domingo, 25 de diciembre de 2011

De incarnatione Verbi


Dios, cuando formó al hombre y le dio aliento de vida, puso en la mente del hombre la chispa de su verdad. Entre todos los vivientes que pueblan la tierra, sólo nosotros los humanos podemos pensar en Dios. Su Nombre y su recuerdo son la piedra angular del edificio de nuestra razón, es más, yo creo que sin esta idea de Dios, la razón humana sería  un absurdo.
Pero nosotros no quisimos abrir los ojos a la luz. Cegamos nuestros ojos con la tiniebla del pecado. Por eso vino Dios en carne humana, oculto en carne verdadera. Se ocultó para encender en nuestros corazones la claridad de su divinidad. Y María fue la primera en acoger en su corazón la luz de Dios. Desde entonces “ella guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”.
Y así, el Verbo de Dios asumió nuestra carne debilitada por la ceguera del pecado y de la muerte. No hubo más remedio que su divinidad; sólo un Dios pudo salvarnos. Y para darnos su divinidad como alimento, nos entregó su cuerpo y su sangre. Pues el Verbo de Dios, al asumir nuestra naturaleza, se unió a ella de tal manera que ya nada podrá separarla jamás. El que era consustancial al Padre, se hizo consustancial a la Madre. Nuestra carne y sangre son su cuerpo y su sangre, y con ellas nos alimenta. La carne que el Verbo tomó de la sangre purísima de María Virgen es la carne de nuestra humanidad, pero admirablemente renovada por la consagración virginal de la gracia.
Los Santos Padres creyeron que Jesús entró en el mundo no como entramos todos los hombres, arrojados al mundo a través de la violencia del amor. Los Padres enseñaron que al  llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, sin concurso de varón. Y su nacimiento, por ser un nacimiento de gloria, fue un nacimiento de paz. La gloria de Dios entró en el mundo pacíficamente a través del claustro virginal de María, sin dejar huella alguna de su paso, sin herir la carne que él había venido a sanar. La Gloria nació en el mundo sin violencia; más bien entró en el mundo milagrosamente. Y, como enseña Santo Tomás, las cosas que se producen milagrosamente bajo el impulso del Espíritu Santo son siempre más perfectas que las que se producen naturalmente, como cuando Cristo convirtió el agua en vino, y ésta no se trocó en vino corriente, sino que se produjo el vino mejor. Así Cristo, milagrosamente nacido de María Virgen, es el hombre más humano, el hombre mejor, a la altura de sí mismo. Su nacimiento es la manifestación de lo que la carne del hombre debe llegar a ser: un cuerpo en tal perfección de comunión entre naturaleza y gracia, que jamás hiere al otro, que no destruye la bondad ni marchita la belleza, sino que consagra la hospitalidad con hospitalidad, sin violencia.
El Verbo de Dios entró en el mundo comulgando con la naturaleza humana, tomando devotamente cuerpo y alma humanos. Y los tomó sin despreciar nada. No tuvo horror de nuestra carne, pero asumió al hombre mejor, al hombre que debemos llegar a ser. Por eso, el nacimiento de Cristo es de algún modo el nacimiento de todos los cristianos. Con toda verdad recuerda san Agustín que cuando comulgamos en el altar de Dios, el sacerdote te dice “Cuerpo de Cristo”, y tú respondes “Amén”, porque afirmas lo que eres, cuerpo de Cristo, nacido de su sangre, fruto de su pasión. Él tomó nuestra carne para darnos una carne mejor, nacida no de la violencia del amor, sino del amor a la paz y la comunión. Nos la dio a nosotros, que no podemos dejar de herir a los demás. Él nos dio la carne que no hiere, la carne que no está en guerra consigo misma, la carne que salva al hombre devorado por la lepra del pecado.
Con toda verdad oyó la doctísima Hildegarda la voz de Dios que resonó en su corazón diciéndole que en el pan y el vino del altar germina la divinidad de Aquél que por nosotros se nutrió de pan y vino. La ofrenda se convierte en la carne y la sangre del Señor, pero a los ojos de los hombres parece pan y vino: “porque tan tierna es la fragilidad humana, que le espantaría recibir carne y sangre crudas”.
Por eso, no tengas en poca cosa la carne del Señor, no tengas asco de beber su sangre que es tu sangre y mi sangre. Porque él ha tenido la cortesía de darte carne y sangre verdaderas en la tierna bondad del pan y del vino. Y esta carne y esta sangre son la carne y la sangre que Dios tomó de María.
Por eso hoy la Iglesia te alaba, Señora, y te llama dichosa. Salve, claustro de la caridad de Dios hecho hombre. Salve, orgullo glorioso de sacros ministros. Salve, remedio eficaz de mi carne. Salve, Virgen Madre de Dios. Ruega a Cristo por nosotros.

