Una monja
cisterciense escribió acerca de una de sus visiones: «Vi y veo a las tres
Personas en su eterna excelsitud, antes que la Virgen concibiera al Hijo de
Dios; los ángeles bienaventurados contemplaban a cada una de estas Personas en
su unidad, con sus nombres, y cómo estas tres Personas son un solo Dios
verdadero. Pero aunque estos ángeles poseen una gran agudeza, no pudieron
prever todos los misterios de la futura encarnación, porque no vieron la carne,
la sangre, el rostro, ni el nombre glorioso de Jesús. Estas cosas estaban
admirablemente ocultas a sus ojos en el pecho del Padre eterno […] Sólo Gabriel
nos trajo del cielo el nombre de Jesús con el saludo divino. No se le concedió
traer consigo huesos, ni carne ni sangre a la Virgen siempre incontaminada». Y
en esto tiene razón. Porque los ángeles, contemplando el hoy eterno de las tres
Personas descansan en su eterna majestad, y adoran la misteriosa verdad del
Dios único. Ellos conocen el Nombre de Dios, santo y fuerte. Y conocen la
gloria de cada una de las tres Personas, gloria que viene del Padre eterno y
que colma enteramente al Hijo como un cáliz lleno hasta los bordes. Del amor
eterno del Padre y del Hijo, procede como un abrazo suavísimo la gloria del
Espíritu Santo. Fíjate bien, este misterio permanece oculto a los ojos de los
hombres, pero los ángeles lo conocen en su claridad matinal, porque de esta
gloria hermosa nace su propio brillo, de ella reciben su suprema razón, su
belleza y armonía. La gloria de Dios es su trabajo, su servicio, su ministerio.
Porque ellos sirven a Dios, no como se sirve a los tiranos de la tierra, sino
que lo sirven, por así decirlo, dejándose amar por él, dejándose clarificar por
él, sumergiéndose en su eternidad luminosa.
Ellos se sumergen
en el misterio divino sin herirlo nunca. Se visten con los vestidos de Dios,
jugando a ser reyes. Son agudos y conquistan eternamente el cielo sin que el
cielo sufra dolores. Se apoderan del misterio divino y cuanto más lo conocen
más lo adoran. Todos ellos son luz, y cada uno suma su virtud al cielo, pero su
luz viene de Dios.
Ellos contemplan
también y veneran el paso de Dios por el mundo. Ven sus huellas grabadas en los
corazones de los hombres. Y a veces tienen que ingeniárselas para hacernos ver
las pisadas de Dios en nuestras vidas. Y es que a menudo Dios pisa en nuestros
corazones como quien pisa los racimos de las uvas. Entonces todo se llena de
color, y los ángeles se alegran por el vino nuevo con que Dios ha salpicado su
túnica. Pero nosotros sólo vemos uvas marchitas.
Los ángeles del
cielo conocen al Hijo eterno de Dios como Sol que nace eternamente del seno del
Padre e ilumina el cielo de los cielos; pero no conocieron a este Sol vestido
de la noche del mundo. Ellos, que nunca probaron el caer de la noche sobre sus
vidas, que no conocieron lo que es buscar enmedio de las tinieblas, se
conmovieron hondamente cuando el Verbo eterno del Padre, la voz del Pastor
bueno, hizo resonar por la tarde del mundo, de oriente a poniente, su grito
desgarrador: «Adán, ¿dónde estás?» Desde entonces, el Sol de la vida, comenzó a
vestirse de noche, para visitar a los hombres. Su traje tenía tantos hoyitos
que su luz se filtraba a través de ellos como un firmamento de estrellas. Pero
ellos en su ceguera no podían verlo. A veces intuyeron su paso en la profunda
negra noche; a veces sintieron su calor. Tantas veces vieron sus espaldas
cuando ya se marchaba, dejando a su paso la promesa matinal que lo ángeles
adoran, su manto de estrellas.
Los ángeles suelen
vestirse con los vestidos de Dios. Les gusta jugar a ser como él. Y Dios se
complace en verlos vestidos de su gloria. A veces él mismo les pone su corona y
ríe como un anciano rey cuando su pequeño hijo se prueba la corona. A esto se
refiere la Escritura cuando dice: «Los cielos narran la gloria de Dios». Y los
maestros llaman a este juego locución iluminativa, porque los ángeles cantan la
gloria de Dios no sólo con voces, sino también con la luz de Dios que los
reviste. Pero Dios les escondió en su pecho el vestido de su Hijo. Porque
cuando Adán cayó en la desnudez, Dios hizo dos vestidos, uno para Adán y otro
para su Hijo. Y escondió el de su Hijo en su pecho, para serle fiel al hombre,
lo guardó como promesa.
Bien sabía Dios
que este vestido no era como sus demás vestidos. Este vestido no soporta la luz
de los ángeles, la luz lo devora. En este vestido los ángeles no pueden
sumergirse absortos en el misterio sin crear un gran dolor. Por eso lo guardó
en su pecho, porque ya había sentido un dolor inmenso cuando Adán cayó en la
desnudez de la muerte, cuando lo vio marcharse, confundido al atardecer, cuando
se apagaba la luz de la vida. Ver desgarrado el otro vestido sería un dolor
demasiado grande para el cielo.
El Verbo eterno,
el buen Pastor de las ovejas de su Padre, quiso venir a buscar la oveja
perdida. Entonces se vistió con el vestido que Dios había escondido en su
pecho. Tomó carne en el seno virginal de María, para mostrar a los hombres su
noble origen y como Sol de justicia se alzó enmedio de las tinieblas de la
noche y recorrió el mundo, de oriente a poniente, con la luz de su
resurrección, devolviendo la vida al mundo.
Este Sol cubierto
con la opaca piel de los hijos de Adán, asombró a los ángeles: «Ningún amor hay
más grande que dar la vida por sus amigos… Adán, amigo, por ti me hice hijo
tuyo. Yo, que incendio la excelsa razón de querubines y serafines, por ti me
hice fuego crucificado. Yo, que visto de luz y doy color a los ángeles, por ti
escondí mi gloria en la negrura de la noche. Por ti escondí tu carne en la luz
de mi amor y la cargué luego en mis espaldas como un manto precioso, más blanco
que la nieve, por ti, mi oveja caída en el abismo el sábado de mi descanso». Y
conmovidos profundamente los ángeles juzgan: «Verdaderamente fue amigo de Adán…
miren cuánto lo amaba». Por eso, acércate al altar a recibir al Sol que viene.
Porque su amor es tan grande que quiso dejar su carne en testamento de vida
eterna y como recuerdo perenne de que un día se hizo hijo tuyo. Acércate al
Dios que viene y confiésalo verdadero amigo del alma.
«O Oriens, splendor lucis aeternae et sol iustitiae: veni et
illumina sedentes in tenebris et umbra mortis».
«Nosotros te pedimos, oh Bueno, que nazcas siempre, que tú florezcas en nuestro
desierto, que tomes carne en ésta tu Iglesia. Regresa, pues, al final de los
tiempos, y todo el reino te cantará la gloria, que te han dado el Padre y el
Espíritu, antes de que tuviera inicio el mundo».
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