosotros. Y se dejó invitar a comer. Aceptó que otro sostuviera su vida, por unas horas, cuando iba de camino.
Invitar a los amigos a comer, trabajar para nutrir a los hijos, preparar un platillo especial y escoger el vino más adecuado, amar el decoro de la propia esposa: todo esto es parte de la alegría que nos provoca saber que la vida es frágil y al mismo tiempo valiosa. Son los pequeños hilos que damos a los demás para que puedan seguir tejiendo su vida. Estos pequeños gestos son una confesión de amor y de veneración y que han de repetirse con devoción y entrega, porque son casi sacramentos.
Un fariseo, invitó al Señor Jesús a comer cuando iba de camino. Y el Señor entró en su casa. Un padre de familia bendijo con su cansancio los alimentos de sus hijos. Un sacerdote vio el llanto de un penitente y escuchó su confesión. Un esposo se sentó a la mesa con su esposa a escuchar sus preocupaciones y sus temores. Y el Señor entró en su casa.y se sentó a la mesa. El Señor quiso ser un invitado a la fiesta de nuestras vidas. Como un pájaro acostumbrado a volar en las alturas no desprecia las semillas que caen por tierra, sino que baja majestuoso a buscarlas entre las piedras, así Cristo, el dulce huésped del alma, no despreció nuestros pequeños gozos enmedio de la dureza de la vida.
Cristo se sentó a la mesa, con nosotros. Y allí, el juez de todos, escudriñó los corazones. Una mujer, cuyos pecados son bien conocidos a todos, pero de la que ni sabemos su nombre, se acercó a Jesús. Conocía de perfumes, porque estaba acostumbrada a que el amor se le escapara de entre las manos. No comprendía que el amor sólo puede ser fiel a su esencia si admite como huésped al Espíritu del amor, al Espíritu de Cristo. No había entendido que el corazón humano es como una enredadera que sólo tiene firmeza si se apoya en la rectitud del amor según Dios. Amaba, pero no rectamente. Y no quiso dejar pasar la oportunidad de estar cerca de Jesús. Llevó un perfume, el más puro, de esos perfumes finos que se esfuman rápidamente. Y quiso bañar con él los pies de Jesús. Pero el Señor se le adelantó: «El agua que yo le daré se convertirá en fuente de agua viva que alcanzará para la vida eterna». El Señor Jesús, fuente infinita de la divina misericordia, antes de que ella le bañara sus pies con perfume, le dio a beber la castísima agua viva que lava los pecados de los hombres, le dio el llanto del arrepentimiento. Y la mujer lloró a los pies de Jesús. Sin preocuparse de los demás invitados, ella lloró. Tenía tanta vergüenza y humillación en el alma que ya la vergüenza enmedio de la fiesta contaba poco. Como un árbol frondoso, que eleva sus ramas al cielo y no desprecia las débiles corrientes de agua que refrescan y nutren sus raíces, así Cristo, el dulce huésped del alma no despreció el llanto de la mujer arrepentida enmedio de una gran tarde de fiesta. Y es que el amor también vive del llanto. Ante los pies de Aquel que conoce los corazones, las lágrimas son un perfume purísimo, guardado escondido en el alabastro del corazón.
Pero así como el pájaro acostumbrado a las limpias alturas, baja del cielo a cosechar las semillas de nuestros pequeños gozos entre cantos de júbilo, pero no se queda allí, sino que se las lleva al cielo escondidas en su pecho para nutrir a sus polluelos, así Cristo lleva nuestras buenas obras al cielo para que el Padre las bendiga con su gracia y se transformen en frutos de vida nueva para nosotros y para otros más pequeños.
Y así como el árbol se nutre del agua humilde que corre a sus pies entre la tierra, la toma y la eleva a través de sus ramas para que la luz del sol la bendiga y la convierta en frutos, así Cristo, lleva consigo nuestras lágrimas al cielo. Así, pues, la mujer pecadora nos mostró el único lugar seguro en el mundo para los pecadores: los pies del Señor, que los ángeles adoran, los pies divinos que pisan las negras uvas de nuestras lágrimas y las convierten en vino nuevo que alegra el corazón. Con razón una santa mujer escribió: «Dios me mostró que en el cielo el pecado no será ya una vergüenza para el hombre, sino un motivo de más profunda adoración. Del mismo modo como a cada pecado corresponde una pena, del mismo modo por cada pecado expiado con el llanto el alma recibirá un grado correspondiente de beatitud. Porque Dios es amor; y del mismo modo como los diferentes pecados son castigados con penas diversas según su gravedad, así nos procurarán gozos diversos en el cielo, en proporción a la pena y al dolor que el alma habrá atravesado aquí en la tierra».
Que aprendamos a llorar nuestros pecados a los pies del Señor, para que podamos alegrarnos luego de haberlos llorado.