domingo, 20 de noviembre de 2011

In solemnitate Domini Nostri Jesuchristi universorum regis


En una ocasión, una monja cisterciense tuvo una revelación. Se le apareció el Señor Jesús como un peregrino. Caminaba apesadumbrado y se quejó con ella diciendo que mucho le dolía el que nadie quisiera recibirlo en su casa, que nadie abriera las puertas de su corazón para que él entrara. La monja tomó entonces una lámpara y la colocó en medio de un cementerio. Entonces las gentes le preguntaron por qué hacía aquello, por qué dejaba una lámpara encendida en el cementerio. Y ella les respondió: “Porque así está Cristo entre la gente del tiempo presente, como una lámpara en medio de hombres muertos que no gozan del calor del amor, que no abren el corazón a la claridad de la gracia, que no reciben en su casa la luz de la verdad”.
En otra ocasión, esta misma monja tuvo otra visión. Le pareció ver a Cristo que venía a su encuentro vestido como un gran rey. Con dulce majestad entró Cristo en la habitación de la monja y se reclinó junto a ella sobre una almohada de amor. Y la monja reposaba en una almohada de dolor. Entonces Cristo le dijo: “Pídeme lo que quieras y te lo concederé”. La monja le respondió: “No te pido, Señor, que me hagas morir de amor, sino que me hagas morir de amor en amor, a la manera como el gorrión salta de rama en rama y el cristiano va de gracia en gracia. Porque quien muere de amor, queda finalmente inerte en manos de su amado, pero quien muere de amor en amor, muere y resucita una y otra vez para que el amado corra siempre tras su amada".
Y es que hay dos maneras de ser cristianos. Una es yaciendo muertos en vida, si no permitimos que el amor de Cristo y el calor de su misericordia nos iluminen. La otra manera es morir de amor en amor, sin que nada nos detenga ni entretenga. Ahora bien, todos sabemos que se puede morir de amor, pero no podemos decir a quién le ha sucedido algo así.  Morir de amor  es algo muy serio. Morir es entregar la vida. Y morir de amor es entregar la vida por amor. Por eso, desde que Dios se hizo hombre, cada día viene a ti como niño hambriento del pan de tu mesa, como adolescente sediento de tu escucha y aceptación, de tu sabiduría  y experiencia. Viene a ti como forastero cargado de rechazos. El que se despojó de su gloria viene a ti despojado, buscando cobijo en la bendición con que Dios ha dado calor a tu casa. El que era la Vida y se hizo llaga abierta por amor, aguarda doliente tu visita. El que siendo invisible en su gloria asumió la cárcel del cuerpo quiere que lo vayas a ver en su cautiverio. Y todas estas cosas son una tarea muy difícil. Exigen la entrega de la vida por amor. Exigen ir muriendo cada día de amor en amor, exigen vivir muriendo.
Todos somos egoístas de nacimiento. Venimos al mundo envueltos en la oscuridad de nuestro amor propio, de nuestro interés y nuestras ambiciones. Por el bautismo se enciende  en nosotros la luz de la gracia y de la caridad. Edificar el Reino de Dios es ir venciendo cada día nuestras tinieblas e ir avivando más y más el fuego del amor de Dios. Así seremos cada vez más “luz en el Señor”. Y moriremos a nuestras tinieblas por amor, de amor en amor.
Cristo vino al mundo en nuestra verdadera carne y así vendrá de nuevo, rey y soberano de todo. Pero mientras aguardamos su segunda venida él viene muchas veces para prepararnos y asegurarse que su primera venida no fue en vano. Con toda verdad un Maestro enseña que Cristo muchas veces nos visita para “convertir nuestro orgullo en humildad, esa humildad que él mismo mostró cuando vino por vez primeraAsí por la humildad él podrá transformar nuestro cuerpo de humilde condición a semejanza del cuerpo glorioso que él manifestará cuando venga al final de los tiempos”. Siendo, pues, la primera venida por gracia, la última venida será por gloria; pero Dios viene ya ahora en nuestras vidas en gracia y en gloria, cada día. En gracia porque asistir a los pobres de Dios nos consuela, y en gloria porque al aliviar los sufrimientos de los más necesitados adelantamos la felicidad eterna. En su primer venida Cristo se manifestó frágil, y en la segunda se manifestará temible. Por eso ahora viene cada día frágil como un hambriento, y temible como forastero, enfermo y encarcelado. No despreciemos pues a Cristo que viene cada día a nosotros. Con sabiduría asistamos al Rey y Pastor que cada día viene al encuentro de sus ovejas.

domingo, 6 de noviembre de 2011

“Ecce sponsus! Exite obviam ei”

