jueves, 25 de diciembre de 2008

In Nativitate Domini


En este día un bebé descansa sereno. No grita ni llora; no levanta su voz. Un pequeño niño enviado por Dios cuyo nombre es Juan. Nació hace seis meses, de una hermosa ancianita, estéril, y de un anciano sacerdote incrédulo. Juan es su nombre. El pequeño descansa en la paz musical de un pueblo de las montañas de Judea. No sabe nada de la aventura que le aguarda en sus días de desierto y de cárcel, a solas con Dios. La cuna de los brazos maternos lo mece bailando; pero el niño que saltó de gozo en el seno de Isabel nada sabe todavía de los altibajos de la cacería de saltamontes y su desabrido sabor. El niño está satisfecho con el delicado calor amoroso de la bendita ancianidad. Es un niño acostumbrado a la dulzura desde la cuna. Pero ignora todavía el venenoso dolor que es el precio de obtener la miel silvestre. El profeta de soledades un día tendrá la Palabra de Dios entre sus labios. Degustará su amargura y le costará la vida.
El pequeño Juan conoció el cariño de sus padres, su compañía, su amor. Con ellos aprendió el temor de Dios. Hasta que un día marchó al desierto. Muchos fueron a verlo, pero ninguno habitó con él. El desierto no tiene otro camino que el cielo. Tampoco tiene posadas. Sólo hay lugar para la soledad. Al profeta que nació en su cálido hogar rodeado de los cuidados de su madre y de la Virgen María, sólo al final de sus días le conoceremos una morada… la cárcel.
Bueno, hoy, en otra cuna, en un viejo pesebre, otro niño yace, reposa. Está recostado, recogido en sí mismo, atado con pañales. Es la primera exposición del Santísimo. Está expuesto al frío, al dolor, a la incomodidad, al peligro, a las miradas de los hombres. El niño grita, llora, inconforme con la crudeza de la vida. Grita porque anhela un mundo mejor. Y sus gritos se confunden con el vaho amenazante de las bestias, y las carcajadas y voces de fiesta de rudos pastores. Cantan y hacen fiesta los pastores como por una oveja recién nacida. Y es que el Pastor de Israel se ha hecho oveja y tiembla de frío y de miedo. Sabe muy bien el Niño Dios que nunca más será indiferente a las risas de los hombres, a sus voces de fiesta, aunque muchas veces serán terribles martilladas. Cada risa, cada canto, cada fiesta, tendrán que ver con él.
Pero el niño no salta ni se agita. Ha entrado en el mundo y no tiene prisa de vivir, él, que es la Vida inmortal. Reposa sereno como la luz, que acaricia suavemente lo que toca. El que es Luz risueña de la gloria no tiene prisa en disipar las tinieblas. Llora su noche bendita. Llora porque bien conoce la noche maldita en que Adán, su amigo, dejó atrás la luz de la vida. Llora su soledad escondida por siglos, desde que Adán, su amigo, se marchó del paraíso. Llora porque nunca estuvo más cerca de su amigo. Y es que Adán somos nosotros. Dios muchas veces se inclinó hacia el hombre. E hizo grandes cosas. Pero el hombre no pudo elevar la mirada y contemplarlo.
Un Maestro dice que lo mejor de los niños es que ven todo muy en grande. Para ellos un soldadito de plomo no es simplemente un pedazo de plomo. Es un héroe grande y poderoso que arregla los males del mundo, que sufre terribles derrotas y se levanta siempre más fuerte. Por eso Dios se hizo pequeño, se puso a los pies de los hombres para tomarlos muy en serio, para admirar su grandeza y verlos mejorar su mundo. Dios se hizo niño para hacer de cada uno de nosotros un héroe, su héroe, fuerte e invencible.
Y míralos allí, los dos pequeños: Juan el apicultor salvaje y Jesús el buen pastor. Juan, el niño mimado, hijo único de la ancianidad, que se hizo anacoreta vagabundo, y Jesús el Dios abandonado y solo que se hizo el primero de muchos hermanos. Juan, la voz rabiosa de la misericordia, y Jesús el fuerte grito de la justificación. Jesús, la luz; Juan el testigo. Jesús «el esposo que sale de su alcoba a recorrer su camino, contento como un héroe»; Juan el héroe trágico, el pequeño amigo mayor del esposo; el primer amigo del Dios amigo. Estos dos amigos iniciaron desde dos cunas el drama de la salvación del mundo.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Requiem æternam dona eis, Domine: et lux perpetua luceat eis. Requiescant in pace. Amen.