domingo, 27 de mayo de 2007

Dominica Pentecostes


Sabemos bien que Dios es amor. Y el Espíritu Santo es el Amor del Amor. Y puesto que el Padre y el Hijo se aman mutuamente es preciso que el Espíritu Santo proceda de los dos y sea común a ambos. Sabemos que Dios es espíritu, y nada de su perfección es material. Y es santo, porque su divina bondad es purísima. El Padre es Espíritu y el Hijo es Espíritu; el Padre es santo y el Hijo es santo. Fíjate bien, el Espíritu de Dios es de tal manera común al Padre y al Hijo, que incluso tiene por nombre propio el nombre que el Padre y el Hijo tienen en común. Pero todo este misterio se oculta a nuestros ojos, y apenas si logramos gustarlo con la luz de nuestras mentes.
En el día santísimo de Pentecostés, el Espíritu del Señor descendió sobre su Iglesia. El Espíritu Santo, el soplo divino, que ora en secreto con gemidos indecibles, se hizo escuchar para manifestar su presencia entre nosotros y en favor de nosotros. La Escritura dice que repentinamente «se oyó un gran ruido, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban». Esta casa es la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, donde resuena unánime el canto nuevo, el himno de los redimidos, como en una flauta cuando el aliento del músico mueve todas sus armonías y crea la música siempre nueva. El Espíritu Santo es el soplo que hace sonar la flauta, que es la Iglesia, porque el Espíritu ora en nosotros.
Además, dice la Escritura que «aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos». Estas lenguas de fuego hicieron visible la presencia orante del Espíritu, porque así como el fuego arde en una continua ascensión al cielo, así el Espíritu continuamente ora en nosotros y lleva consigo nuestras plegarias al corazón del Padre. Estas lenguas de un mismo fuego se distribuyeron y se posaron sobre cada uno porque la oración es siempre el acto más solitario del hombre. Comienza como monólogo del alma consigo misma y luego se descubre como parte del continuo monólogo del Espíritu de Dios con Dios mismo. Cualquier diálogo en la oración no es más que eco de la misma voz orante del Espíritu. Por eso cada liturgia nuestra es un encuentro de solitarios reunidos en el Espíritu de Dios. Y hemos de venerar nuestras soledades juntas en el silencio y el recogimiento porque el Espíritu de Dios ora en nosotros. ¿Pero qué pide? ¿Qué nos enseña a pedir? Fíjate bien, hoy hemos escuchado las palabras evangélicas: «Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar». Es decir, la remisión de los pecados se da sólo en el Espíritu Santo. Este Santo Espíritu expulsa todo lo que es nocivo, y sin él reina entre los hombres el espíritu del pecado y la discordia, que hiere todo, corrompe todo, dispersa todo. El Espíritu del perdón habita en la unidad de la Iglesia. Por eso sólo en ella se da la remisión de los pecados. Así como no podemos trabajar la tierra sin la lluvia que baja del cielo, así es la remisión de los pecados. Sólo podemos sembrar la vida espiritual en la fecunda tierra de la Iglesia, bendecida por la temprana lluvia de la misericordia, que es el don del Espíritu Santo recibido en el bautismo.
Por eso, el Señor Jesús dejó en manos de sus Apóstoles el ministerio visible del Espíritu Santo invisible, para que todos los que nacen del agua y del Espíritu por el bautismo, puedan volver continuamente a las fuentes de la salvación. Pues así como un recién nacido ha recibido todo de su madre, y sin embargo continúa nutriendose de su leche y deleitándose en su amor, así también quien ha renacido en el Espíritu ha recibido toda la vida espiritual y sin embargo debe continuar buscando las cosas del cielo, nutriéndose con el don del Espíritu Santo, pidiendo el perdón de sus pecados.
Es curioso, San Agustín poco después de su conversión y de su ordenación sacerdotal, enseñaba con gran entusiasmo que el bautizado podía llegar a ser perfecto si vivía continuamente según el mensaje de Cristo, dado en el Sermón de la montaña como ley novísima. El camino de las bienaventuranzas era para Agustín una peregrinación sublime al monte santo de la palabra de Dios. Sin embargo, unos veinte años después, el Santo Doctor escribió: «Mientras tanto, he comprendido que uno sólo es el verdaderamente perfecto y que las palabras del Sermón de la montaña sólo se han realizado en uno sólo: en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia, en cambio, todos nosotros, incluso los Apóstoles, debemos orar cada día: "perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden"».
Es ésta la oración del Espíritu Santo en nosotros. Por eso, aunque el Espíritu nos hace nacer en él a través de las aguas del bautismo, necesitamos volver continuamente a la fuente del perdón. Es más, el mismo Espíritu nos conduce a la penitencia. Corramos pues con el corazón dilatado, a las fuentes de la salvación y recibamos continuamente el Espíritu Santo para el perdón de nuestros pecados.

