«¡Ven, Amado mío,
salgamos al campo!, pernoctemos en las aldeas, madruguemos para ir a las viñas;
veamos si ha brotado la vid, si se han abierto sus flores, si ya han florecido
los granados; allí te daré mis amores». Así dice el cántico más bello de Salomón.
Y el verdadero Rey
Pacífico dice de sí mismo: «Yo soy la vid y ustedes los sarmientos». Hermanas y
hermanos, la vida de la vid es lo más íntimo que hay en los sarmientos. Su vida
fluye casi sin que lo notemos. Pero en esa vida secretísima corre toda la frescura,
la fuerza, el alimento. Es un torrente de dulzura. Y no nos parece que la vid
esté viva si los sarmientos no brotan. Por eso dice el cántico de Salomón:
«Veamos si ha brotado la vid, si se han abierto sus flores». Algo así sucede
con la vida divina.
Como la savia
vital impregna las fibras más íntimas de la vid, así la vida divina se comunica
y difunde en Cristo. Cristo es la vid en la que abunda la vida de Dios. El Hijo
Santísimo, que está en el seno del Padre, es al mismo tiempo morada perpetua del
Padre. «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí». Como el Hijo está en el
Padre, el Padre está en el Hijo. Con razón Cristo dice de sí mismo: «Yo soy la
vid», porque la vida del Padre fluye escondida en Cristo. Lo secreto de su vida
divina, lo que nadie puede conocer del Padre, es conocido por el Hijo y él nos
lo ha dado a conocer. Cristo nos enseña a gustar y a comprender su propia vida,
la vida que nos alimenta. «Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo
vivo por él, así también el que me come vivirá por mí». Comer a Cristo es
aprender a vivir, aprender la vida verdadera. «El que me come vivirá por mí»,
el que rumia las palabras santísimas para llevarlas al corazón, ése vivirá por
Cristo.
Porque, ¿qué otra
cosa son, hermanas y hermanos, los sarmientos sino aquellos que reciben la
Palabra divina con un corazón sincero y perseveran en ella hasta dar fruto? Ellos permanecen en Cristo como
sarmientos que nada pueden hacer sin la vid verdadera. Permanecer en las
palabras de Cristo es creer que su vida divina late en nosotros. Como el
sarmiento no duda que la vid es de su misma naturaleza y no se arranca de ella,
así hemos de creer que Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, al asumir nuestra humanidad nos ha dado su vida divina como lo más
afín a nosotros, lo que más nos conviene, aquello de lo que jamás hemos de apartarnos.
El sarmiento recibe
en la savia que lo vivifica la entera vida de la vid, pero no puede ver esa
vida. Debe creer a ciegas que la vid no cesará de vivificarla. Permanecer en
las palabras del Señor es amarnos los unos a los otros porque la misma vida
misteriosa que nos ha librado del temor es la vida que anima e inspira también
a nuestros hermanos. Permanecer en las palabras del Señor es amar a nuestras hermanas que vemos, a nuestros hijos,
al esposo, a la esposa, a los hermanos que vemos trabajar con nosotros para dar
fruto. «Veamos si ha brotado la vid, si se han abierto sus flores, si ya han
florecido los granados; allí te daré mis amores». Pues los sarmientos que
brotan de la vid manifiestan su vida escondida, esa vida que nosotros no vemos,
porque a Dios nadie lo ha visto jamás; Dios es huerto cerrado. ¿Cómo, pues,
vamos a amar a Dios a quien no vemos, si no amamos a nuestros hermanos a
quienes vemos? En ellos podemos decir al Amado: «Allí te daré mis amores».
El viñador poda
los sarmientos que dan fruto para que la sombra y la vanidad de las hojas no
los alejen de la luz de la verdad. Así madurarán sus frutos y serán ofrecidos
como eucaristía, como alegría del corazón, como vida divina que se derrama por
todos los hombres. Que nos
alimentemos siempre de la fuente de la vida. Que conozcamos el don de Dios. Que
nos amemos en la fe y perseveremos hasta dar fruto.