In commemoratione omnium fidelium defunctorum

Hay tres virtudes que vienen del cielo y que hacen perfecto al cristiano: la fe, la esperanza y la caridad. Un Maestro dice: «En primer lugar se nos propone la esperanza de las cosas futuras, sin la cual las mismas cosas presentes no pueden mantenerse en pie. Es más: quita la esperanza, y se paralizará la humanidad entera; quita la esperanza, y cesarán todas las artes y todas las virtudes; quita la esperanza, y todo quedará destruido. ¿Qué hace el niño junto al maestro, si no se espera fruto de esas letras? ¿En qué barca se aventurará el navegante entre las olas del mar, si no espera una ganancia ni confía en llegar al puerto deseado? ¿Qué soldado desafiará el cruel invierno o el ardiente verano, si no abriga la esperanza de una gloria futura? ¿Qué agricultor esparcirá la semilla, si no piensa que recogerá la cosecha como premio de su sudor? ¿Qué cristiano se adherirá por la fe a Cristo, si no cree que ha de llegar el tiempo de la felicidad eterna que se le ha prometido?»
La esperanza sostiene al mundo. Pero ¿qué es pues la esperanza? La esperanza cristiana es mucho más que una certeza, mucho más que un sentimiento de confianza en que todo saldrá bien. No es solamente un cosquilleo en el corazón. Eso es sólo el inicio. La esperanza cristiana es una manera de vivir y de prepararnos para la vida. Es la encarnación de la gracia, la solidificación de las aguas del bautismo.
Fíjate bien, cuando las abejas son muy jóvenes y comienzan a nutrirse del dulce néctar de los campos, la misma abundancia de alimento las estimula y comienzan a segregar alrededor de sus pancitas pequeñas gotitas de cera que al secarse se convierten en sólidas escamas. Luego ellas mismas se desprenden de esas escamas y con sumo cuidado las pegan unas con otras para formar el panal donde se almacenará el néctar que sigue llegando a la colmena. Algo así es el misterio de nuestra esperanza. Recibimos el abundante néctar de la esperanza con las aguas bautismales cuando éramos todavía muy pequeños, incapaces de contener en nosotros la sobreabundancia de la gracia. Por eso la esperanza se hizo sólida, para que podamos guardar en ella los tesoros de la gracia que en nosotros no podemos contener.
En la vida presente cada uno de nosotros es como una abeja que recibe abundante alimento. Tanto néctar espiritual es la esperanza, que solidifica en las buenas obras, en la práctica de la caridad, para que podamos ir construyendo un panal. Pero si la abeja negligente no se preocupa de cargar con su cera y no ayuda a construir el gran panal del reino, aunque reciba abundante néctar, no encontrará dónde depositarlo. Y el cosquilleo que le produce el néctar en la boca la lleva a la desesperación. A los santos, diligentes abejas obreras, la abundancia del néctar los llena de honor y alegría. Tienen en sus buenas obras celditas sólidas para conservar la abundancia de la gracia. Pero los que viven sin esperanza, sin construir las celdas de las buenas obras, no tendrán dónde guardar los tesoros de la gracia. Tener esperanza es llevar en la minúscula escama de nuestras buenas obras el Reino entero; es ensanchar el corazón para hacer con él el gran panal para la gloria de Dios.
Por eso en este día de gracia la Iglesia llora, reza, da limosnas, para construir el panal del reino donde nuestros hermanos difuntos puedan guardar la miel generosa de Dios, dueño de los campos. La Iglesia llora en este día de gracia como Abraham lloró en la fe la muerte de su esposa Sara y le construyó también en la fe un sepulcro, un relicario que prefiguraba el cuerpo eucarístico, donde se alojan nuestras almas cuando nuestros pobres cuerpos vienen menos.
Fíjate bien. Abraham, el célebre forastero, también recibió hospitalario el amargo sabor de la muerte. Lloró, como sabia abeja que traga el néctar y lo traspira en gotas de cera. Lloró así para enseñarnos cómo hay que recibir a un huésped tan incómodo, herético y maleducado como la muerte que siempre se lleva lo que tanto amamos: hay que hospedarla como a un mensajero de Dios, pero no para quedarse por siempre. El mismo Señor Jesús hospedó en su carne el cruel aguijón de la muerte, pero sólo por tres días.
La Iglesia llora, porque el Señor Jesús lloró la muerte de su amigo. No lloró a su amigo muerto, porque para él todos viven, pero lloró su muerte, lloró lo que le sucedió a su amigo. Dios lloró, y un llanto más libre que el suyo no se puede imaginar. El Señor lloró porque el llanto es el lenguaje de los recién nacidos. Es la prueba de que hemos nacido, el primer néctar de la vida. Luego hay que convertir el llanto en buenas obras.
Es curioso, cuando las abejas han llenado el panal, pasan largas horas abanicando con sus alas la miel, para que se evapore el agua y ya no pueda corromperse. Se oye entonces un suave murmullo a una sola voz. Nuestro Padre Benito me dijo el otro día que es porque están rezando. Y tiene razón. La Iglesia reza en este día, levanta sus manos en oración, para que se sequen las lágrimas y ya nada corrompa el verdadero gozo. Construyamos, pues, el panal de las bienaventuranzas. No hacerlo, por odio, rencor, resentimiento, sería un homicidio.

