domingo, 20 de noviembre de 2011

In solemnitate Domini Nostri Jesuchristi universorum regis


En una ocasión, una monja cisterciense tuvo una revelación. Se le apareció el Señor Jesús como un peregrino. Caminaba apesadumbrado y se quejó con ella diciendo que mucho le dolía el que nadie quisiera recibirlo en su casa, que nadie abriera las puertas de su corazón para que él entrara. La monja tomó entonces una lámpara y la colocó en medio de un cementerio. Entonces las gentes le preguntaron por qué hacía aquello, por qué dejaba una lámpara encendida en el cementerio. Y ella les respondió: “Porque así está Cristo entre la gente del tiempo presente, como una lámpara en medio de hombres muertos que no gozan del calor del amor, que no abren el corazón a la claridad de la gracia, que no reciben en su casa la luz de la verdad”.
En otra ocasión, esta misma monja tuvo otra visión. Le pareció ver a Cristo que venía a su encuentro vestido como un gran rey. Con dulce majestad entró Cristo en la habitación de la monja y se reclinó junto a ella sobre una almohada de amor. Y la monja reposaba en una almohada de dolor. Entonces Cristo le dijo: “Pídeme lo que quieras y te lo concederé”. La monja le respondió: “No te pido, Señor, que me hagas morir de amor, sino que me hagas morir de amor en amor, a la manera como el gorrión salta de rama en rama y el cristiano va de gracia en gracia. Porque quien muere de amor, queda finalmente inerte en manos de su amado, pero quien muere de amor en amor, muere y resucita una y otra vez para que el amado corra siempre tras su amada".
Y es que hay dos maneras de ser cristianos. Una es yaciendo muertos en vida, si no permitimos que el amor de Cristo y el calor de su misericordia nos iluminen. La otra manera es morir de amor en amor, sin que nada nos detenga ni entretenga. Ahora bien, todos sabemos que se puede morir de amor, pero no podemos decir a quién le ha sucedido algo así.  Morir de amor  es algo muy serio. Morir es entregar la vida. Y morir de amor es entregar la vida por amor. Por eso, desde que Dios se hizo hombre, cada día viene a ti como niño hambriento del pan de tu mesa, como adolescente sediento de tu escucha y aceptación, de tu sabiduría  y experiencia. Viene a ti como forastero cargado de rechazos. El que se despojó de su gloria viene a ti despojado, buscando cobijo en la bendición con que Dios ha dado calor a tu casa. El que era la Vida y se hizo llaga abierta por amor, aguarda doliente tu visita. El que siendo invisible en su gloria asumió la cárcel del cuerpo quiere que lo vayas a ver en su cautiverio. Y todas estas cosas son una tarea muy difícil. Exigen la entrega de la vida por amor. Exigen ir muriendo cada día de amor en amor, exigen vivir muriendo.
Todos somos egoístas de nacimiento. Venimos al mundo envueltos en la oscuridad de nuestro amor propio, de nuestro interés y nuestras ambiciones. Por el bautismo se enciende  en nosotros la luz de la gracia y de la caridad. Edificar el Reino de Dios es ir venciendo cada día nuestras tinieblas e ir avivando más y más el fuego del amor de Dios. Así seremos cada vez más “luz en el Señor”. Y moriremos a nuestras tinieblas por amor, de amor en amor.
Cristo vino al mundo en nuestra verdadera carne y así vendrá de nuevo, rey y soberano de todo. Pero mientras aguardamos su segunda venida él viene muchas veces para prepararnos y asegurarse que su primera venida no fue en vano. Con toda verdad un Maestro enseña que Cristo muchas veces nos visita para “convertir nuestro orgullo en humildad, esa humildad que él mismo mostró cuando vino por vez primeraAsí por la humildad él podrá transformar nuestro cuerpo de humilde condición a semejanza del cuerpo glorioso que él manifestará cuando venga al final de los tiempos”. Siendo, pues, la primera venida por gracia, la última venida será por gloria; pero Dios viene ya ahora en nuestras vidas en gracia y en gloria, cada día. En gracia porque asistir a los pobres de Dios nos consuela, y en gloria porque al aliviar los sufrimientos de los más necesitados adelantamos la felicidad eterna. En su primer venida Cristo se manifestó frágil, y en la segunda se manifestará temible. Por eso ahora viene cada día frágil como un hambriento, y temible como forastero, enfermo y encarcelado. No despreciemos pues a Cristo que viene cada día a nosotros. Con sabiduría asistamos al Rey y Pastor que cada día viene al encuentro de sus ovejas.

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