viernes, 22 de diciembre de 2006

O rex gentium


O rex gentium et desideratus earum, lapisque angularis, qui facis utraque unum; veni, salva hominem, quem de limo formasti.

«Que me bese con los besos de su boca». Así comienza el más bello cántico de Salomón. Es el grito sapientísimo del universo entero que anhela el beso de Dios. Si el mundo por un instante dejara sus distracciones banales, sus deseos distorsionados, sus amores imposibles, insensatos, resonaría solamente este canto: «Que me bese con los besos de su boca».
Con razón la Sabiduría eterna dice: «Yo salí de la boca del Altísimo». ¿Qué significa? Fíjate bien, significa que el Padre se ama con Amor purísimo. Y porque se conoce y se ama perfectamente, en su seno es concebido y engendrado el Verbo eterno como la única Palabra del Padre, que está ante él eternamente. El Verbo consustancial al Padre es entonces el beso con que eternamente el Padre comunica su Amor. Permítanme decirlo con un ejemplo insensato: el Padre tiene ante sí su Verbo como un ruiseñor tiene ante sí su propio canto. Aun cuando el ruiseñor no canta, su canto está presente a él mismo, en lo íntimo de sí, y por eso puede vestirlo de timbres y armonía cuando la primavera llega, sin necesidad de aprenderlo o inventarlo de nuevo. De modo análogo, el Verbo eterno de Dios está ante el Padre. Y aun cuando el Verbo eterno se manifiesta a los hombres y les habla ya sea como Maestro interior, ya sea en las Escrituras, ya sea como un hombre entre los hombres, este único Verbo que habla en eterno silencio no se inmuta ni abandona el seno de la Majestad Omnipotente.
La Palabra eterna sale de la boca del Altísimo, como un esposo de su tálamo nupcial. Por eso la naturaleza humana aclama, suplica, gime, anhela: «Que me bese con los besos de su boca». Porque en el beso mismo que sale de la boca de Dios, al tocar nuestra tierra, toda la naturaleza humana es asumida, es llevada consigo por Dios mismo. Por eso dice la amada en el Cantar: «¡Llévame pronto contigo, llévame, oh Rey, a tus habitaciones! Lo llama rey porque es digno de un rey morir por su pueblo. Y le dice: «Llévame pronto contigo», porque él es el camino que conduce a Dios invisible. Y porque con la encarnación, Dios no fue llevado por la naturaleza humana agrietada por las luchas y las discordias, como una antorcha lleva el fuego; sino que toda la resquebrajada naturaleza humana fue llevada por y a Dios. Dios cargó con nosotros. De mucho habría servido que el Hijo de Dios tomara la carne de un pequeñito que tiembla y llora, y condujera al hombre a encontrarse consigo mismo. Pero para Dios sería demasiado poco. El Hijo eterno del Padre asumió la naturaleza humana para conducirnos a Dios. Por eso él fue conducido a nuestra muerte. Porque nuestra naturaleza cambia, pasa, y Dios, siempre más grande, la recorre como un caminito. El que es el Camino recorre nuestras pisadas. Muere nuestra muerte para que vivamos su vida, como el sol cuando recorre la superficie de la tierra y lo vemos morir detrás de los montes, después de haber llenado de color, madurez y vida todas las cosas. Pero no cambia ni se altera, del mismo modo como el canto del ruiseñor es siempre el mismo, y el ruiseñor ama y conoce fielmente su canto cuando está en silencio y cuando está cantando.
Así, pues, el universo entero añora el toque del beso divino, la armonía del Ruiseñor eterno. Por eso con razón la Iglesia en este día lo aclama: «O rex gentium et desideratus earum, lapisque angularis, qui facis utraque unum; veni, salva hominem, quem de limo formasti». Como la piedra angular asocia en armonía perfecta a un muro principal otro que va en diferente dirección, así el Deseado de los pueblos asocia a la naturaleza divina la humilde naturaleza humana, como cuando tras haber reunido el barro, el soplo divino se hizo vida del alma, que es vida del cuerpo y que lo unifica. En ese instante en que la boca del Altísimo tocó nuestro barro formado, el beso divino habitó en el corazón del hombre, como Maestro y guía interior, para que conserváramos su presencia como el perfume del Amado. Y cuando el barro del hombre comenzó a tener grietas, el beso divino no escapó, pero el corazón del hombre dejó de escuchar el eco de su voz. Entonces el Verbo eterno quiso vibrar, vestirse de armonías y de voces, porque el Ruiseñor es siempre fiel a su canto.
Como cuando queremos hacer una teja, mezclamos tierra y agua, y luego que el agua se va, queda firme la teja, y siempre que el rocío la empapa desprende un aroma único, como si se alegrara agradecida por el agua que le dio su origen, así nosotros, exhalemos el buen olor de las virtudes de Cristo, Verbo eterno que un día sopló en nuestra tierra y nos llamó a la vida, y en la cruz expiró sobre nuestro barro para darnos su misma vida divina.
Que en este día, como la Madre de Dios, cantemos un canto siempre nuevo. Que corramos con el corazón dilatado hacia Dios, detrás de sus perfumes, y seamos para el Rey de los pueblos una morada humilde, donde él habite, siempre más íntimo, como íntima es la piedra angular, y como intimísimo es el soplo divino que habita en el hombre. Que él nos conduzca a sus habitaciones, donde él, Piedra angular, es el fundamento de todas las cosas, donde él es la armonía y el descanso que pone en paz a Dios y a los hombres.

