Dice la Escritura que
cuando Adán estaba en el paraíso podía comer de todos los árboles que Dios
plantó. Pero Dios le prohibió comer del árbol del conocimiento del bien y del
mal. Adán tenía todo cuanto necesitaba para ser feliz, pero un día, instigado
por el tentador, comenzó a preocuparse por lo que habría de comer. Una fiebre
maligna comenzó a apoderarse de su voluntad, y Adán quiso comer el fruto del
árbol prohibido. Su fiebre funesta no paró con probar el fruto. Bien pronto
comenzó a preocuparse por su desnudez, por lo que habría de vestir, y por el
mañana, y por tantas cosas.
Por eso el Señor
Jesús vino al mundo para devolvernos el antiguo precepto, quiso devolvernos su
mandato de amor: “No se inquieten, pues, pensando: ¿qué comeremos o qué
beberemos o con qué nos vestiremos?”
Con todo, este
mandato todavía nos desconcierta. Basta tener una visión más o menos adulta de
la vida para poder decir que hemos experimentado su frágil dureza,
impredecible. ¿Quién de nosotros no ha escuchado desde lo más íntimo de sus
entrañas un grito, una plegaria, una súplica que parece venir de otro y al
mismo tiempo es la más nuestra, y que suplica a Dios que cambie el mañana?
¿Quién de nosotros no ha pedido a Dios que por fin podamos partir nuestro pan
con menos amargura o que nuestros vestidos no estén ya bañados de lágrimas o gastados de vejez?
El mandato de Cristo
nos hace reír: “No se preocupen”. ¿Y cómo no vamos a preocuparnos si no
encontramos otras palabras para orar más que nuestras pobres preocupaciones?
“El Padre ya sabe que tienen necesidad de estas cosas”. Y si lo sabe,
entonces ¿para qué sirve nuestra oración, puede algo nuestra súplica para
cambiar los designios divinos?
Fíjate bien. El buen
legislador da todo lo necesario para que se cumpla su mandato. Un Maestro dice que
así como es evidente que Dios no concede cosechas sin haber dado antes la
semilla, que no da la ciencia y el conocimiento sin antes hacernos recorrer el
camino intelectual, que no da la redención sin el Redentor, así tampoco hay
vida interior, vida del alma, sin oración. La oración es la mejor prueba de la
Providencia divina que dispone todo con firmeza y suavidad. Desde la creación del mundo, Dios ha dispuesto la oración como semilla de cualquier cosecha
espiritual. “Miren las aves del cielo, que ni siembran, ni cosechan, ni guardan
en granero, y sin embargo, el Padre celestial las alimenta. ¿Acaso no valen
ustedes más que ellas, ustedes que sí siembran la semilla de la oración, que
cosechan en el espíritu y almacenan en el cielo sus buenas obras?
Y es que la oración
es como un río que baja de la montaña, con sus aguas siempre cambiantes,
siempre con nuevos brillos, nuevas claridades, nuevos ímpetus. Pero la roca de
la que mana es siempre la misma, no cambia jamás. Así es nuestra oración. Dios
es la roca y nuestra plegaria son sus aguas. La roca no cambia jamás, pero es
la causa del movimiento de nuestras aguas. Oramos porque Dios nos ha dado la
oración como alimento y bebida y vestido para recorrer el camino de la vida.
Nuestra oración es el llanto, el grito, el canto de la Providencia cuando
recorre nuestros caminos, cuesta abajo.
A esto se refiere el
Señor cuando dice: “Busquen primero el Reino de Dios y su justicia”. El Reino
de Dios es él mismo caminando los caminos de los hombres, gimiendo en sus
cunas, bendiciendo sus sembrados, recorriendo sus caminos, padeciendo sus
dolores. "El Espíritu ora en nosotros". Y su justicia es su presencia que acompaña por igual a buenos y malos,
a justos y pecadores, llamando a todos continuamente a su luz.
Dejemos pues, la
preocupación, pero no abandonemos la plegaria. Seamos como los lirios del campo
que, aun creciendo entre espinos no se preocupan, sino que se elevan al cielo
con una sabiduría mayor que el esplendor de Salomón. Cristo, el verdadero
Salomón, no tuvo horror de florecer como lirio entre espinas. Se elevó al cielo
y llevó por añadidura todo lo humano, el humilde polvo de nuestra tierra y de nuestras plegarias.
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