domingo, 18 de mayo de 2008

"Respicite volatilia caeli, quoniam non serunt neque metunt neque congregant in horrea, et Pater vester cælestis pascit illa. Nonne vos magis pluris estis illis?"

Dominica VIII per annum

Dice la Escritura que cuando Adán estaba en el paraíso podía comer de todos los árboles que Dios plantó. Pero Dios le prohibió comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. Adán tenía todo cuanto necesitaba para ser feliz, pero un día, instigado por el tentador, comenzó a preocuparse por lo que habría de comer. Una fiebre maligna comenzó a apoderarse de su voluntad, y Adán quiso comer el fruto del árbol prohibido. Su fiebre funesta no paró con probar el fruto. Bien pronto comenzó a preocuparse por su desnudez, por lo que habría de vestir, y por el mañana, y por tantas cosas.
Por eso el Señor Jesús vino al mundo para devolvernos el antiguo precepto, quiso devolvernos su mandato de amor: “No se inquieten, pues, pensando: ¿qué comeremos o qué beberemos o con qué nos vestiremos?”
Con todo, este mandato todavía nos desconcierta. Basta tener una visión más o menos adulta de la vida para poder decir que hemos experimentado su frágil dureza, impredecible. ¿Quién de nosotros no ha escuchado desde lo más íntimo de sus entrañas un grito, una plegaria, una súplica que parece venir de otro y al mismo tiempo es la más nuestra, y que suplica a Dios que cambie el mañana? ¿Quién de nosotros no ha pedido a Dios que por fin podamos partir nuestro pan con menos amargura o que nuestros vestidos no estén ya bañados de lágrimas o gastados de vejez?
El mandato de Cristo nos hace reír: “No se preocupen”. ¿Y cómo no vamos a preocuparnos si no encontramos otras palabras para orar más que nuestras pobres preocupaciones? “El Padre ya sabe que tienen necesidad de estas cosas”. Y si lo sabe, entonces ¿para qué sirve nuestra oración, puede algo nuestra súplica para cambiar los designios divinos?
Fíjate bien. El buen legislador da todo lo necesario para que se cumpla su mandato. Un Maestro dice que así como es evidente que Dios no concede cosechas sin haber dado antes la semilla, que no da la ciencia y el conocimiento sin antes hacernos recorrer el camino intelectual, que no da la redención sin el Redentor, así tampoco hay vida interior, vida del alma, sin oración. La oración es la mejor prueba de la Providencia divina que dispone todo con firmeza y suavidad. Desde la creación del mundo, Dios ha dispuesto la oración como semilla de cualquier cosecha espiritual. “Miren las aves del cielo, que ni siembran, ni cosechan, ni guardan en granero, y sin embargo, el Padre celestial las alimenta. ¿Acaso no valen ustedes más que ellas, ustedes que sí siembran la semilla de la oración, que cosechan en el espíritu y almacenan en el cielo sus buenas obras?
Y es que la oración es como un río que baja de la montaña, con sus aguas siempre cambiantes, siempre con nuevos brillos, nuevas claridades, nuevos ímpetus. Pero la roca de la que mana es siempre la misma, no cambia jamás. Así es nuestra oración. Dios es la roca y nuestra plegaria son sus aguas. La roca no cambia jamás, pero es la causa del movimiento de nuestras aguas. Oramos porque Dios nos ha dado la oración como alimento y bebida y vestido para recorrer el camino de la vida. Nuestra oración es el llanto, el grito, el canto de la Providencia cuando recorre nuestros caminos, cuesta abajo.
A esto se refiere el Señor cuando dice: “Busquen primero el Reino de Dios y su justicia”. El Reino de Dios es él mismo caminando los caminos de los hombres, gimiendo en sus cunas, bendiciendo sus sembrados, recorriendo sus caminos, padeciendo sus dolores. "El Espíritu ora en nosotros". Y su justicia es su presencia que acompaña por igual a buenos y malos, a justos y pecadores, llamando a todos continuamente a su luz.
Dejemos pues, la preocupación, pero no abandonemos la plegaria. Seamos como los lirios del campo que, aun creciendo entre espinos no se preocupan, sino que se elevan al cielo con una sabiduría mayor que el esplendor de Salomón. Cristo, el verdadero Salomón, no tuvo horror de florecer como lirio entre espinas. Se elevó al cielo y llevó por añadidura todo lo humano, el humilde polvo de nuestra tierra y de nuestras plegarias.