domingo, 15 de abril de 2007

"Accipite Spiritum Sanctum"

Dominica in albis

San Juan dice en su Evangelio que, seis días antes de su pascua, el Señor Jesús se fue a la casa de Lázaro. Allí le ofrecieron una cena. Marta servía y Lázaro estaba a la mesa con Jesús. Entonces María tomó un frasco de perfume de nardo para ungir los pies de Jesús. Se trataba de un costoso perfume que los judíos llaman «de confianza» porque se vende en pequeñas ampollas selladas y no se puede verificar su calidad sino una vez abierto. Comprar uno de esos perfumes es un negocio de alto riesgo.
María, la hermana de Lázaro, la que amaba estar a los pies de Jesús, rompió la ampolla, ungió los pies de Cristo y los enjugó con sus cabellos. Dice el evangelista que «la casa se llenó con el olor del perfume». Uno de los discípulos se escandaliza del precio de tan buena obra, pero Cristo le dice: «Déjala, porque esto es para el día de mi sepultura». Tal vez la noble hermana de Lázaro no sabía muy bien lo que hacía. Pero lo cierto es que amaba a Jesús. Y él, que lo sabía todo, guió como buen pastor el amor de María. Ella puso en los pies de Jesús la unción de la muerte, sin saber que esos pies, los pies «del mensajero que anuncia la paz», bien pronto habrían de ser arrestados y clavados a una cruz. Ella amarró a los pies del Verbo encarnado toda nuestra humanidad con los lazos de su cabello. Y el perfume que estaba encerrado en la botellita invadió toda la casa.
Fíjate bien, si quieres entrar en el misterio: en el Cántico más bello de Salomón el amado dice a su amada: «Tu melena es como un rebaño de cabras que ondula por el monte Galaad». Llama rebaño de cabras a la melena de la amada porque las cabras son animales destinados al sacrificio por el pecado. Además, las cabras ofrecidas en holocausto son «suave aroma para el Señor». Así, los cabellos de María, la hermana de Lázaro, representan a todos nosotros, atados a los pies del Señor como rebaño destinado al sacrificio por nuestros pecados. Pero son tantos nuestros pecados que el suave aroma de todos nuestros sacrificios no basta para ocultar su mal olor. Nuestro bálsamo no basta para curar las heridas que nos hacemos unos a otros.
Por eso, para mostrar que Cristo habría de morir por todos nosotros, continúa el Cantar de Salomón: «Tu melena es como púrpura, un rey entre tus trenzas está preso». Dice «tu melena es como púrpura» para indicar que la sangre de Cristo ha ungido con el buen olor de su virtud a todos los hombres. Y para manifestarnos la divinidad de Aquel que se entregó en nuestra humanidad a la muerte dice: «Un rey entre tus trenzas está preso». Es como si dijera: «Cristo, verdadero Dios, está preso en tu mortalidad».
Dice san Juan en su evangelio que «toda la casa se llenó con el olor del perfume». Es decir, al romperse el frasco de perfume por la muerte de Cristo en la cruz, toda la humanidad, que es su casa, se impregnó del buen olor del sacrificio redentor. El buen olor de su sacrificio ungió su divinidad y nuestra humanidad. La muerte redentora cubrió de púrpura al Rey de los ángeles. Y lo retuvo prisionero en nuestra muerte por tres días. Pero al tercer día, el Señor se levantó de la muerte y volvió al Padre, llevando amarrado a sus pies a su amado rebaño que su muerte había perfumado.
Por eso, algunos días después de su resurrección gloriosa se apareció enmedio de sus discípulos que estaban a puerta cerrada y les dijo: «La paz esté con ustedes». El mensajero que anuncia la paz, que trae la buena noticia, dice a sus amigos: «Ya reina tu Dios». Es como si dijera: «Tu rey, que estaba preso en la melena de tu mortalidad ahora es libre, y tú eres libre con él».
Como un día lo ungiste con el nardo de tu muerte, sin saberlo, ahora él te entrega el perfume de su vida divina, su Espíritu Santo; él sopla en la casa, que es la Iglesia, para perpetuar la obra de su misericordia y el perdón de los pecados. No desprecies el don de su amor.
Recuerda las palabras amables del Señor: «a vino nuevo, odres nuevos». Deja, pues tu obras muertas, endurecidas y oscurecidas en el pecado y recibe en un corazón renovado el vino nuevo del Reino, el Santo Espíritu de Dios, que trae la paz a toda la Iglesia.

