domingo, 21 de abril de 2013

"Oves meæ vocem meam audiunt, et ego cognosco eas, et sequuntur me; et ego vitam æternam do eis, et non peribunt in æternum, et non rapiet eas quisquam de manu mea".



Dominica IV post Pascha

Hubo en el siglo XIX un célebre misionero flamenco que dio su vida por los leprosos de las islas Hawai. Su nombre era Damián. Desde joven fue enviado al archipiélago como misionero y allí se entregó enteramente al anuncio del Evangelio. Por entonces la lepra hacía estragos en la población, por lo que el gobierno de Hawai  decidió deportar a todos los afectados por la enfermedad a una isla llamada Molokai.
Y allá quiso ir el Padre Damián. Molokai era entonces una isla desesperada, llena de hombres y mujeres refugiados en el egoísmo y la inmoralidad. Y el Padre Damián comenzó allí su obra. Como buen pastor, cada día vendó las heridas de sus ovejas, y así les contagió la fe y el amor a la vida. Levantó el ánimo en los corazones de todos, restableció las buenas costumbres, y con las fuerzas de los menos débiles construyó viviendas, amplió el hospital, levantó una iglesia. Como buen pastor llevó a sus ovejas hacia verdes praderas: les enseñó a sus leprosos a trabajar la tierra y a plantar flores. Y organizó una banda de música, y enseñó a los niños a servir en el altar de Dios.
Diez años sirvió Damián a sus leprosos con todas sus fuerzas. Hasta que una tarde, al volver a su choza, quiso lavarse los pies. Vertió el agua sobre sus pies y le pareció que no estaba suficientemente caliente. Una sensación de terror invadió el alma de quienes estaban con él. El agua estaba muy caliente, casi hirviendo, y el padre Damián no la sintió. Finalmente la lepra anunciaba su devastadora presencia. El amado Padre Damián había sido contagiado. Esa noche no pudo dormir. Enloquecía de terror. Sin embargo, una fuerza sobrenatural lo ayudó a reponerse. Al día siguiente la noticia recorrió la isla: «El padre Damián es también un leproso».
A media mañana el Padre Damián estaba solo en su choza cuando apareció una diminuta figura. Un niño lloroso se acercó y le dijo entre sollozos: «Padre Damián, perdóname. Yo fumé tu pipa». El enorme misionero comprendió muchas cosas. Diez años había tomado todas las precauciones razonables, pero no había siquiera pensado en la pipa. Armado con la fuerza de la gracia, el Padre Damián abrazó al chiquillo, que lloraba desconsolado. Y entonces apareció otro que dijo: «Yo también fumé tu pipa»; y luego otro y otro. Con la sabiduría que viene de la gracia y del perdón, el Padre Damián dijo a los chiquillos: «Vamos, dejen de llorar, una enfermedad tan grande no podría caber en un agujero tan chiquito». Y se puso a fumar la pipa junto con los chiquillos, recordando en el corazón que cuando era niño probaba a escondidas la pipa de su padre.
Al final de su vida, el Padre Damián dijo: «Estoy feliz y contento, y si me dieran a escoger la salida de este lugar a cambio de la salud, respondería sin dudarlo: Me quedo con mis leprosos toda mi vida».
Recuerdo que hace ya varios meses murió un amigo sacerdote de edad avanzada. Unos amigos me avisaron que la salud del Padre se debilitaba y fui a visitarlo. Llegamos a su casa y él estaba completamente solo. Pensaba que lo encontraría rodeado de gente, pero no fue así. Llegué a convencerme que el Padre se había contagiado de esa soledad que mueve a tantas personas a buscar a un sacerdote para hablar con él. El Padre estaba contagiado de la soledad de tantas ovejas que buscan a su pastor para decirle las cosas que a nadie más podrían decir. Esa tarde hablamos de muchas cosas, le administré los sacramentos y nos despedimos. Al otro día murió, y fue sepultado en la entrada de la parroquia en la que había servido por muchos años.
Años atrás él mismo había pedido a sus familiares que al morir lo sepultaran en la entrada de la iglesia, y sus familiares objetaron que toda la gente iba a pasar sobre él, a lo que él  respondió: «Es que eso es un sacerdote, un puente que une a Dios y a los hombres, y por eso la gente camina sobre él».
Queridos amigos, con toda verdad dice la Escritura refiriéndose a la vida futura «Ya no sufrirán hambre ni sed, no los quemará el sol ni los agobiará el calor. Porque el Cordero, que está en el trono, será su pastor y los conducirá a las fuentes del agua de la vida y Dios enjugará de sus ojos toda lágrima». Pero en la vida presente ser pastores nos cuesta la vida, acaba por consumirnos. Precisamente porque nuestra vida está en la mano de Cristo, y esta mano tiene una llaga profunda que conduce a la entrega, a la donación, a perder la vida. Cuidar un enfermo nos desgasta; velar por las necesidades de los hijos, dedicarnos con toda el alma a un trabajo, a construir un hogar, todo eso nos exige la vida. Toda vocación cristiana, si es digna de ese nombre, nos arrebata la vida, y todo buen cristiano debe saberlo. Ser un buen pastor es llevar las ovejas que se nos han confiado a verdes praderas que aún hay que plantar, en la esperanza, en el amor, en la fe. Porque eso hizo Cristo por nosotros, ésa es la senda cristiana, ése es el camino que conduce a la vida. Que Dios nos conceda gastar nuestra vida construyendo la esperanza en el amor verdadero. Que Dios nos conceda la fe para perder nuestra vida, y así ganarla para Dios.

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