viernes, 21 de marzo de 2008

Via Crucis DN Jesu Christi

Feria VI in Parasceve
RP Domnus Evagrius OSB præparavit

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Señor mío, Jesucristo, Dios y hombre verdadero me pesa de todo corazón haber pecado, porque he merecido el infierno y perdido el cielo. Y sobre todo porque te ofendí a ti, que eres bondad infinita, te amo con todo el corazón y propongo con tu gracia no volver a pecar.

Primera estación
La agonía en el huerto
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos, porque con tu santa cruz redimiste al mundo
En el Cántico más bello de Salomón está escrito: «Levántate, hermana mía, paloma mía, hermosa mía, y ven, porque, mira, el invierno ha pasado, la lluvia cesó y se fue, han aparecido las flores en nuestra tierra; el tiempo de la poda ha llegado; la voz de la tórtola se ha oído en nuestra tierra: la higuera ha echado sus yemas, y las vides en cierne exhalaron su fragancia». Estas son las palabras de Cristo en el huerto de su Pasión. Son palabras que Cristo susurra a sus amigos: «Levántense, velen conmigo. Porque el diluvio de la ira de Dios ha cesado, y caen en la tierra gruesas gotas de sangre, flores de la misericordia; el tiempo de la poda ha llegado. Toda rama que permanece en mí y produce fruto, mi Padre la limpia, para que produzca más fruto».
Padrenuestro

Segunda estación
El Señor es condenado a muerte
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
El Señor agonizó en el huerto mientras sus discípulos dormían, para mostrarnos que esta salvación no proviene de nuestras obras, sino de su divina misericordia. Pedro negó a Cristo cuando una criada le dijo: «También tú estabas con él»; así mostró el misterio del hombre: Adán aceptó de Eva el fruto que conduce a la muerte; Pedro, con el corazón envenenado por ese fruto de miedo y pecado no pudo aceptar el fruto de la vida. Cristo fue condenado a muerte mientras su discípulo se calentaba junto al fuego, porque tenía frío en el alma. Pero este fuego encendido por los hombres para mitigar la frialdad de la culpa no bastaba. A esto se refiere la Escritura cuando dice: «No había fuego intenso capaz de alumbrarles, ni las brillantes llamas de las estrellas alcanzaban a esclarecer aquella odiosa noche. Tan sólo una llamarada, por sí misma encendida, se dejaba entrever, sembrando el terror». Por eso el Señor fue condenado a muerte, porque era necesario que su amor ardiera en la zarza de nuestra humanidad y no se apague nunca el calor de la misericordia, la claridad que da vida a nuestras almas, el fuego que nos alimenta.
Padrenuestro

Tercera estación
El Señor lleva la cruz a cuestas
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Condenado a muerte, los soldados pusieron a Cristo un manto de púrpura, una corona de espinas y una caña. El manto de púrpura representa el poder de los hombres, tantas veces manchado de sangre y crímenes. Y la corona de espinas representa los dolores que acarrea. Por eso los soldados se burlan. Se burlan de las fuerzas humanas, se burlan de ellos mismos. Fíjate bien, la Escritura dice que después de haberse burlado de él, le quitaron el manto, le pusieron sus vestidos y lo llevaron a crucificar. Le quitaron el manto de púrpura y le pusieron de nuevo sus vestidos porque el sacrificio de la cruz no es obra del poder humano, sino del poder divino. Pero no le quitaron la corona de espinas, porque Cristo tenía que llevar al cielo las espinas que somos nosotros. El que se puso a los pies de sus amigos, tenía que llevar sobre su frente el dolor de nuestras maldades. Él tuvo que caminar sobre nuestros pasos hacia la muerte para que nosotros caminemos en los suyos hacia la vida.
La caña que le pusieron los soldados representa la frágil naturaleza humana, y Cristo la tomó en su mano derecha como buen Pastor. No dice la Escritura que le hayan quitado la caña de su mano. Sólo añade que enseguida lo llevaron a crucificar. Porque la caña de la naturaleza humana que Cristo lleva a la derecha del Padre, al lugar donde él habita, en la mano divina del Señor se hizo cruz poderosa, cetro de la divina justicia, trono de su gloria. Así se cumplió lo que David cantó en la fe: «Reinará Dios desde un madero».
Padrenuestro

