Dominica
XII per annum
Los discípulos no
olvidarían tan fácilmente lo que sucedió aquella tarde. Imagina. Cansados de
una larga jornada de trabajo, oyeron que Jesús quería todavía ir más lejos.
Atravesar el lago al atardecer, de espaldas al sol que caía, era casi una
locura. Como buenos pescadores, los discípulos conocían bien el dialecto oscuro
del cielo cuando se avecina la tormenta. Y Jesús quería hablarles todavía, del
otro lado del lago, de las cosas del Cielo. Por puro cariño y deseo de
aprender, los discípulos comenzaron a cruzar lago adentro.
Jesús cómodamente se
instaló en el fondo de la barca con un cojín bajo su cabeza. Y se quedó dormido
el que es el día sin ocaso. Duerme, sueña. Sueña el que es la Verdad. Sueña con
el reino, el reino de los Cielos. Sueña con las incansables risas de los niños
y las esperanzas de los recién casados, sueña con el ciego que abrió los ojos a
una nueva vida y con el paralítico que ahora camina, sueña con la fe de los
humildes y la caridad de los sencillos. Duerme el Hijo del hombre, con la
cabeza sobre un cojín, él que no tiene dónde reclinar la cabeza. Duerme Cristo,
pero su corazón vela. Vela por la viuda que ha dado, en el templo del que es la
Vida, todo lo que tenía para vivir. Vela por el huérfano que no tiene
protección. Vela por el pobre y por los que sufren. El corazón de Cristo vela
con el secuestrado, con el niño que no se le deja nacer, con la esposa
abandonada a su suerte, con el adicto que ya no tiene sueños, sólo
alucinaciones. Cristo sufre en ellos la pesadilla del dolor.
Un griterío lo sacó
de su sueño. Los discípulos, mareados entre el viento y la tormenta, despiertan
al Amigo con una pregunta desesperada: “Maestro, ¿no te importa que nos
hundamos?” Lo que no entienden los discípulos es que Jesús ya estaba bien
hundido. Sí, bien hundido en la misteriosa profundidad del corazón humano.
Cristo lo sabe todo.
Como niños asombrados
por la magia de su padre, los discípulos contemplaron un milagro. La voz de
Dios hizo callar al mar. Y el viento cesó. Y Cristo les habló de la fe: “¿Por
qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?” Es como si les dijera: “¿Por qué
tenían tanto miedo? ¿Les importa tan poco que me hunda en el profundo misterio
de sus corazones, en sus gozos y en sus penas? Y es que eso es la fe. La fe no
es una confianza ciega en que todo saldrá bien. La fe es la presencia real de
Cristo en toda nuestra vida, en las buenas, en las malas y en las peores. Tener
fe es saber que verdaderamente Cristo se alegra contigo y sufre contigo, como dice
el Apóstol, “Ya sea que vivamos o muramos, somos de Señor”. A él le
pertenecemos y “nuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. A él la gloria
por los siglos de los siglos.