Dice la Escritura:
“La que es verdadera viuda y se encuentra abandonada, espera en el Señor y
persevera en la oración noche y día". Por eso el Señor Jesús enseñó a orar a una
viuda en Naím, cuando le dijo: “No llores”. El Señor dijo a la viuda: “No
llores”, porque la oración necesita silencio. El llanto es nuestro modo de
gritar al mundo nuestra soledad y nuestro abandono. Es la manera como el amor
declara su viudez al universo entero. Y sin embargo, el Señor ordena: “No llores”,
porque la oración necesita silencio, como un bebé necesita silencio para soñar
con un mundo magnífico que aún no conoce. La oración es el sueño del alma, su
vida interior y su reposo. Ningún ruido debe perturbarla.
El Señor dijo a la
viuda “No llores”, porque la oración, como toda semilla, necesita la sequedad y
la aridez antes de germinar. Un corazón seco es tierra preparada para la
semilla de la oración; es tierra humilde y suave. En cambio, un corazón de
fango y lodo es terreno resbaloso. Hace caer en el oscuro abismo de la
desesperación a todos los que pasan por él. Un corazón seco acoge la semilla de
la oración en espera ansiosa de lluvias benditas para abundantes cosechas. Pero
un corazón enfangado con el lodo de la rebeldía desesperanzada, lo pudre todo.
El Señor dijo a la
viuda: “No llores”, porque la oración es un pañuelo impregnado del perfume de
la esperanza. Quienes enjugan con él sus lágrimas dejan en él su rostro
doliente a cambio de la fresca claridad de la esperanza. La oración es la única
sonrisa que el hombre puede imitar sin fingimiento, porque es la sonrisa de
Dios, la sonrisa más sincera, la única sonrisa que no es absurda en medio del
dolor.
La pobre viuda ni
siquiera podía hablar con Jesús. El ruido de su llanto se lo impedía, su corazón
era un terreno enlodado por las lágrimas, sus ojos estaban ciegos a la
esperanza. Hasta que llegó Jesús y le dijo: “No llores”. Entonces el llanto se
hizo oración que germinó en el silencio y dio frutos de esperanza.
El Señor no sólo dijo
a la viuda: “No llores”, sino que en sus palabras le entregó todo cuanto
necesitaba para no llorar. Le entregó el silencio del corazón y la sequedad; le
entregó la esperanza. Pero sobre todo, le devolvió el amor vivo, al entregarle
a su hijo. Muchas veces en la vida experimentamos la viudez del corazón, como
cuando la esposa no puede ser lo que esperamos, y nuestros sueños mueren con
ella. O cuando el esposo deja de luchar por una vida familiar como Dios manda,
y así muere para su esposa y para sus hijos. O cuando los hijos se pierden en
caminos oscuros, pisoteando las flores de la esperanza del corazón de sus
padres.
Una y otra vez, en el
silencio y la sequedad de la oración, Cristo nos entrega de corazón a corazón,
lo que hemos perdido, el amor que nos hizo viudos. Es la oración lo que hace
verdadera la vida que deseamos en los demás. Porque el hombre es siempre deseo.
Siempre esperamos más de los demás. El corazón del hombre por estar arraigado
en la tierra y al mismo tiempo pertenecer al cielo es siempre deseo. Tenemos
solamente un corazón, que nos bastaría para vivir en la tierra, y sin embargo
tenemos amor para vivir con otros muchos en el cielo. Y es que nadie se basta a
sí mismo y, sin embargo, con el llanto lo gritamos todo.
Un día, cuando
estemos juntos en el cielo terminará el deseo y renacerá el amor. Cristo nos
devolverá todo cuanto amamos en esta vida, mucho o poco, y nos devolverá el
amor, ese amor que muchas veces tuvimos que llevar a enterrar fuera de nuestros
ojos, en tierra enlodada de lágrimas. Un día Cristo nos devolverá todo lo que
no pudo ser, con su palabra compasiva: “No llores”. Ahora, en el tiempo
presente, entre consolación y desolación pasamos del llanto a la oración y de
la oración al amor resucitado hasta que vuelva Cristo y nos devuelva todo. Así
sea.
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