Cuarta estación
El Señor cae por primera vez bajo el peso de la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
La Escritura dice que una vez el patriarca Jacob iba de camino y, al ponerse el sol, se dispuso a descansar. «Tomó una de las piedras que allí yacían, se la puso por cabezal, y se acostó en aquel lugar. Y tuvo un sueño; soñó con una escalera apoyada en tierra, y cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella. Y vio que el Señor estaba sobre ella, y le decía: «Yo soy el Señor, el Dios de tu padre Abraham, y el Dios de Isaac. La tierra en que estás acostado te la doy para ti y tu descendencia. Tu descendencia será como el polvo de la tierra y te extenderás al poniente y al oriente, al norte y al sur; y por ti y por tu descendencia se bendecirán todos los linajes de la tierra. Mira que yo estoy contigo; te guardaré por dondequiera que vayas y te devolveré a este lugar». Este sueño, hermanos y hermanas, era una profecía del misterio de Cristo. Lo que fue enigma, sueño y promesa para el santo patriarca, es realidad para Cristo, que es verdadera roca espiritual y piedra angular de la Iglesia. Cristo yace por tierra bajo la escalera que une el cielo y la tierra. Esta escalera es la cruz. Arriba está el Padre y sus antiguas promesas reposan sobre Cristo, roca espiritual. «La tierra en que estás acostado te la doy para ti y tu descendencia. Tu descendencia será como el polvo de la tierra». Significa que todos los descendientes del patriarca han de bajar a la muerte y serán como el polvo de la tierra. Pero Cristo, al caer por tierra, se extiende como una bendición sobre los que yacen en el polvo de la muerte. Es la promesa de la resurrección: «Mira que yo estoy contigo; te guardaré por dondequiera que vayas y te devolveré a este lugar».
Padrenuestro

Quinta estación
El Señor encuentra a su Madre dolorosa
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Dice la Escritura que cuando Dios restituyó a Job, después de muchos sufrimientos, todo lo que había perdido, le concedió siete hijos y tres hijas. Una se llamó Palomita, la otra Casia, y la tercera, Cuerno de perfumes. «No hubo en todo el país mujeres más bellas que las hijas de Job». Ahora bien, el verdadero Job es Cristo, que en medio de tantos sufrimientos encontró alivio y consuelo en su Madre Santísima. Fíjate bien. Los siete hijos de Job representan la multitud de creyentes, frutos de los sufrimientos de Cristo. Las tres hijas, en cambio, representan a la Virgen Madre de Dios. Ella se llama Palomita, porque es pequeña y sencilla. Se llama también Casia, porque en el Antiguo Testamento, casia era uno de los ingredientes exquisitos con que se perfumaba el óleo para ungir la Tienda del Encuentro, al sumo sacerdote, y a sus hijos. Y Cristo, nuestra verdadera Tienda del Encuentro, nuestro sumo sacerdote, tomó la sangre virginal de María para formarse un cuerpo como el nuestro y ungir a un pueblo de sacerdotes. Casia es también un ingrediente del incienso que se quema en el templo. Y Cristo, verdadero templo del Dios vivo, consumió su vida en sacrificio de suave fragancia. Por eso Casia, la sangre purísima de la Madre de Dios es uno de los ingredientes más preciosos de la unción de Cristo, de su sangre derramada. Y ella. La Madre de Dios, se llama también Cuerno de los perfumes, porque ella, que «guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón», es el relicario del perfume de las bodas, de los divinos misterios.
Dios te salve María

Sexta estación
Simón de Cirene ayuda al Señor a cargar la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
La pascua judía es una fiesta familiar. Todos los años, los israelitas debían ir a Jerusalén para celebrarla. Y, luego de inmolar los corderos en el templo, iban y hacían los festejos en las casas. Festejaban su vida y su libertad en la ciudad de salvación, con los de su casa, en el lugar más íntimo y cómodo, el que mejor hablaba de ellos. Pero los peregrinos, los que no vivían en Jerusalén, iban a la Ciudad Santa para la fiesta y buscaban sitio donde celebrar. Entonces podían unirse unos con otros en una casa, y eran como una misma familia por esa noche. Esa noche eran una familia pascual, una misma casa. También el Señor, entró en la Ciudad Santa y fundó para siempre con sus compañeros de camino, con sus amigos de peregrinación, una misma familia: nosotros somos los de su casa. Por eso «no se avergüenza de llamarnos hermanos». Como nos ha enseñado el beatísimo Papa Benedicto, Jesús celebró la Pascua «sin cordero y sin templo, y, sin embargo, no lo hizo sin cordero ni sin templo. Él mismo era el Cordero esperado, el verdadero… Y él mismo es el verdadero templo, el templo vivo, en el que vive Dios, y en el que podemos encontrarnos con Dios y adorarle». Hermanas y hermanos, la cruz es, entonces, nuestra Jerusalén, Ciudad de Paz, la casa en que habitamos, nuestra tierra prometida, donde echamos raíces y estamos crucificados con Cristo: él vive en nosotros y nosotros vivimos de la fe en él. Porque hemos comido su carne y bebido su sangre, y su vida divina corre en nuestras vidas como en un templo, como la savia vital corre por la cepa y los sarmientos de la vid hasta dar frutos de suave fragancia. Por eso el peregrino de Cirene cargó con la cruz del Señor, como el sarmiento carga con los frutos de la vid.
Padrenuestro