viernes, 6 de abril de 2007

Via Crucis DN Jesu Christi


Feria VI in Parasceve
RP Domnus Evagrius OSB præparavit

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo
Señor mío, Jesucristo, Dios y hombre verdadero me pesa de todo corazón haber pecado, porque he merecido el infierno y perdido el cielo. Y sobre todo porque te ofendí a ti, que eres bondad infinita, te amo con todo el corazón y propongo con tu gracia no volver a pecar.

Primera estación
La agonía en el huerto
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos, porque con tu santa cruz redimiste al mundo
En el Cántico más bello de Salomón está escrito: «Entré en mi huerto, hermana mía, esposa; he tomado mi mirra con mi bálsamo, he comido mi panal con miel, he bebido mi vino con mi leche. Coman, amigos, beban». Estas palabras son palabras de Cristo. Porque el camino de la cruz inicia en el huerto del amor de Dios, donde Cristo toma la mirra de su muerte con el bálsamo de su divina inmortalidad; come el panal de sus dolores con la miel de la voluntad del Padre; bebe el vino de su pasión con la leche de la vida nueva que renace en la cruz. Vengan, pues, amigos, coman y beban en el huerto del amor de Dios.
Padrenuestro

Segunda estación
El Señor es condenado a muerte
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Cuando el Señor Dios repartió la tierra prometida entre las tribus de Israel, a cada una le dio una porción como herencia. Pero a la familia sacerdotal, a los hijos de Aarón, no les dio una herencia terrena, sino que el Señor les dijo: «Tú no tendrás tierra ni propiedades en Israel como los demás israelitas. Yo seré tu propiedad y tu herencia en Israel».
El sacerdote llevaba un pectoral con doce piedras que representaban a las doce tribus de Israel. Porque teniendo a Dios como heredad, poseía de algún modo todas las tribus y todas las promesas hechas por Dios a Israel. Por eso Caifás, que era sumo sacerdote el año de la muerte del Señor dijo: «Conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que toda la nación perezca». Con estas palabras, el sumo sacerdote entregó su heredad a la muerte. Dice la Escritura que cuando Cristo se manifestó ante Caifás como Hijo de Dios, Caifás se rasgó las vestiduras. El sumo sacerdote se escandalizó de la humildad de Cristo y por ello se privó del honor del sacerdocio, despojándose de sus ornamentos sagrados y rasgando el pectoral que une a los hijos de Israel. Entonces entregó a Cristo en manos de Pilato, que representa a los hombres de toda raza y lengua. A esto se refiere la Escritura cuando dice que Cristo iba a morir «no sólo por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos».
Padrenuestro