Dominica XXXIII per annum

Hace algún tiempo, que podría haber sido ayer o antier, un poeta ahogado por el dolor decidió callar sus cantos. Pasaron los días, como jirones de eternidades, y una mujer le preguntó por el silencio. –“¿Seguirá el silencio?” Y el poeta respondió: –“Por eso está la palabra de los otros poetas que también me revelan. A veces se mira el silencio como una negación de la palabra. No, el silencio es el reverso de la palabra. Las grandes palabras, las que hablan de verdad, nacen de profundos silencios, y la palabra se recoge en el silencio […] La poesía es mi patria y los poetas son mis hermanos y esos poetas me dicen al decirse”.
Para nosotros, monjes cenobitas, la vida común es indispensable para recoger la palabra divina entre las matas marchitas de la soledad y el silencio. En la comunión de nuestras soledades cosechamos la palabra divina. En la troje común de nuestro silencio depositamos las mismas semillas ruidosas de la palabra de Dios. Como el niño campesino que pregunta a su padre sobre las hierbas buenas que parecen malas, como el aprendiz que pregunta si los frutos ya están maduros y pueden cortarse, así el monje pregunta a sus hermanos por el nombre de Dios y su palabra misteriosa. La ayuda comunitaria es indispensable en el trabajo de cosechar la voz de Dios. Además, los monjes confiamos firmemente en que la Iglesia ruidosa hablará al mundo de nosotros y por nosotros, mientras nosotros nos sumergimos en el silencio. Porque la Iglesia debe estar en todas partes, en el silencio y en el ruido, en la luz y en la tiniebla, en la alegría y en el dolor, en la guerra y en la paz.
Fíjate que también cuando el hombre estaba solo en su paraíso, Dios no quiso dejarlo así, solo. Le dio como ayuda la belleza viva, la suavidad humana, la generosidad hasta el peligro, el calor de la mirada amante, le dio a la mujer. Fíjate que los santos llevan aureolas porque la luz de sus mentes va más allá de sus pequeñas cabezas. Dios ama el que vayamos más lejos de nosotros mismos, ama la comunión, ama el amor.

Sin embargo, hoy hemos escuchado a Jesús, en su parábola. Diez vírgenes, cinco de ellas necias, imprudentes. Y nadie puede hacer algo por ellas, pobres insensatas, sin sentido práctico de la vida. Las prudentes no pueden comunicarles el aceite de su prudencia. Y el esposo no las reconoce, como si no bastara el rayito de luz de las prudentes para delinear su rostro. Esto nos preocupa.
Y es que en la vida común cantamos juntos, caminamos juntos, reímos juntos, nos fatigamos juntos, luchamos juntos, pero hay un punto de la aventura espiritual donde el hombre está solo, a solas con Dios. El problema no es si pertenecer o no al Reino: “El Reino de los cielos es semejante a diez jóvenes”. Las diez eran del Reino. El tedio, la desesperación, el sueño y la muerte tampoco son el problema: “Como el esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron”. El problema es de aceite, y aquí hay un misterio.
Cuando leo este pasaje de la Escritura por alguna extraña razón me viene a la mente un fragmento de una antigua fábula del Quiché. Cuentan que dos héroes mitológicos, Hunahpuh e Ixbalanqué, fueron llamados a luchar en el inframundo, porque los señores de la engañosa región de las sombras estaban enfurecidos de la alegría de los hombres sobre la tierra. Así, los dos héroes se dirigieron a la primera prueba que consistía en atravesar la Casa Oscura con solamente una raja de ocote y un cigarro encendidos. Los señores infernales confiaron en que los dos héroes no pasarían la prueba porque al final del recorrido debían devolverles el ocote y el cigarro enteros. Pero nuestros héroes hicieron algo sorprendente. Tomaron plumas de guacamaya y con ellas iluminaron el ocote y con luz de luciérnagas iluminaron el cigarrillo para que no se consumieran. Lo señores infernales los vigilaban desde lo alto mientras atravesaban la Casa Oscura y sus corazones ardieron de ira al ver que nuestros héroes atravesaron la Casa Oscura sin perderse, con su cigarrillo y su ocote bien encendidos y al mismo tiempo bien apagados.
Puede ser que este tipo de tretas funcionen bien en el infierno. Al diablo se le puede engañar. Él mismo se engaña. Lo cierto es que en el Reino de los cielos no es así. Un poeta ha de ser siempre una mirada, un sentir que permanece a través del silencio. Un monje es siempre el aceite de una lámpara encendida a mediodía. Su noche consiste en no alumbrar, ni brillar. Su noche es el silencio y la soledad. El monje no brilla porque Dios sí brilla. Calla el monje porque Dios calla con un silencio más grande, como la lámpara calla cuando el sol resplandece, o como el aceite calla cuando la llama brilla. Una comunidad está contigo en el claustro para ayudarte, pero hay un punto en que tú estás a solas con Cristo. A solas con Dios como el aceite con el fuego. Y nadie puede cumplir lo que tú has prometido. Nadie puede vivir por ti ni alumbrar por ti. No puedes decir que no traes aceite porque eso es cosa de los prudentes, ni puedes decir que no traes aceite porque basta la luz de Dios. Te toca a ti. Nadie va a asumir la paternidad con que Dios te ha bendecido a ti. Nadie va a amar en lugar tuyo. Te toca a ti. Una esposa siempre es el honor de su esposo. Y si el poeta, el monje o la esposa han perdido su aceite, de nada sirve que hayan brillado alguna vez ante los ojos de los hombres. Puedes comprar aceite ante los ojos de los hombres: “¡vayan a donde lo venden!”, pero ante los ojos de Dios, que ven en la oscuridad de la noche, no se puede comprarlo. Porque el aceite es la sabiduría para vivir y para amar, el gozo de despertar y ver al Esposo celestial en medio de la noche, en la oscuridad del mundo. Porque el aceite es la verdad de tu vida, el aceite eres tú mismo.