Séptima estación
Verónica enjuga el rostro de Jesús
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
En el Cántico más bello de Salomón está escrito: «Ponme como un sello en tu corazón, como un tatuaje en tu brazo. Porque es fuerte el amor como la muerte, implacable como el Sheol es la pasión. Saetas de fuego, sus saetas, una llama del Señor. Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo. Si alguien ofreciera todos los bienes de su casa para comprar el amor, se haría despreciable». Es el mandato de Cristo esposo que suplica a la Iglesia que sea fiel a su memoria, que guarde su rostro «sin figura ni belleza». Le pide que lo guarde como un sello en su corazón, pues debe contemplarlo a solas, en el silencio. Pero también le pide que lo guarde como un tatuaje en el brazo, para que en todas las buenas obras que realice los hombres vean el rostro del Amor. Las grandes aguas del pecado y de la maldad no pueden apagar la zarza ardiente del ardor crucificado por amor. Ni los ríos de sangre derramada pueden ahogarlo. Porque fuerte es el Amor, como la muerte, un incendio en el corazón de Dios.
Padrenuestro

Octava estación
El Señor cae por segunda vez bajo el peso de la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
En el libro de los Salmos está escrito: «Pero yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo». Cristo, al caer por tierra como un gusano, se transformó en un humilde escarabajo, que a pesar de tener alas y poder volar, prefirió modelar, con el polvo de la tierra, una casita de barro. Con razón dice la Escritura que con el dinero que Judas recibió por entregar a Jesús, se compró el «Campo del Alfarero», porque Cristo, nuestro buen escarabajo alfarero compró con su sangre nuestra tierra, la modeló de nuevo y se edificó con ella un templo a la sombra de la vida, a la sombra de la cruz.
Padrenuestro

Nona estación
El Señor consuela a las mujeres de Jerusalén que lloran por él
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Los antiguos vieron en los sauces un símbolo de la condición humana. Los sauces llorones dan frutos muertos, que no sirven para nutrir la vida, y sus ramas caen como una lluvia de lágrimas. Bien pronto, los antiguos comprendieron su misterio y comenzaron a plantar sauces en los viñedos, para que, usando las ramas como guías, las vides pudieran trepar y adornaran sus ramas con jugosos frutos de vida nueva. Así es el misterio de nuestra humanidad, que no producía más que frutos muertos, pero cuando Cristo, vid verdadera, se acercó a nosotros, comenzó a trepar por nuestros llantos y a cubrirlos con racimos maduros de vida eterna. «No lloren por mí, hijas de Jerusalén, lloren por ustedes y por sus hijos». Es como si dijera: «Lloren por sus obras de muerte, por sus pecados, para que yo suba a través de sus llantos y los adorne con frutos de sabiduría, justicia, santificación y redención».
Padrenuestro

Décima estación
El Señor cae por tercera vez bajo el peso de la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Cristo dice de sí mismo en el libro de los Salmos: «Aunque camine por cañadas oscuras nada temo porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan». ¿Y qué otra cosa son, hermanos y hermanas, las cañadas oscuras, sino las fatigas y el dolor que Cristo padeció en toda su vida santísima, como hombre entre los hombres? ¿Y no son la vara y el cayado divinos la cruz fiel que nos devolvió la vida? «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan». El Cordero que se ha dejado conducir por el Padre hasta la muerte es el Pastor bueno que conoce a sus ovejas, conoce sus fatigas porque él mismo ha aprendido por el sufrimiento a obedecer.
Padrenuestro

