Dominica IV post Pascha
Hubo
en el siglo XIX un célebre misionero flamenco que dio su vida por los leprosos
de las islas Hawai. Su nombre era Damián. Desde joven fue enviado al
archipiélago como misionero y allí se entregó enteramente al anuncio del
Evangelio. Por entonces la lepra hacía estragos en la población, por lo que el
gobierno de Hawai decidió deportar a
todos los afectados por la enfermedad a una isla llamada Molokai.
Y
allá quiso ir el Padre Damián. Molokai era entonces una isla desesperada, llena
de hombres y mujeres refugiados en el egoísmo y la inmoralidad. Y el Padre
Damián comenzó allí su obra. Como buen pastor, cada día vendó las heridas de
sus ovejas, y así les contagió la fe y el amor a la vida. Levantó el ánimo en
los corazones de todos, restableció las buenas costumbres, y con las fuerzas de
los menos débiles construyó viviendas, amplió el hospital, levantó una iglesia.
Como buen pastor llevó a sus ovejas hacia verdes praderas: les enseñó a sus
leprosos a trabajar la tierra y a plantar flores. Y organizó una banda de
música, y enseñó a los niños a servir en el altar de Dios.
Diez años sirvió Damián
a sus leprosos con todas sus fuerzas. Hasta que una tarde, al volver a su
choza, quiso lavarse los pies. Vertió el agua sobre sus pies y le pareció que
no estaba suficientemente caliente. Una sensación de terror invadió el alma de
quienes estaban con él. El agua estaba muy caliente, casi hirviendo, y el padre
Damián no la sintió. Finalmente la lepra anunciaba su devastadora presencia. El
amado Padre Damián había sido contagiado. Esa noche no pudo dormir. Enloquecía
de terror. Sin embargo, una fuerza sobrenatural lo ayudó a reponerse. Al día
siguiente la noticia recorrió la isla: «El padre Damián es también un leproso».
A media mañana el Padre
Damián estaba solo en su choza cuando apareció una diminuta figura. Un niño
lloroso se acercó y le dijo entre sollozos: «Padre Damián, perdóname. Yo fumé tu pipa». El enorme
misionero comprendió muchas cosas. Diez años había tomado todas las
precauciones razonables, pero no había siquiera pensado en la pipa. Armado con
la fuerza de la gracia, el Padre Damián abrazó al chiquillo, que lloraba
desconsolado. Y entonces apareció otro que dijo: «Yo también fumé tu pipa»; y luego otro y otro. Con la sabiduría que viene
de la gracia y del perdón, el Padre Damián dijo a los chiquillos: «Vamos, dejen de llorar, una enfermedad tan grande
no podría caber en un agujero tan chiquito». Y se puso a fumar la
pipa junto con los chiquillos, recordando en el corazón que cuando era niño
probaba a escondidas la pipa de su padre.
Al final de su vida, el
Padre Damián dijo: «Estoy feliz y
contento, y si me dieran a escoger la salida de este lugar a cambio de la
salud, respondería sin dudarlo: Me quedo con mis leprosos toda mi vida».
Recuerdo
que hace ya varios meses murió un amigo sacerdote de edad avanzada. Unos amigos
me avisaron que la salud del Padre se debilitaba y fui a visitarlo. Llegamos a
su casa y él estaba completamente solo. Pensaba que lo encontraría rodeado de
gente, pero no fue así. Llegué a convencerme que el Padre se había contagiado
de esa soledad que mueve a tantas personas a buscar a un sacerdote para hablar
con él. El Padre estaba contagiado de la soledad de tantas ovejas que buscan a
su pastor para decirle las cosas que a nadie más podrían decir. Esa tarde
hablamos de muchas cosas, le administré los sacramentos y nos despedimos. Al
otro día murió, y fue sepultado en la entrada de la parroquia en la que había
servido por muchos años.
Años
atrás él mismo había pedido a sus familiares que al morir lo sepultaran en la
entrada de la iglesia, y sus familiares objetaron que toda la gente iba a pasar
sobre él, a lo que él respondió: «Es que eso es un sacerdote, un puente que
une a Dios y a los hombres, y por eso la gente camina sobre él».
Queridos
amigos, con toda verdad dice la Escritura refiriéndose a la vida futura «Ya no sufrirán hambre ni sed, no los
quemará el sol ni los agobiará el calor. Porque el Cordero, que está en el
trono, será su pastor y los conducirá a las fuentes del agua de la vida y Dios
enjugará de sus ojos toda lágrima». Pero en la vida
presente ser pastores nos cuesta la vida, acaba por consumirnos. Precisamente
porque nuestra vida está en la mano de Cristo, y esta mano tiene una llaga profunda
que conduce a la entrega, a la donación, a perder la vida. Cuidar un enfermo
nos desgasta; velar por las necesidades de los hijos, dedicarnos con toda el
alma a un trabajo, a construir un hogar, todo eso nos exige la vida. Toda
vocación cristiana, si es digna de ese nombre, nos arrebata la vida, y todo
buen cristiano debe saberlo. Ser un buen pastor es llevar las ovejas que se nos
han confiado a verdes praderas que aún hay que plantar, en la esperanza, en el
amor, en la fe. Porque eso hizo Cristo por nosotros, ésa es la senda cristiana,
ése es el camino que conduce a la vida. Que Dios nos conceda gastar nuestra
vida construyendo la esperanza en el amor verdadero. Que Dios nos conceda la fe
para perder nuestra vida, y así ganarla para Dios.