domingo, 16 de octubre de 2011

"Reddite ergo quæ sunt Cæsaris, Cæsari et quæ sunt Dei Deo"

Dominica XXIX per annum

Creo que todos pagamos impuestos para conservar la paz, impuestos para mantener la limpieza pública, impuestos para fabricar la belleza urbana, impuestos para asegurarnos nuevas ciudades, impuestos para no destruirnos unos a otros. No hay virtudes civiles que florezcan sin impuestos. Las más hermosas ciudades no nacen por generación espontánea. Se edifican nutridas por el cansancio y la sangre de sus ciudadanos. Ninguno de nuestros monasterios se erigió como ciudad monástica sin que cada monje rindiera entre sus muros el tributo de su vida.
Decimos que los impuestos son justos cuando buscan el bien común. Pero no seamos ingenuos. El bien común siempre es más difícil de lograr de lo que pensamos. La ambición desmedida, la corrupción, la apatía, el conformismo, un extraño gusto por destruir lo bueno sólo por arruinar el mundo, son los estorbos que nosotros mismos ponemos a nuestra búsqueda del bien común. Hacer tu parte en la búsqueda del bien común es ya de por sí algo bueno a favor de la vida.
Esto es fácil de entender, pero muy difícil de practicar. Este año creo que todos hemos sufrido las consecuencias de la escasez de lluvias. Pueden ver nuestros diminutos elotitos convertidos en mazorcas. Como comunidad hemos trabajado mucho en esos campos y hemos disfrutado mucho de la amistad que proporciona la fidelidad de la tierra. Hemos podido cosechar nuestro maíz y hasta compartirlo en la caridad. Aún esperamos que las flores silvestres crecidas entre las milpas nos proporcionen algo de miel. Pero las escasas lluvias no prometen gran cosa. Las ganancias serán modestas. ¿Cómo podríamos convencer a quienes cultivan hierbas venenosas de que el trabajo honrado es el camino mejor si nosotros mismos casi salimos perdiendo? Y es que el cristianismo siempre debe caminar por el camino más difícil. “Den, pues, al César lo que es del César”.
Ayer comentaba con alguien que hace algunas décadas se consideraba a los espíritus que negaban la vida en otros planetas como gente de mente cerrada y mirada estrecha. Yo nunca he creído esa posibilidad. No creo que haya vida en otros planetas porque continuamente me maravillo de tan grande milagro en este planeta. Si creemos en la evolución, necesariamente afirmamos que la vida es un verdadero misterio, algo muy raro, tan raro que tuvo que remar contra corriente y evolucionar para adaptarse a un mundo que de por sí le era adverso. La evolución sería un absurdo si la vida fuera una obviedad, algo muy fácil de darse aquí y en todas partes. No, la vida es algo muy raro y por eso precioso. Tuvo la humildad de adaptarse y aceptar el reto de luchar en medio de todo lo que le era adverso. Desde niño he visto nacer pájaros, peces, reptiles, abejas y muchas bestias más. En los nacimientos en que hay menos lucha, peligra más la vida. El polluelo que no lucha contra el cascarón se asfixia, el pececillo que no nada contra corriente acaba desgarrado contra alguna roca, a la abeja que no roe el opérculo de su celda natal le revientan las entrañas. El milagro de la vida se humilla siempre para aceptar las condiciones de esta tierra de todos, del aire común, del agua que todos bebemos. No somos nosotros, los humanos, los únicos que hemos luchado por la vida. No somos los únicos que sabemos de dolor, de traiciones estructurales, de malas pasadas. Todos los vivientes han puesto la verdad de sus vidas al servicio del mundo de todos, en medio de muchas adversidades. Dar al César lo que es del César es tener la humildad de luchar por la vida presente sin hipocresías, sin hacer trampas, hasta las últimas consecuencias.
Nosotros, los cristianos, sabemos que mientras construimos una ciudad terrena para custodiar la honestidad de la vida, se nos prepara una ciudad celeste, donde la vida no lucha más en medio de precariedades. Por eso el cristianismo es la custodia, el sagrario, el tabernáculo de la vida. Dios nos ha encomendado llevar la vida de la ciudad terrena a la ciudad celeste donde Dios reina. Ahora vemos la vida como una vieja moneda gastada, grabada con la imagen del tiempo que pasa. Pero cuando esto corruptible se vista de incorrupción, la vida tendrá la imagen de Dios inmortal. Pidamos a Dios que nos ayude a dar lo mejor de nosotros mismos a favor del bien de todos, a favor de la vida, y que su reino venga pronto a nosotros para que nuestra vida vuelva a sus manos.