Undécima estación
El Señor es despojado de sus vestiduras
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Cuando Adán vivía en el paraíso, podía comer de todos los árboles del jardín de Edén. Todos le pertenecían porque Dios le había encomendado custodiarlos. En el centro del jardín había dos árboles: el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal. Dios prohibió al hombre comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal; y sin embargo, Adán comió de él. Extendió su brazo hacia el árbol funesto. Y conoció en carne propia, por experiencia, lo que Dios conoce sin experimentarlo: el mal.
El corazón de Adán fue envenenado por la desobediencia y comenzó a sentirse muy mal. Tuvo miedo. Algo en el corazón le hizo saber que se había apartado de Dios y se sintió desnudo.
Entonces Dios cosió túnicas de pieles para Adán y Eva y los expulsó del paraíso para que no comieran del árbol de la vida, pues si comían de ese árbol vivirían para siempre, pero siendo enemigos de Dios. Las túnicas de pieles que Dios cosió para los primeros padres eran túnicas frágiles, débiles. Se desgastan y corrompen con el tiempo. Y finalmente un día vuelven al polvo. Son un traje de viajeros, que Dios, en su misericordia, regaló a Adán. Dios concedió a Adán el sueño de la muerte para que aguardara dormido el perdón y la salvación de Dios. Y el Señor Jesús, que no cometió pecado ni estab sujeto a la corrupción, quiso ser despojado de sus vestiduras para vestir de gloria la desgastada túnica de piel de Adán.
Padrenuestro

Duodécima estación
El Señor es clavado en la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Dice la Escritura que el profeta Eliseo habitaba con la comunidad de profetas. Pero luego los profetas quisieron una casa más grande. Así que dijeron al profeta: «Vayamos al Jordán, y tomemos allí cada uno un madero, para hacernos un lugar para habitar». Fueron, y al llegar al Jordán se pusieron a cortar árboles. De repente a uno de ellos se le zafó el hierro de su hacha y cayó en el fondo del agua. El hombre gritó: «Ay, de mí. Era prestado». Pero Eliseo le preguntó: «¿Dónde cayó?». Y el hombre le mostró el sitio. Entonces Eliseo cortó un trozo de madera y la arrojó al agua. El hierro salió a flote y Eliseo dijo al hombre: «Tómalo». Y el hombre extendió su mano y lo agarró.
Algo así es el misterio del hombre. Cuando Adán extendió su mano para robar del árbol de la desobediencia, perdió el hierro de la gracia divina, los dones que Dios le había prestado para que fuera feliz, cuidara del paraíso y lo habitara en paz. Pero Dios arrojó en las aguas de la muerte el madero de la cruz, para que atraiga el hierro que perdimos, y con sólo extender nuestras manos al madero de la cruz podamos recuperarlo.
Padrenuestro

Decimotercera estación
El Señor muere en la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Sabemos bien que los olivos dan las mejores y más abundantes cosechas sólo después de treinta años de vida. Entonces sus ramas se pueblan de hermosas aceitunas que se columpian alegres acariciadas por el sol. Los antiguos sacudían los árboles cuando las aceitunas estaban maduras y las que no caían las bajaban golpeándolas con palos. El Señor Jesús, transcurridos treinta años, el tiempo perfecto según el cuerpo, como olivo frondoso entró en el huerto de Getsemaní, que significa prensa de aceite. Allí comenzó a derramar el óleo de su sangre, y en el Calvario lo derramó todo. Dice la Escritura que los judíos, “como era el día de la Preparación, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era muy solemne, le rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran”. Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado para poner fin a la agonía. Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas. Cristo entregó voluntariamente su vida entera, madurada al calor de su amor y de su gracia. No fue necesario golpearlo con un garrote para que se rindiera y entregara sus frutos. Al contrario, con la lanza se manifestó la sobreabundancia del vino nuevo y del agua viva del reino.
Padrenuestro

Decimocuarta estación
El Señor es bajado de la cruz y colocado en el sepulcro
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
«Muerto en la carne, pero viviente en el espíritu», Cristo permanece el único, el amado del Padre, la luz risueña de la gloria. Y esta Luz reina desde el madero de la Cruz. —Ave Crux, spes unica!— para que al acercarnos a ella podamos ver la verdad de nuestras obras y juzgarlas según el amor de Dios. En las llagas de Cristo hay un testimonio de su dolor, de su amor hasta el extremo, de su fidelidad al hombre, de su belleza destruida. En las llagas de Cristo la gloria de Dios se desfigura y se transfigura. En sus llagas hay un testimonio de un amor que faltó, de un amor que no pudo ser, el amor de sus hermanos. Si hubiera habido un poco de amor, «nunca habrían crucificado al autor de la vida». Y sin embargo, «era necesario que el Mesías padeciera para entrar en la gloria». En las llagas de Cristo está la gratuidad de su amor transformada en puerta. El hombre que toca las heridas de Cristo encuentra en ellas una puerta al corazón de Dios. Es la puerta estrecha por la que Cristo nos llama a entrar. «¡Qué terrible es este lugar!, verdaderamente es casa de Dios y puerta del cielo». Las llagas de Cristo, escuela del dolor y del amor hasta el extremo, son el inicio de la fe. Entonces nacemos a través de las llagas de Cristo y de sus sufrimientos para una vida nueva en el corazón de Dios.