Tercera estación
El Señor lleva la cruz a cuestas
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Dice la Escritura que un día Abraham, nuestro padre en la fe, llevó consigo a su hijo amado Isaac al monte que Dios le indicó para ofrecerlo en sacrificio. «Tomó Abraham la leña para el sacrificio, la cargó sobre su hijo Isaac, tomó Abraham en su mano el fuego y el cuchillo, y se fueron los dos juntos». Fíjate bien, Abraham puso la leña en los hombros de Isaac, pero mantuvo consigo el fuego y el cuchillo porque de verdad amaba entrañablemente a Isaac. Abraham tomó en sus manos el cuchillo y el fuego, porque con ellos podría hacerse daño el pequeño Isaac. En cambio, lo hizo cargar la leña en sus espaldas porque vio desde lejos el misterio de la cruz y la promesa de la vida. La fe condujo a Abraham al monte del sacrificio, a este monte santo donde amor entrañable, pasión y vida son la misma cosa.
En verdad, tanto amó el Padre celestial a su propio Hijo que aunque puso en sus espaldas el leño de la cruz, no lo abandonó a la muerte, sino que lo resucitó al tercer día. Así, pues, Cristo padeció toda la fatiga y los dolores de la cruz como verdadero hombre, y su divinidad no le ahorró ninguno de sus horribles sufrimientos; sin embargo, su divinidad tan verdadera nunca se separó de su humanidad. Tanto amó Dios a su Unigénito, lleno de gracia y de verdad, que puso sobre sus espaldas el leño en que había de ser glorificado, pero no le dio el cuchillo ni el fuego que apartan de Dios.
Padrenuestro

Cuarta estación
El Señor cae por primera vez bajo el peso de la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
La Escritura dice que una vez el patriarca Jacob iba de camino y, al ponerse el sol, se dispuso a descansar. «Tomó una de las piedras que allí yacían, se la puso por cabezal, y se acostó en aquel lugar. Y tuvo un sueño; soñó con una escalera apoyada en tierra, y cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella. Y vio que el Señor estaba sobre ella, y le decía: «Yo soy el Señor, el Dios de tu padre Abraham, y el Dios de Isaac. La tierra en que estás acostado te la doy para ti y tu descendencia. Tu descendencia será como el polvo de la tierra y te extenderás al poniente y al oriente, al norte y al sur; y por ti y por tu descendencia se bendecirán todos los linajes de la tierra. Mira que yo estoy contigo; te guardaré por dondequiera que vayas y te devolveré a este lugar». Este sueño, hermanos y hermanas, era una profecía del misterio de Cristo. Lo que fue enigma, sueño y promesa para el santo patriarca, es realidad para Cristo, que es verdadera roca espiritual y piedra angular de la Iglesia. Cristo yace por tierra bajo la escalera que une el cielo y la tierra. Esta escalera es la cruz. Arriba está el Padre y sus antiguas promesas reposan sobre Cristo, roca espiritual. «La tierra en que estás acostado te la doy para ti y tu descendencia. Tu descendencia será como el polvo de la tierra». Significa que todos los descendientes del patriarca han de bajar a la muerte y serán como el polvo de la tierra. Pero Cristo, al caer por tierra, se extiende como una bendición sobre los que yacen en el polvo de la muerte. Es la promesa de la resurrección: «Mira que yo estoy contigo; te guardaré por dondequiera que vayas y te devolveré a este lugar».
Padrenuestro

Quinta estación
El Señor encuentra a su Madre dolorosa
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
En el Cántico más bello de Salomón, el amado dice a la amada: «Me robaste el corazón con una sola de tus miradas, con una vuelta de tu collar». Estas palabras se refieren a Cristo que contempla la mirada de su Madre Santísima. Mirada tan pura y tan profunda. Mirada que se roba el corazón doliente de Cristo, que arranca por un instante el dolor atroz del Hijo. En los ojos de la Madre de Dios estuvo, en ese instante, todo el peso del corazón doliente del Hijo. En sus lágrimas estuvo el insostenible peso del amor. «Me robaste el corazón con una sola de tus miradas». Fíjate bien que dice: «me robaste el corazón», porque el corazón de Cristo es el único artesano y verdadero dueño de la mirada inocente de la Madre. Pero con la mirada compasiva, la Madre dolorosa robó el corazón doliente del Hijo. Lo hizo suyo. «Me robaste el corazón con una sola de tus miradas». Es como si dijera: «Tu mirada habitó siempre escondida en el gozo secreto de mi corazón, pero ahora, con tus ojos inocentes fuiste un relicario para mi corazón lastimado». Y dice, «con una vuelta de tu collar», porque los misterios divinos reposan en el corazón de la Madre como cuentas preciosas de un collar. «María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón». En ella Cristo contempla sus misterios ya cumplidos, por eso dice: «Me robaste el corazón con una sola de tus miradas, con una vuelta de tu collar».
Dios te salve María

