Desde hace algunos
siglos ha existido en la tradición monástica una curiosa práctica. En algunos
monasterios se acostumbra que, al recibir a quien quiere entrar al noviciado
para llegar a ser monje, el abad reúne a toda la comunidad en el coro, y
entonces él mismo se arrodilla delante del postulante, le lava los pies y se
los besa. Luego toda la comunidad le besa los pies y el abad le entrega
entonces el hábito del monasterio.
El gesto es humilde y
francamente incómodo. Tanto que son ya muy pocos los monasterios que conservan
esta práctica. La Regla no prescribe este rito; pero en algún sentido se puede
decir que es una exigencia del amor. Amar es ponerse a los pies del prójimo
para elevarlo, para enaltecerlo.
San Benito manda
recibir a los huéspedes como al mismo Cristo, pues él dirá: «fui forastero y
ustedes me hospedaron». La comunidad honra a Cristo mismo en quienes vienen a
vivir con nosotros; pero también se reconoce pecadora. Por eso se pone a los
pies de quien quiere imitar a Cristo en el camino de perfección.
En adelante, el
novicio tendrá que perdonar una y otra vez a la comunidad que en aquel primer
día se puso a sus pies. Todavía más, desde aquel día, el monje principiante
aprenderá el sagrado deber de leer los corazones para apreciar el amor con que
Cristo es amado en él y no debe menospreciar nada del amor de la comunidad.
Éste es el arte más difícil no sólo en la vida monástica. En un matrimonio
sucede lo mismo. Muchas veces los esposos no quieren saber nada del amor con
que Cristo es amado en ellos. Una densa nube de sospechas y rencores no les
deja ver más que la mala vida de sus consortes. Perdonar más hace germinar
mejor el amor. Pero nosotros muchas veces ya no queremos el amor. Perdonamos
como quien limpia un terreno de abrojos y malezas, pero no queremos sembrarlo
de nuevo. Claro que así bien pronto vuelve a vencer la maleza del odio y del
fastidio.
El Señor Jesús
perdonó los pecados de una mujer que se puso a sus pies mezclando lágrimas y
perfume. Todo pecado ofende los pies de Cristo, porque cuando nuestro corazón
se ensucia, Cristo sigue caminando en él. Cristo recorre en nuestros corazones
la vida que nosotros recorremos con el corazón. Ensuciar el corazón es ensuciar
los pies de Cristo.
Las lágrimas que
vienen del corazón arrepentido lavan los pies de Cristo, y Cristo se inclina
misericordioso para lavar con ellas el corazón del hombre. Pero las lágrimas no
bastan. Hace falta el perfume del amor. Las lágrimas son fe confiada en que
Dios puede perdonar nuestros pecados, pero el amor es el aroma del corazón
perdonado. Sin la fe nadie puede salvarse, pero sin el amor, que es el perfume
de la fe, el corazón del hombre se vuelve un fantasma, una sombra de sí mismo. En
la vida futura, cuando vayamos al cielo, nuestras lágrimas se secarán con el
resplandor de la gloria; pero el perfume de nuestra caridad y de las buenas
obras se elevará ante los pies de Cristo como incienso exquisito. Que Dios nos
conceda la fe necesaria para que nuestros pecados nos sean perdonados y que
podamos por las obras del amor perfumar el mundo entero.