Padrenuestro

Cuenta la Leyenda Áurea que hubo hace mucho tiempo un pequeño niño, que se llamaba Marcial. Era un niño travieso, como cualquier otro. Su padre trabajaba en un albergue y en sus ratos libres iba al mar a pescar. Cuando la pesca era abundante, Marcial iba por las calles a vender el fruto de las fatigas de su padre.
Un día, cuando había terminado de vender sus pescados, se echó a andar por las calles de su pueblo y vio mucha gente que se amontonaba para escuchar a un muchacho, como de unos treinta años. Marcial logró colarse entre la gente y se sentó en el suelo a escucharlo. Hablaba del Reino de Dios que se parece a una semilla de mostaza, la más pequeña de las semillas, que luego se convierte en un arbusto tan grande que los pájaros vienen y hacen allí sus nidos. Y la gente volvió a sus casas con una semillita del Reino en sus corazones.
Otro día, corrió la voz de que el joven predicador vendría cerca del pueblo. Vino y subió a un montecito y allí se sentó a enseñar. Marcial estaba en primera fila, escuchándolo. Con voz potente y con lágrimas en los ojos, con una emoción tan profunda, como si hubiera aguardado tanto ese momento, el muchacho proclamó: «Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que lloran. Alégrense, salten de gozo, porque sus nombres están inscritos en el cielo». Y los pobres lloraban.
Cayó la tarde, y la gente volvía a sus caminos polvorientos, a su hambre, a sus fatigas. Pero el joven predicador quiso darles de comer. Marcial se acordó que todavía traía en su morralito dos pescaditos que no se vendieron. Corrió a ponerlos en las manos de uno de los seguidores del muchacho, que se los acercó junto con unos panes que ellos traían. Y el muchacho los tomó, los bendijo, y comenzó a partirlos. Ante los ojos del pequeño Marcial ocurrió algo nunca antes visto. Miles de panes y de trozos de pescado. Y la gente compartía la felicidad de volver a casa con un trozo de pan y de pescado para el hambre del alma.
Otro día, Marcial fue con sus amigos a escuchar la enseñanza. Llegó con ellos corriendo para sentarse en primera fila. Pero la gente no los dejaba acercarse. El joven predicador lo vio, se abrió paso entre la gente, lo tomó de la mano, lo abrazó y dijo: «Dejen que los niños vengan a mí, porque de quienes son como este pequeño es el Reino de los cielos». Supo entonces que Jesús lo conocía mejor que nadie y se llenó de júbilo.
Los meses pasaron, y llegó el tiempo de preparar la Pascua. Marcial supo que Jesús vendría con sus amigos a celebrar la Pascua en el mismo albergue donde trabajaba su padre. Y quiso ir a ver. Prometió ser bueno y acompañó a su padre. Cayó la tarde y comenzó la cena. En los ojos de Jesús anidaba una tristeza muy profunda: «Cómo he querido comer esta cena con ustedes antes de padecer». De pronto hizo una seña y pidió agua y una toalla. Marcial se ofreció a llevarla y con toda diligencia se acercó a Jesús. Cuando Jesús lo vio, algo de su profunda tristeza se disipó y le sonrió. Marcial pensó que Jesús iba a lavarse las manos. Pero no. Se arrodilló ante sus amigos y comenzó a lavarles los pies. Marcial había visto a su padre muchas veces hacer eso, ¿pero él, Jesús, el profeta? Ahora Jesús era tan cercano como su padre. «Les doy un mandamiento nuevo, muy nuevo, que hagan lo que yo he hecho. Ámense».
Al otro día. Marcial caminaba por las callejuelas de su pueblo de la mano de su papá. Brincaba alegre. De pronto un griterío entró en la calle y se apoderó del camino. En medio Jesús, con espinas en la frente y una cruz en su espalda bañada de sangre. Marcial se puso rígido de terror y corrió a esconderse. Esa tarde lloró. En su corazón y en su mente resonaban los recuerdos: «Les doy un mandamiento nuevo, ámense”. ¿Y el pescado?, ¿y los panes?, ¿y la suave brisa de las bienaventuranzas? Todo terminó esa tarde.

Del Santo Evangelio según San Lucas
«Él les dijo: "Qué insensatos y qué duros de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas. ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?" Y empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que a él se refería en todas las Escrituras. Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: "Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado". Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: "¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?"»