domingo, 1 de julio de 2007

"Vulpes foveas habent, et volucres cæli nidos, Filius autem hominis non habet, ubi caput reclinet"


Dominica XII per annum

El Señor Jesús, Verbo de Dios encarnado, pasó su vida terrena haciendo el bien. Él no cometió pecado; ni hubo nada en él que mereciera la muerte. El que es engendrado eternamente en el seno del Padre en una concepción purísima, inmaculada, nació de Madre Virgen, exenta del pecado original. Entonces, Cristo podía no morir. Libre de pecado, era dueño de su vida. «Él era la vida».
Sin embargo, puesto que convenía que saliera del mundo a través de la muerte por nuestra salvación, quiso morir ofreciendo un sacrificio para el perdón de nuestros pecados. Y es que ninguna otra muerte convenía al gran Pastor de las ovejas, al Cordero sin mancha ni defecto, al sumo y eterno Sacerdote.
Así pues, dice la Escritura que el Señor «endureció su rostro para ir a Jerusalén». Y que en Samaria no fue recibido «porque su rostro era el de uno que va a Jerusalén». El rostro de Cristo, sumo y eterno Sacerdote, se endureció para mostrar que él mismo era el altar del sacrificio para Dios. Y su rostro era el de uno que va a Jerusalén porque él mismo era la víctima de reconciliación. En efecto, Jerusalén significa «Visión de paz», y ¿qué otra paz vería Cristo, sino la paz que reconcilia a los hombres con Dios? Así pues, Cristo era el rostro del hombre que vuelve a Dios.
En el camino alguien le dijo: «Te seguiré a dondequiera que vayas». Pero el Señor respondió: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos, pero el Hijo del hombre no tiene en dónde reclinar la cabeza». Es curioso, a veces pienso que toda la seguridad de un pájaro no está en su nido, sino en sus alas. Si el peligro se acerca, rápidamente extiende sus alas y levanta el vuelo; si tiene hambre o sed, vuela buscando con qué saciarse; si el calor lo agobia, huye en busca de la sombra. Pero apenas decide construir un nido para criar sus polluelos, entonces se pone en un gran peligro. Sus funciones vitales se alteran. Un sopor febril invade su cuerpo, sus patas se entorpecen. Si el peligro se acerca, no hay forma de huir con todo y polluelos. Hay que luchar y defender el nido, con la vida al más alto riesgo. Si el calor arrecia, sus alas se convierten en sombrilla, con el peligro de perecer de insolación, y si llueve, se despliegan en paraguas para proteger a los pollitos, con el riesgo de acabar ahogado. Toda la seguridad del nido es para los polluelos, no para los pájaros. Tan inseguro es el nido que ningún pájaro sano dudará en abandonarlo apenas los polluelos se vean libres.
Así pues, Cristo pasó entre nosotros, pobre y castísimo, totalmente entregado a las cosas de su Padre del cielo, «como pájaro sin pareja en el tejado». Hasta el día en que, obediente al Padre, quiso construir su nido en el árbol de la cruz. Puso ante sus ojos la paja de las debilidades y maldades de los hombres, y entre sus espinas construyó su nido. Allí nacimos nosotros. Enmedio del gran peligro que corrió el Hijo de Dios fuimos puestos a salvo. Su muerte era necesaria, y debía ocurrir por todos, para pagar la deuda de todos. Y era la muerte asumida con mayor libertad. Fíjate bien en lo que dice el bendito Atanasio: «la muerte que golpea a los hombres les sobreviene por la debilidad de su naturaleza, pues al no poder perdurar en el tiempo, se descomponen con los años. Por esta razón les asaltan enfermedades y, privados de sus fuerzas, mueren. El Señor en cambio no es débil, sino el Poder de Dios y el Verbo de Dios y la Vida en sí. Por tanto, si se hubiera desprendido de su cuerpo en privado y en un lecho, a la manera de los hombres, se habría pensado que sufría esta muerte a causa de la debilidad de su naturaleza y que no poseía nada superior a los otros hombres. Pero, puesto que era la Vida y el Verbo de Dios, y era necesario que su muerte ocurriera por todos, tomó la ocasión de ofrecer un sacrificio».
La muerte del Mesías entonces, no es la consecuencia inexorable de la debilidad asumida, ni siquiera es una cosa política o la consecuencia funesta de un cierto estilo de vida. Es la manifestación del Poder de Dios y de su amor. Es la libertad suprema del único que pudo morir de amor.
Alguien dice que «morir de amor» es una licencia poética, y que tal cosa no es posible; pero yo les digo, que en Cristo «morir de amor» es la poesía que hace posible el resto, la recreación del mundo y de los hombres. El único momento en que el Hijo de Dios reclinó su cabeza fue en su nido de dolor, cuando murió de amor en la cruz. Allí entregó el Espíritu. Pues así como Cristo es nuestra cabeza, la cabeza de Cristo es el Padre, y una vez que Cristo se durmió en la cruz, nos entregó el Espíritu del Padre, entregó su Cabeza. En Cristo, el rostro de Dios se volvió otra vez hacia los hombres.
Alegrémonos pues de este misterio y digámosle con amor a Dios: «Haznos volver a ti, Señor, y nosotros volveremos».

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