Sexta estación
Simón de Cirene ayuda al Señor a cargar la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
La pascua judía es una fiesta familiar. Todos los años, los israelitas debían ir a Jerusalén para celebrarla. Y, luego de inmolar los corderos en el templo, iban y hacían los festejos en las casas. Festejaban su vida y su libertad en la ciudad de salvación, con los de su casa, en el lugar más íntimo y cómodo, el que mejor hablaba de ellos. Pero los peregrinos, los que no vivían en Jerusalén, iban a la Ciudad Santa para la fiesta y buscaban sitio donde celebrar. Entonces podían unirse unos con otros en una casa, y eran como una misma familia por esa noche. Esa noche eran una familia pascual, una misma casa. También el Señor, entró en la Ciudad Santa y fundó para siempre con sus compañeros de camino, con sus amigos de peregrinación, una misma familia: nosotros somos los de su casa. Por eso «no se avergüenza de llamarnos hermanos». Como nos ha enseñado el beatísimo Papa Benedicto, Jesús celebró la Pascua «sin cordero y sin templo, y, sin embargo, no lo hizo sin cordero ni sin templo. Él mismo era el Cordero esperado, el verdadero… Y él mismo es el verdadero templo, el templo vivo, en el que vive Dios, y en el que podemos encontrarnos con Dios y adorarle». Hermanas y hermanos, la cruz es, entonces, nuestra Jerusalén, Ciudad de Paz, la casa en que habitamos, nuestra tierra prometida, donde echamos raíces y estamos crucificados con Cristo: él vive en nosotros y nosotros vivimos de la fe en él. Porque hemos comido su carne y bebido su sangre, y su vida divina corre en nuestras vidas como en un templo, como la savia vital corre por la cepa y los sarmientos de la vid hasta dar frutos de suave fragancia. Por eso el peregrino de Cirene cargó con la cruz del Señor, como el sarmiento carga con los frutos de la vid.
Padrenuestro

Séptima estación
Verónica enjuga el rostro de Jesús
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
La Escritura dice que cuando el profeta Elías estaba por salir de este mundo, Eliseo, su discípulo, quiso acompañarlo hasta el final. Poco antes de que Elías fuera arrebatado al cielo, el profeta dijo a su discípulo: «Pídeme lo que quieras que haga por ti antes de ser arrebatado de tu lado». Y Eliseo respondió: «Que tenga dos partes de tu espíritu». Entonces Elías le dijo: «Si alcanzas a verme cuando sea llevado de tu lado, lo tendrás; si no, no lo tendrás». Todavía estaban platicando cuando un carro de fuego con caballos de fuego se interpuso entre ellos y Elías fue llevado al cielo en un torbellino. Eliseo francamente ya no alcanzó a verlo. Era tanta la gloria del profeta que lo único que pudo hacer fue recoger los vestidos de Elías y su manto que se le había caído. Eliseo no vio al profeta revestido con el fuego de la gloria. Sin embargo recibió su espíritu. Tal vez porque pudo verlo en el manto que se le había caído. Eliseo vio a Elías en ese pobre hilacho, donde el profeta se cobijó tantas veces del frío de su noche oscura, en ese manto donde ocultó su miedo y sus pecados, en ese trapo que secó el llanto desesperado del profeta.
Algo así sucedió con Verónica. Una antigua leyenda dice que de entre la muchedumbre se acercó a Jesús una mujer, Verónica y enjugó el rostro maltratado de Cristo, «sin figura ni belleza». Entonces el rostro de Cristo se dibujó en el lienzo. Como dice la Escritura: «Lo vimos sin aspecto atrayente; despreciado y abandonado por los hombres, varón de dolores y conocedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro... Y con todo, eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba». Fíjate bien, en el lienzo de aquella mujer, el Señor nos dejó su Espíritu como consuelo en toda tribulación. Para recibirlo, basta mirar en nuestras fatigas, en nuestras dolencias, en nuestro arrepentimiento, su rostro humilde, el semblante de su pasión, de su amor hasta el extremo. Esa mujer, Verónica, es la Iglesia, y el lienzo con el rostro de Cristo sufriente son sus aflicciones y sus pruebas que un día brillarán como piedras preciosas en un espléndido traje de bodas.
Padrenuestro