viernes, 22 de abril de 2011

Via Crucis DN Jesu Christi


Feria VI in Parasceve

Al RP. Benito Verber OSB, con cariño y admiración
RP Domnus Evagrius OSB præparavit















En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo
Señor mío, Jesucristo, Dios y hombre verdadero me pesa de todo corazón haber pecado, porque he merecido el infierno y perdido el cielo. Y sobre todo porque te ofendí a ti, que eres bondad infinita, te amo con todo el corazón y propongo con tu gracia no volver a pecar.

Primera estación
La agonía en el huerto
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos, porque con tu santa cruz redimiste al mundo
En el Cántico más bello de Salomón está escrito: «¡Ya viene mi amado! ¡Ya escucho su voz! Viene saltando sobre los montes, brincando sobre los collados. Mi amado es como un venado: como un venado pequeño. ¡Aquí está ya, tras la puerta, asomándose a la ventana, espiando a través de la reja!» Éstas son palabras de la Iglesia que contempla a Cristo como un venadito. Lo llama «venado pequeño» porque «él no cometió pecado ni hallaron engaño en su boca; cuando lo injuriaban no devolvía los insultos, en su pasión no profirió amenazas». Como un venado pequeño que no tiene cuernos para defenderse, así Cristo se entregó a su pasión. Vayamos, pues, a buscar a Cristo que está a la puerta del amor, que se asoma por la ventana de la esperanza, tras la reja de la fe. Para que así, puesto nuestro corazón en pensamientos elevados, podamos saltar con él por los montes de la Ley y los collados de los profetas. «No antepongamos nada a su amor, que Cristo nada antepuso a nosotros».
Padrenuestro

Segunda estación
El Señor es condenado a muerte
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Así como los riachuelos descienden de lo alto de los montes y corren suavemente, sin dar marcha atrás ni un instante, siempre humildes y elegantes, así Cristo se entregó al cumplimiento de la voluntad del Padre. Aceptó con amor el dolor y la muerte. Porque así como el fuego nace para arder, el agua para refrescar, el viento para destruir, así Cristo nació para la pasión. Nació para arder en el amor, para refrescar la vida y para destruir la muerte. «Vayamos también nosotros a morir con él», pues con toda verdad se dice de Cristo que «nació hombre, murió como toro del sacrificio, se levantó de la tumba como un león y se elevó a los cielos como un águila». Para eso vino al mundo.
Padrenuestro

Tercera estación
El Señor lleva la cruz a cuestas
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
En el mundo de las orquídeas, existe una misteriosa planta cuya flor asemeja a un insecto igualmente misterioso. Se trata de una orquídea exótica con flores de formas rosadas que simulan una mantis religiosa. La mantis, a su vez, con la forma de sus patas de suave color rosa se asemeja perfectamente a la flor. Y es tan perfecto el disfraz que a veces los mantis machos confunden la flor con su hembra, y al abrazarla la polinizan, haciéndola fecunda. Me pregunto ¿cómo pudo la mantis disfrazarse de flor si en ello se esconde una trampa? O ¿cómo pudo la flor disfrazarse de insecto, si no puede verlo? Algo así sucede en el misterio de la cruz. Cristo, al abrazar el árbol de la cruz, hizo fecunda la maldición de la muerte. Y la cruz, al acoger en sus brazos al fruto de la vida, quedó para siempre revestida de vida nueva. ¡Oh admirable prodigio! El fruto de la vida carga su árbol. La ciega muerte se reviste de la luz de la vida, y la vida se entrega por amor en la trampa de la muerte. ¡Salve, Cruz, esperanza única!
Padrenuestro

