Dominica
XII per annum
El Señor Jesús,
Verbo de Dios encarnado, pasó su vida terrena haciendo el bien. Él no cometió
pecado; ni hubo nada en él que mereciera la muerte. El que es engendrado
eternamente en el seno del Padre en una concepción purísima, inmaculada, nació
de Madre Virgen, exenta del pecado original. Entonces, Cristo podía no morir.
Libre de pecado, era dueño de su vida. «Él era la vida».
Sin embargo,
puesto que convenía que saliera del mundo a través de la muerte por nuestra
salvación, quiso morir ofreciendo un sacrificio para el perdón de nuestros
pecados. Y es que ninguna otra muerte convenía al gran Pastor de las ovejas, al
Cordero sin mancha ni defecto, al sumo y eterno Sacerdote.
Así pues, dice la
Escritura que el Señor «endureció su rostro para ir a Jerusalén». Y que en
Samaria no fue recibido «porque su rostro era el de uno que va a Jerusalén». El
rostro de Cristo, sumo y eterno Sacerdote, se endureció para mostrar que él
mismo era el altar del sacrificio para Dios. Y su rostro era el de uno que va a
Jerusalén porque él mismo era la víctima de reconciliación. En efecto,
Jerusalén significa «Visión de paz», y ¿qué otra paz vería Cristo, sino la paz
que reconcilia a los hombres con Dios? Así pues, Cristo era el rostro del
hombre que vuelve a Dios.
En el camino
alguien le dijo: «Te seguiré a dondequiera que vayas». Pero el Señor respondió:
«Las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos, pero el Hijo del hombre no
tiene en dónde reclinar la cabeza». Es curioso, a veces pienso que toda la
seguridad de un pájaro no está en su nido, sino en sus alas. Si el peligro se
acerca, rápidamente extiende sus alas y levanta el vuelo; si tiene hambre o
sed, vuela buscando con qué saciarse; si el calor lo agobia, huye en busca de
la sombra. Pero apenas decide construir un nido para criar sus polluelos,
entonces se pone en un gran peligro. Sus funciones vitales se alteran. Un sopor
febril invade su cuerpo, sus patas se entorpecen. Si el peligro se acerca, no
hay forma de huir con todo y polluelos. Hay que luchar y defender el nido, con
la vida al más alto riesgo. Si el calor arrecia, sus alas se convierten en
sombrilla, con el peligro de perecer de insolación, y si llueve, se despliegan
en paraguas para proteger a los pollitos, con el riesgo de acabar ahogado. Toda
la seguridad del nido es para los polluelos, no para los pájaros. Tan inseguro
es el nido que ningún pájaro sano dudará en abandonarlo apenas los polluelos se
vean libres.
Así pues, Cristo
pasó entre nosotros, pobre y castísimo, totalmente entregado a las cosas de su
Padre del cielo, «como pájaro sin pareja en el tejado». Hasta el día en que,
obediente al Padre, quiso construir su nido en el árbol de la cruz. Puso ante
sus ojos la paja de las debilidades y maldades de los hombres, y entre sus
espinas construyó su nido. Allí nacimos nosotros. Enmedio del gran peligro que
corrió el Hijo de Dios fuimos puestos a salvo. Su muerte era necesaria, y debía
ocurrir por todos, para pagar la deuda de todos. Y era la muerte asumida con
mayor libertad. Fíjate bien en lo que dice el bendito Atanasio: «la muerte que
golpea a los hombres les sobreviene por la debilidad de su naturaleza, pues al
no poder perdurar en el tiempo, se descomponen con los años. Por esta razón les
asaltan enfermedades y, privados de sus fuerzas, mueren. El Señor en cambio no
es débil, sino el Poder de Dios y el Verbo de Dios y la Vida en sí. Por tanto,
si se hubiera desprendido de su cuerpo en privado y en un lecho, a la manera de
los hombres, se habría pensado que sufría esta muerte a causa de la debilidad
de su naturaleza y que no poseía nada superior a los otros hombres. Pero,
puesto que era la Vida y el Verbo de Dios, y era necesario que su muerte
ocurriera por todos, tomó la ocasión de ofrecer un sacrificio».
La muerte del
Mesías entonces, no es la consecuencia inexorable de la debilidad asumida, ni
siquiera es una cosa política o la consecuencia funesta de un cierto estilo de
vida. Es la manifestación del Poder de Dios y de su amor. Es la libertad
suprema del único que pudo morir de amor.
Alguien dice que
«morir de amor» es una licencia poética, y que tal cosa no es posible; pero yo
les digo, que en Cristo «morir de amor» es la poesía que hace posible el resto,
la recreación del mundo y de los hombres. El único momento en que el Hijo de
Dios reclinó su cabeza fue en su nido de dolor, cuando murió de amor en la
cruz. Allí entregó el Espíritu. Pues así como Cristo es nuestra cabeza, la
cabeza de Cristo es el Padre, y una vez que Cristo se durmió en la cruz, nos
entregó el Espíritu del Padre, entregó su Cabeza. En Cristo, el rostro de Dios
se volvió otra vez hacia los hombres.
Alegrémonos pues
de este misterio y digámosle con amor a Dios: «Haznos volver a ti, Señor, y
nosotros volveremos».