Octava estación
El Señor cae por segunda vez bajo el peso de la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
En el Cantar de los cantares está escrito: «El rey Salomón se ha hecho un palanquín de madera del Líbano. Ha hecho de plata sus columnas, de oro su respaldo, de púrpura su asiento; su interior tapizado de amor por las hijas de Jerusalén». Salomón significa «rey de paz», y es un nombre de Cristo, porque él como verdadero rey pacífico puso en paz todas las cosas por su sangre derramada en la cruz. En efecto, el palanquín de Cristo es la cruz. Bajo su sombra Cristo recorre el mundo entero. Sus columnas son de plata, porque la plata es el precio de los esclavos, y la sombra de la cruz reposa sobre nuestra esclavitud. Su respaldo, en cambio, es de oro, porque el oro es la justicia y el poder de los reyes, pero su asiento es de púrpura porque la sangre derramada por su pueblo lo eleva por encima de todas las cosas. Y también dice el Cantar: «Su interior, tapizado de amor por las hijas de Jerusalén». Fíjate bien, se tapiza los espacios para habitarlos. La cruz es, pues, un palanquín tapizado de amor donde el rey de cielo y tierra espera que tú habites con él. Y dice «por las hijas de Jerusalén», porque Jerusalén significa «visión de paz» y las hijas de Jerusalén son las almas de los contemplativos que nada desean más que contemplar al Rey pacífico. Esas almas son los tapices amorosos de su casa. La cruz, en su misterio más profundo, está tapizada con el amor de los contemplativos.
Padrenuestro


Nona estación
El Señor consuela a las mujeres de Jerusalén que lloran por él
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Los antiguos vieron en los sauces un símbolo de la condición humana. Los sauces llorones dan frutos muertos, que no sirven para nutrir la vida, y sus ramas caen como una lluvia de lágrimas. Bien pronto, los antiguos comprendieron su misterio y comenzaron a plantar sauces en los viñedos, para que, usando las ramas como guías, las vides pudieran trepar y adornaran sus ramas con jugosos frutos de vida nueva. Así es el misterio de nuestra humanidad, que no producía más que frutos muertos, pero cuando Cristo, vid verdadera, se acercó a nosotros, comenzó a trepar por nuestros llantos y a cubrirlos con racimos maduros de vida eterna. «No lloren por mí, hijas de Jerusalén, lloren por ustedes y por sus hijos». Es como si dijera: «Lloren por sus obras de muerte, por sus pecados, para que yo suba a través de sus llantos y los adorne con frutos de sabiduría, justicia, santificación y redención».
Padrenuestro

Décima estación
El Señor cae por tercera vez bajo el peso de la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Cristo dice de sí mismo en el libro de los Salmos: «Aunque camine por cañadas oscuras nada temo porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan». ¿Y qué otra cosa son, hermanos y hermanas, las cañadas oscuras, sino las fatigas y el dolor que Cristo padeció en toda su vida santísima, como hombre entre los hombres? ¿Y no son la vara y el cayado divinos la cruz fiel que nos devolvió la vida? «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan». El Cordero que se ha dejado conducir por el Padre hasta la muerte es el Pastor bueno que conoce a sus ovejas, conoce sus fatigas porque él mismo ha aprendido por el sufrimiento a obedecer.
Padrenuestro

Undécima estación
El Señor es despojado de sus vestiduras
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
El Hijo de Dios, como hombre entre los hombres, tuvo necesidad de vestirse, de ocultar su misterio. Llevó sobre sí una túnica sin costura, que nos recuerda la túnica de piel de los hijos de Adán, esa túnica que abriga el corazón del hombre ante la frialdad del mundo, y que esconde la pena inexorable del pecado. En el misterio de la túnica sin costura ganada por un soldado, la humanidad entera sale victoriosa. Cristo, nuestro verdadero soldado, atraviesa la batalla de la cruz y gana intacta la túnica de la humanidad.
Padrenuestro