Cuarta estación
El Señor cae por primera vez bajo el peso de la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
En una ocasión, San Anselmo, el Doctor Magnífico, iba de camino a su monasterio, rodeado de su séquito. De repente los perros de su caballería se lanzaron tras una liebre que estaba escondida entre los pastos del camino. La liebre, aturdida por los ladridos de los perros, buscó refugio entre las patas del caballo del Abad Anselmo. Éste, sorprendido, bajó de su caballo, tomó la liebre entre sus brazos y exhortó a los suyos a mirar la liebre y pensar que en el umbral de la muerte nuestra alma angustiada buscará socorro. Y sólo encontrará clemencia si se coloca humildemente en los brazos del Juez. Fíjate bien y no te distraigas. El Señor Jesús, al entrar en el mundo, descendió de su divinidad y tomó la condición de esclavo. Se abajó hasta caer por tierra para que nosotros, que somos polvo y ceniza, podamos acercarnos a su clemencia y recibamos el don de la verdadera libertad. Él que «tomó sobre sí nuestros pecados y cargó con nuestras rebeldías», cayó por tierra, sumergiéndose en nuestra muerte, para que nosotros podamos levantarnos del pecado y adentrarnos en su vida divina. Con razón un Maestro dice: «El cielo se humilla, desciende y se convierte en tierra. ¿Cuándo se levantará la tierra y se convertirá en cielo?»
Padrenuestro

Quinta estación
El Señor encuentra a su Madre dolorosa
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Dice la Escritura que cuando Dios restituyó a Job, después de muchos sufrimientos, todo lo que había perdido, le concedió siete hijos y tres hijas. Una se llamó Palomita, la otra Casia, y la tercera, Cuerno de perfumes. «No hubo en todo el país mujeres más bellas que las hijas de Job». Ahora bien, el verdadero Job es Cristo, que en medio de tantos sufrimientos encontró alivio y consuelo en su Madre Santísima. Fíjate bien. Los siete hijos de Job representan la multitud de creyentes, frutos de los sufrimientos de Cristo. Las tres hijas, en cambio, representan a la Virgen Madre de Dios. Ella se llama Palomita, porque es pequeña y sencilla. Se llama también Casia, porque en el Antiguo Testamento, casia era uno de los ingredientes exquisitos con que se perfumaba el óleo para ungir la Tienda del Encuentro, al sumo sacerdote, y a sus hijos. Y Cristo, nuestra verdadera Tienda del Encuentro, nuestro sumo sacerdote, tomó la sangre virginal de María para formarse un cuerpo como el nuestro y ungir a un pueblo de sacerdotes. Casia es también un ingrediente del incienso que se quema en el templo. Y Cristo, verdadero templo del Dios vivo, consumió su vida en sacrificio de suave fragancia. Por eso Casia, la sangre purísima de la Madre de Dios es uno de los ingredientes más preciosos de la unción de Cristo, de su sangre derramada. Y ella. La Madre de Dios, se llama también Cuerno de los perfumes, porque ella, que «guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón», es el relicario del perfume de las bodas, de los divinos misterios.
Dios te salve María

Sexta estación
Simón de Cirene ayuda al Señor a cargar la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Las sagradas manos de una Virgen amortajaron el cuerpo de Dios con pañales. Las manos sagradas del virginal San José cargaron el cuerpecito de Dios. Manos santas recibieron la santidad de Dios hecha carne. Pero el hijo de Dios hecho hombre abrió sus manos y recibió de nosotros el dolor de la cruz y su ignominia. Por eso, quien por amor carga la cruz está a un paso del cielo, casi toca a Dios, casi carga con Dios. Un Maestro enseña que «el amor nunca está solo; el que con él se casa, encarna el coro de todas las vírgenes». Y en verdad el amor nunca está solo. Quien por amor carga la cruz reúne en la comunión de un solo corazón a todos los corazones virginales que verán a Dios. Y quien toma la cruz con pobreza de espíritu, la recibe como herencia, es su tierra prometida y virginal, donde el corazón se planta y echa raíces.
Padrenuestro

Séptima estación
Verónica enjuga el rostro de Jesús
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Sabemos que los venados cambian de cuernos cada año. Y cuando comienzan a echar cornamenta nueva, sus tiernos cuernos brotan cubiertos de una suave borra, delicada como el terciopelo. Después de algunos meses, los venados tallan sus cuernos entre los matorrales y la borra se desprende, quedándose atorada en las ramas de los arbustos. Entonces vienen otros animalitos, trepan a los arbustos y se deleitan comiendo este manjar muy nutritivo. El Señor Jesús, antes de entregar su vida en el árbol de la cruz, quiso dejar la suave huella de su paso en los matorrales que son nuestras pequeñas cruces de cada día. Por eso dejó impreso su rostro verdadero en el lienzo de Verónica, para que podamos ver el rostro del amor en nuestras vidas y podamos nutrir nuestras almas con la suavidad de su benignidad.
Padrenuestro