jueves, 21 de diciembre de 2006

O Oriens

O Oriens, splendor lucis æternæ et sol iustitiæ: veni et illumina sedentes in tenebris et umbra mortis

Una monja cisterciense escribió acerca de una de sus visiones: «Vi y veo a las tres Personas en su eterna excelsitud, antes que la Virgen concibiera al Hijo de Dios; los ángeles bienaventurados contemplaban a cada una de estas Personas en su unidad, con sus nombres, y cómo estas tres Personas son un solo Dios verdadero. Pero aunque estos ángeles poseen una gran agudeza, no pudieron prever todos los misterios de la futura encarnación, porque no vieron la carne, la sangre, el rostro, ni el nombre glorioso de Jesús. Estas cosas estaban admirablemente ocultas a sus ojos en el pecho del Padre eterno […] Sólo Gabriel nos trajo del cielo el nombre de Jesús con el saludo divino. No se le concedió traer consigo huesos, ni carne ni sangre a la Virgen siempre incontaminada». Y en esto tiene razón. Porque los ángeles, contemplando el hoy eterno de las tres Personas descansan en su eterna majestad, y adoran la misteriosa verdad del Dios único. Ellos conocen el Nombre de Dios, santo y fuerte. Y conocen la gloria de cada una de las tres Personas, gloria que viene del Padre eterno y que colma enteramente al Hijo como un cáliz lleno hasta los bordes. Del amor eterno del Padre y del Hijo, procede como un abrazo suavísimo la gloria del Espíritu Santo. Fíjate bien, este misterio permanece oculto a los ojos de los hombres, pero los ángeles lo conocen en su claridad matinal, porque de esta gloria hermosa nace su propio brillo, de ella reciben su suprema razón, su belleza y armonía. La gloria de Dios es su trabajo, su servicio, su ministerio. Porque ellos sirven a Dios, no como se sirve a los tiranos de la tierra, sino que lo sirven, por así decirlo, dejándose amar por él, dejándose clarificar por él, sumergiéndose en su eternidad luminosa.
Ellos se sumergen en el misterio divino sin herirlo nunca. Se visten con los vestidos de Dios, jugando a ser reyes. Son agudos y conquistan eternamente el cielo sin que el cielo sufra dolores. Se apoderan del misterio divino y cuanto más lo conocen más lo adoran. Todos ellos son luz, y cada uno suma su virtud al cielo, pero su luz viene de Dios.
Ellos contemplan también y veneran el paso de Dios por el mundo. Ven sus huellas grabadas en los corazones de los hombres. Y a veces tienen que ingeniárselas para hacernos ver las pisadas de Dios en nuestras vidas. Y es que a menudo Dios pisa en nuestros corazones como quien pisa los racimos de las uvas. Entonces todo se llena de color, y los ángeles se alegran por el vino nuevo con que Dios ha salpicado su túnica. Pero nosotros sólo vemos uvas marchitas.
Los ángeles del cielo conocen al Hijo eterno de Dios como Sol que nace eternamente del seno del Padre e ilumina el cielo de los cielos; pero no conocieron a este Sol vestido de la noche del mundo. Ellos, que nunca probaron el caer de la noche sobre sus vidas, que no conocieron lo que es buscar enmedio de las tinieblas, se conmovieron hondamente cuando el Verbo eterno del Padre, la voz del Pastor bueno, hizo resonar por la tarde del mundo, de oriente a poniente, su grito desgarrador: «Adán, ¿dónde estás?» Desde entonces, el Sol de la vida, comenzó a vestirse de noche, para visitar a los hombres. Su traje tenía tantos hoyitos que su luz se filtraba a través de ellos como un firmamento de estrellas. Pero ellos en su ceguera no podían verlo. A veces intuyeron su paso en la profunda negra noche; a veces sintieron su calor. Tantas veces vieron sus espaldas cuando ya se marchaba, dejando a su paso la promesa matinal que lo ángeles adoran, su manto de estrellas.
