Es curioso, los evangelios nos cuentan grandes prodigios y milagros que
realizó Jesús, cuando estuvo aquí, entre nosotros. La Escritura dice que él
pasó por el mundo haciendo el bien y curando a los oprimidos por el demonio,
porque Dios estaba con él. Y la Iglesia siempre vio una prueba de la divinidad
de Cristo precisamente en las grandes obras y prodigios que realizó. Es más,
cuando pensamos en Cristo, lo más natural es creer que todo lo bueno está al
alcance de su mano. Si te fijas, Jesús nunca fundó instituciones. Ni siquiera
la Iglesia es una institución; la Iglesia es esposa, una esposa que nació
crucificada cuando Cristo dormía el sueño de la muerte. Pero una esposa siempre
es mucho más que una institución. Cristo no fundó instituciones. Él no
necesitaba otra mediación para traernos el bien. Cuando se le acercó un
leproso, cuando encontró a un ciego, cuando llegó una viuda que perdió a su
único hijo, Jesús no fundó hospitales, ni asociaciones de beneficencia o de
asistencia espiritual. El Padre del cielo puso todo lo que había creado bueno
en manos de Cristo. Él podía dar inmediatamente todo bien. Y parece que la
Iglesia en sus primeros años gozó también de esta inmediatez respecto al bien.
Dice la Escritura que “los apóstoles realizaban muchas señales y prodigios en
medio del pueblo”, y que “tenían que sacar en literas y camillas a los enfermos
y ponerlos en las plazas, para que, cuando Pedro pasara, al menos su sombra
cayera sobre alguno de ellos… y todos quedaban curados”.
Sin embargo, todo este mediodía pascual, en el que la sombra de Pedro
brillaba como antorcha, lentamente fue atardeciendo en la vida de la Iglesia.
Muy pronto habría que elegir diáconos para el servicio estable de las viudas y
de los pobres. La Iglesia vio sus sombras alargarse en la oscuridad de la noche
y confundirse con las sombras del mundo. En medio de la noche ya no se oye
hablar de grandes prodigios, sino de servicios ordinarios. Y sin embargo, en el
corazón del anochecer resuena la palabra fiel de Cristo: “La paz esté con
ustedes”. Y es que los discípulos de nuestro tiempo, los discípulos de este
anochecer, no tenemos otra luz que la paz de Cristo. El Señor, que había dado a
sus discípulos el poder de realizar proezas, no quiso perpetuar este poder en
todos los discípulos que vendrían después. Quiso dejar en todos sus discípulos
un único poder, el de la paz. “La paz esté con ustedes”. Y les mostró las manos
y el costado. Entonces los discípulos se llenaron de alegría, la alegría propia
de los pacíficos. Habían visto a través de las llagas de Cristo ya no el abismo
desfondado del dolor inocente, sino el abismo de la misericordia, del perdón y
la amistad. Dios mandó su paz a los hombres a través de las llagas de Cristo,
como la luz risueña que se filtra a través de las grietas de los muros. En
adelante los cristianos no tendremos a la mano un antídoto infalible contra el
dolor, pero el dolor de nuestra vida será siempre una puerta para la luz de la
paz que viene de Dios, porque en Cristo el perdón se hizo llaga abierta. Y
cuando pecamos, y nuestra maldad nos pone en guerra contra nosotros mismos, no
tendremos otra esperanza que buscar la paz perdonándonos mutuamente nuestras
faltas.
Cristo nos envió al mundo sin otra
cosa que la paz. Fue lo único que puso en nuestro aliento, cuando sopló en
nosotros la vida resucitada. Y esta paz es muy frágil porque viene todavía de una
llaga abierta. Es mano abierta para bendecir y corazón abierto para la amistad
y el perdón. Conservemos en nuestros corazones el soplo de Cristo, que es la
paz, para que allí donde respiremos, se respire a Cristo. Amemos la paz, porque
es el único poder que Cristo quiso entregarnos para salvar al mundo.
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