Octava estación
El Señor cae por segunda vez bajo el peso de la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
En una ocasión, una monja le habló a la pequeña Teresa del Niño Jesús acerca de una prueba insuperable por la que estaba atravesando su alma. Le dijo: «Esta vez me temo que no puedo más. No puedo ponerme por encima de la situación». A lo que Teresa respondió: «¿Y quién dijo que siempre tengamos que estar por encima de la situación? Si no puedes, pasa por debajo de la situación». Y le contó que cuando era niña en una ocasión en casa de unos vecinos un caballo les impedía pasar al jardín. Mientras los adultos buscaban otro acceso, una amiguita suya no encontró nada más fácil que pasar por debajo del animal. Pasó primero ella y luego le tendió la mano. Teresa la siguió sin tener siquiera que inclinarse mucho, y así pasaron juntas al jardín. Por eso, concluyó Teresa, «No hay obstáculos para los pequeños, ellos se deslizan por doquier». Cristo, al caer bajo el peso de la cruz, nos abrió un camino para la lucha en las dificultades, basta ser humildes, tomar su mano y pasar por debajo de la cruz.
Padrenuestro

Nona estación
El Señor consuela a las mujeres de Jerusalén que lloran por él
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Cada año la Iglesia llora la pasión de Cristo. Y así lo hará hasta el fin de los tiempos. Porque en su hora, su pasión estuvo envuelta de burlas y carcajadas. Por eso la Iglesia llora. Llora el mismo llanto de las santas mujeres que, en su hora, fueron consoladas por Jesús. Llora la Iglesia porque el llanto es el lenguaje con que los recién nacidos agradecen el amor que les dio la vida. Pero ni todas las lágrimas de los redimidos de todos los tiempos bastarían para llorar un amor tan grande como el dolor de Cristo.
Padrenuestro

Décima estación
El Señor cae por tercera vez bajo el peso de la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Un proverbio medieval reza: «La gota perfora la piedra, no por la fuerza, sino cayendo siempre». Este proverbio inculca la virtud de la perseverancia. Pero también enseña que para penetrar en los divinos misterios no hay que usar la fuerza. Es necesario caer suavemente, reposar en lo divino, una y otra vez. Entonces Dios, que «resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes», abrirá sus misterios ante nuestra mirada interior. Así, hemos de reposar sobre el pecho de Cristo, sagrario en el que laten ocultos los divinos misterios. Si nuestros corazones reposan sobre el pecho del Señor cuando el martillo de la cruz se abate sobre nosotros, hallaremos un refugio en su corazón y la cruz será para nosotros una carga ligera, pues su pecho es manso y humilde como el de un cordero; fuerte y terrible, como el de un león.
Padrenuestro

Undécima estación
El Señor es despojado de sus vestiduras
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Noé tuvo tres hijos, Sem, Cam y Jafet, que salieron del arca tiempo después del diluvio,  y de su descendencia volvió a poblarse la tierra. Dice la Escritura que «Noé comenzó a cultivar la tierra, y plantó una viña. Un día Noé bebió vino y se emborrachó, y se quedó tirado y desnudo en medio de su tienda de campaña. Cuando Cam, o sea el padre de Canaán, vio a su padre desnudo, salió a contárselo a sus dos hermanos. Entonces Sem y Jafet tomaron una capa, se la pusieron sobre sus propios hombros, y con ella cubrieron a su padre. Para no verlo desnudo, se fueron caminando hacia atrás y mirando a otro lado». Fíjate bien. La viña que Noé plantó prefigura a la Iglesia, por cuya causa Cristo se entregó a la embriaguez de la pasión y al sueño de la muerte: La tienda de campaña representa el firmamento que fue el único vestido digno de Cristo cuando ofreció el supremo sacrificio de su amor. Los tres hijos de Noé representan misteriosamente a toda la humanidad. Cam simboliza a los incrédulos que se burlan del cuerpo de Cristo, presente en el hambriento, en el sediento, en el forastero, en el desnudo, en el enfermo, en el encarcelado. Los otros dos hermanos, en cambio, representan a los benditos del Padre que ponen el velo de la fe sobre el cuerpo desnudo de Cristo y lo miran presente en los hermanos. A esta visión de la fe se refiere Melitón de Sardes cuando dice: «Él es quien sufría tantas penalidades en la persona de muchos otros: él es quien fue muerto en la persona de Abel y atado en la persona de Isaac, él anduvo peregrino en la persona de Jacob y fue vendido en la persona de José, él fue expósito en la persona de Moisés, degollado en el cordero pascual, perseguido en la persona de David y vilipendiado en la persona de los profetas». Abramos los ojos de la fe y veamos a Cristo, presente en los hermanos.
Padrenuestro