Los ángeles suelen vestirse con los vestidos de Dios. Les gusta jugar a ser como él. Y Dios se complace en verlos vestidos de su gloria. A veces él mismo les pone su corona y ríe como un anciano rey cuando su pequeño hijo se prueba la corona. A esto se refiere la Escritura cuando dice: «Los cielos narran la gloria de Dios». Y los maestros llaman a este juego locución iluminativa, porque los ángeles cantan la gloria de Dios no sólo con voces, sino también con la luz de Dios que los reviste. Pero Dios les escondió en su pecho el vestido de su Hijo. Porque cuando Adán cayó en la desnudez, Dios hizo dos vestidos, uno para Adán y otro para su Hijo. Y escondió el de su Hijo en su pecho, para serle fiel al hombre, lo guardó como promesa.
Bien sabía Dios que este vestido no era como sus demás vestidos. Este vestido no soporta la luz de los ángeles, la luz lo devora. En este vestido los ángeles no pueden sumergirse absortos en el misterio sin crear un gran dolor. Por eso lo guardó en su pecho, porque ya había sentido un dolor inmenso cuando Adán cayó en la desnudez de la muerte, cuando lo vio marcharse, confundido al atardecer, cuando se apagaba la luz de la vida. Ver desgarrado el otro vestido sería un dolor demasiado grande para el cielo.
El Verbo eterno, el buen Pastor de las ovejas de su Padre, quiso venir a buscar la oveja perdida. Entonces se vistió con el vestido que Dios había escondido en su pecho. Tomó carne en el seno virginal de María, para mostrar a los hombres su noble origen y como Sol de justicia se alzó enmedio de las tinieblas de la noche y recorrió el mundo, de oriente a poniente, con la luz de su resurrección, devolviendo la vida al mundo.
Este Sol cubierto con la opaca piel de los hijos de Adán, asombró a los ángeles: «Ningún amor hay más grande que dar la vida por sus amigos… Adán, amigo, por ti me hice hijo tuyo. Yo, que incendio la excelsa razón de querubines y serafines, por ti me hice fuego crucificado. Yo, que visto de luz y doy color a los ángeles, por ti escondí mi gloria en la negrura de la noche. Por ti escondí tu carne en la luz de mi amor y la cargué luego en mis espaldas como un manto precioso, más blanco que la nieve, por ti, mi oveja caída en el abismo el sábado de mi descanso». Y conmovidos profundamente los ángeles juzgan: «Verdaderamente fue amigo de Adán… miren cuánto lo amaba». Por eso, acércate al altar a recibir al Sol que viene. Porque su amor es tan grande que quiso dejar su carne en testamento de vida eterna y como recuerdo perenne de que un día se hizo hijo tuyo. Acércate al Dios que viene y confiésalo verdadero amigo del alma.
«O Oriens, splendor lucis aeternae et sol iustitiae: veni et illumina sedentes in tenebris et umbra mortis». «Nosotros te pedimos, oh Bueno, que nazcas siempre, que tú florezcas en nuestro desierto, que tomes carne en ésta tu Iglesia. Regresa, pues, al final de los tiempos, y todo el reino te cantará la gloria, que te han dado el Padre y el Espíritu, antes de que tuviera inicio el mundo».