Duodécima estación
El Señor es clavado en la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Cuando Adán vivía en el paraíso, podía comer de todos los árboles del jardín de Edén. Todos le pertenecían porque Dios le había encomendado custodiarlos. Sólo uno no le era permitido, el árbol del conocimiento del bien y del mal. Y sin embargo, Adán comió. Extendió su brazo hacia el árbol funesto para arrancar su fruto y comerlo. Adán robó su propia desgracia. Sin embargo, en el libro de los salmos está escrito: «He de devolver lo que no he robado». Son las palabras de Cristo, que no conoció pecado, que no extendió su mano a la maldad. Cristo ha devuelto lo que él no robó. Clavado en la cruz, ha colocado de nuevo el fruto robado en el árbol que conduce a la muerte. Así pagó la deuda de Adán y borró con su sangre inmaculada la condena del antiguo pecado.
Padrenuestro

Decimotercera estación
El Señor muere en la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Un día, el padre prior llevó a uno de sus discípulos hasta el confín del monasterio. Entonces, con tanta agilidad se trepó a un árbol y comenzó a mirar la huerta de los vecinos. Decía a su discípulo: «Sabes, hermano, la huerta que plantaron nuestros vecinos es muy bonita. Tiene tantos árboles perfumados y de frutos tan jugosos y perfectos. En nada se parece a nuestras pobres huertas de aguacates». Y el monjecito atolondrado escuchaba desde abajo, imaginando la belleza y el esplendor de la otra huerta. Algo así sucede en el misterio de la cruz. Cristo, llegado a la frontera de su pascua, subió al árbol de la cruz y desde allí nos habló del amor de Dios, de su perdón, de su belleza, de sus delicias. Todavía más, desde ese árbol bendito, el Señor exhaló el aroma del jardín de la vida divina y perfumó nuestra pobre tierra. Con razón dice la Escritura: «El Padre todo lo ha puesto en las manos del Hijo». Todo el amor del Padre se entrega en las manos del Hijo. Todo el Espíritu Santo, amor de Dios, descansa en las manos del Hijo. Este amor es un gemido. Y el Hijo lo entrega a los hombres. Porque el Hijo ha recibido sin medida el Espíritu del Padre; ha sido ungido por él, con él y en él. Por eso en el momento más alto de la historia del linaje humano, cuando finalmente el cielo y la tierra se unen, en la cruz de la vida, el Hijo entrega el Espíritu como un grito en medio del silencio del Padre. El grito del Hijo y el silencio del Padre hacen la más perfecta armonía, la más sincera concordia, de la que toda armonía y toda música son apenas una imitación, una pálida imagen.
Padrenuestro

Decimocuarta estación
El Señor es bajado de la cruz y colocado en el sepulcro
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
«Muerto en la carne, pero viviente en el espíritu», Cristo permanece el único, el amado del Padre, la luz risueña de la gloria. Y esta Luz reina desde el madero de la Cruz. —Ave Crux, spes unica!— para que al acercarnos a ella podamos ver la verdad de nuestras obras y juzgarlas según el amor de Dios. En las llagas de Cristo hay un testimonio de su dolor, de su amor hasta el extremo, de su fidelidad al hombre, de su belleza destruida. En las llagas de Cristo la gloria de Dios se desfigura y se transfigura. En sus llagas hay un testimonio de un amor que faltó, de un amor que no pudo ser, el amor de sus hermanos. Si hubiera habido un poco de amor, «nunca habrían crucificado al autor de la vida». Y sin embargo, «era necesario que el Mesías padeciera para entrar en la gloria». En las llagas de Cristo está la gratuidad de su amor transformada en puerta. El hombre que toca las heridas de Cristo encuentra en ellas una puerta al corazón de Dios. Es la puerta estrecha por la que Cristo nos llama a entrar. «¡Qué terrible es este lugar!, verdaderamente es casa de Dios y puerta del cielo». Las llagas de Cristo, escuela del dolor y del amor hasta el extremo, son el inicio de la fe. Entonces nacemos a través de las llagas de Cristo y de sus sufrimientos para una vida nueva en el corazón de Dios.
Padrenuestro


Del Santo Evangelio según San Lucas
«Él les dijo: "Qué insensatos y qué duros de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas. ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?" Y empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que a él se refería en todas las Escrituras. Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: "Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado". Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: "¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?"»