Duodécima estación
El Señor es clavado en la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
En una ocasión, unos ancianos preguntaron a un sabio pagano cómo nacieron las orquídeas. Y el sabio les contó que una vez una diosa bajó del cielo junto a un gran río en oriente. Y comenzó a recorrer el mundo, contemplándolo. Y de las cosas que halló más bellas hizo flores aún más bellas. Mientras se paseaba por la orilla de un río, vio un tigre terrible que abría las fauces feroces. Y encantada por la belleza dorada de su piel y la majestad tremenda de sus fauces, la diosa hizo una flor que asemejaba a un tigre con las fauces abiertas. Vio luego un tropel de toros que corrían en estampida, y, maravillada, hizo una guirnalda de flores que asemejaron una manada de toros saltando. Pero la diosa notó que las abejas no aman el olor de los toros porque no se bañan, entonces dio un delicado aroma a su flor para que las abejas pudieran venir a gustar su perfume. Al atardecer, la diosa vio un grupo de bailarines danzando y también hizo una fiesta de flores de hermosas faldas y brazos en juego. Y cuando cayó la noche, vio una multitud de mariposas revoloteando. Y enamorada de sus alas blancas de luna, hizo también una magnífica flor.
Se acercaba el tiempo en que la diosa debía partir y volver a su cielo. Pero antes de marcharse, la diosa quiso ver por última vez sus flores. Con gran tristeza se dio cuenta de que los hombres descuidados las habían pisoteado y arruinado. Entonces comenzó a recogerlas una por una y a echarlas en su chal para llevárselas consigo. Al fin llegó el día en que debía partir y la diosa comenzó a ascender al cielo. Y mientras ascendía, se le cayó su zapatito que también era una flor. Se inclinó entonces la diosa para ver dónde había caído su zapato. Y mientras buscaba, con la mirada en la tierra, se dio cuenta de que todo se veía muy triste sin la alegría de sus flores. Y mientras se elevaba se compadeció del mundo, extendió su chal y arrojó de nuevo sus flores, que quedaron atoradas sobre las ramas de los árboles. Por eso las orquídeas viven y florecen en las ramas de los árboles. Entonces prometió la diosa que a quienes cuidaran de sus flores les concedería la virtud de la paciencia y de la perseverancia, y les enseñaría la prudencia para proteger lo débil y adherirse a lo fuerte.
Fíjate bien, Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, vino a este mundo para hacer nuevas todas las cosas; las revistió de nueva belleza, la belleza de la gracia, y las perfumó con el aroma del mérito. Pero antes de salir de este mundo para ir al Padre quiso dejar todas las cosas cumplidas en el árbol de la cruz. Allí puso al hombre. Lo elevó para que nunca más sea pisoteado por el hombre ni el pecado lo marchite. Allí, en el árbol de la cruz, está nuestra vida, nuestra esperanza y nuestra resurrección.
Padrenuestro

Decimotercera estación
El Señor muere en la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Sabemos bien que los olivos dan las mejores y más abundantes cosechas sólo después de treinta años de vida. Entonces sus ramas se pueblan de hermosas aceitunas que se columpian alegres acariciadas por el sol. Los antiguos sacudían los árboles cuando las aceitunas estaban maduras y las que no caían las bajaban golpeándolas con palos. El Señor Jesús, transcurridos treinta años, el tiempo perfecto según el cuerpo, como olivo frondoso entró en el huerto de Getsemaní, que significa prensa de aceite. Allí comenzó a derramar el óleo de su sangre, y en el Calvario lo derramó todo. Dice la Escritura que los judíos, «como era el día de la Preparación, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era muy solemne, le rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran». Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado para poner fin a la agonía. Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas. Cristo entregó voluntariamente su vida entera, madurada al calor de su amor y de su gracia. No fue necesario golpearlo con un garrote para que se rindiera y entregara sus frutos. Al contrario, con la lanza se manifestó la sobreabundancia del vino nuevo y del agua viva del reino. Con toda verdad un Maestro dice: «La sangre que mana de las heridas de Nuestro Señor es el rocío de su amor que vierte sobre nosotros. Si quieres ser rociado y florecer sin marchitarte, nunca, ni una sola vez, has de alejarte de su cruz».
Padrenuestro

Decimocuarta estación
El Señor es bajado de la cruz y colocado en el sepulcro
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Poco antes de su entrada en Jerusalén, la ciudad santa, Jesús llegó a Betfagé, al Monte de los Olivos, y allí «envió a dos de sus discípulos diciéndoles: “Vayan a la aldea que está enfrente. Allí encontrarán una burra que está atada, y un burrito con ella. Desátenla y tráiganmelos. Y si alguien les dice algo, díganle que el Señor los necesita y que enseguida los devolverá”. Esto sucedió para que se cumpliera lo que dijo el profeta, cuando escribió: “Digan a la hija de Sión: ‘Mira, tu Rey viene a ti, humilde, montado en un burro, en un burrito, cría de una bestia de carga’». Fíjate bien. Cristo el Señor quiso entrar en Jerusalén montado en una burra y en su cría para mostrar la humildad con que asumió nuestra naturaleza humana, atada desde el pecado de nuestros primeros padres. El Señor los tomó con la promesa de devolverlos enseguida, como asumió nuestra naturaleza humana con la promesa fiel de devolverla resucitada.
Padrenuestro

Del Santo Evangelio según San Lucas
«Él les dijo: "Qué insensatos y qué duros de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas. ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?" Y empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que a él se refería en todas las Escrituras. Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: "Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado". Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: "¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?"»