miércoles, 25 de diciembre de 2013

"Et lux in tenebris lucet"


In die Nativitatis Domini Nostri Jesu Christi

Cuando Adán y Eva cayeron en el pecado, sus ojos se abrieron a la vergüenza de una desnudez sin amor. Ese día atardeció buscando ansioso las negras tinieblas. Las mismas tinieblas que una vez desde la esterilidad de su nada alumbraron la luz por la fuerza de la Palabra creadora, esas mismas tinieblas desde aquella noche se hicieron cómplices del pecado. Lo acogieron en su regazo como quien cobija una serpiente para perpetuar su mordedura. Y así, su oscuridad nefasta se prologó de pecado en pecado uniendo los días del mundo como en una única noche.
Esa tarde funesta, Dios buscó al hombre. En vano quisieron ocultarse de Dios. Adán y Eva vieron en sí mismos una desnudez sin amor, mientras Dios seguía viendo en sus sombríos rostros los vestigios de su imagen. Entonces, dice la  Escritura, Dios cosió túnicas de pieles y las dio a Adán y Eva. Pero quiso Dios coser otra túnica misteriosa que guardó en su corazón. La guardó como promesa. Era la túnica de piel que un día habría de vestir su Hijo, prenda de la fidelidad de su amor. Dios la guardó oculta en su corazón como un anciano guarda vestidos preciosos en su baúl, vestidos que huelen a recuerdos, vestidos que visten el amor. Dios escondió en su corazón la túnica de piel de los hijos de Adán, esa túnica frágil que no soporta la luz, que se avergüenza de sí misma, que se muere cada día, esa túnica que descansa en las tinieblas y que Dios quiere verla cada noche a la luz. Como un joven novio que mira el vestido de bodas cada noche anhelando el día de la amada, así miró Dios en la larga noche del mundo la túnica de piel que un día asumiría su Hijo.
En este día santísimo, Dios envió a su Hijo al mundo en una carne como la nuestra. En este día Dios se ha escondido en nuestra carne para que veamos desnuda la verdad de su amor y de su perdón. Dios, que había ocultado en su corazón la túnica de pieles de su Hijo, en este día santo ocultó todo su amor en el pequeño corazón de un niño, primer sagrario del amor de Dios. Y late en el pecho de un niño todo el amor que hace sollozar de luz a las estrellas. Y se oculta en un pequeño corazón toda la verdad de Dios que sacó luz de las tinieblas.
Y así, en el corazón de la noche del mundo, Dios ha hecho brillar «la luz de su gloria con nuevo resplandor, para que, conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible». Esta luz de la gloria brilla hoy sobre un misterioso árbol plantado en Oriente. Sus ramas se agitan y sus entrañas se tensan. La Navidad del Señor le da un nuevo vigor. Y sus hojas cantan a dos voces. Una dice: «Yo soy la Cruz, ustedes los sarmientos»; la segunda clama: «Sin mí nada pueden hacer». La luz de la gloria acaricia las ramas y traspasa con su calor de vida la corteza tensando todas sus fibras. Es el árbol de la Cruz que renueva el rigor de sus entrañas porque el Sol de Justicia lo acaricia con sus manos. Un día las manos de la Gloria descansarán en los brazos de este árbol, su última cuna, que lo arrullará con su canto hasta el sueño de la muerte. Y dormido reposará en un sepulcro virginal para revestir a Adán de la juventud que abandonó cuando se cubrió de vetustos harapos de pecado. Ahora el Niño duerme en los tiernos brazos de la Virgen Madre. Duerme el que quiere dar a Adán la verdadera infancia que no conoció por haber mordido la malicia del pecado.
Duerme ahora, dulce Niño. No te despierten los aullidos de mis pecados. Duerme en el fondo de la barca del alma, y que el oleaje de nuestra navegación te arrulle. Y si el miedo nos invade y se oscurece nuestra fe, danos tú el milagro de tu amor. Impera sobre el mar y el viento. Ordena a las aguas de amargura que se calmen y a la tempestad de nuestras angustias dile que no sople. Y habrá una gran paz en nuestros días. Envía tu luz y tu verdad sobre nuestra tierra, pues seremos tierra desolada y vacía si no nos iluminas. Haz que brille hoy tu rostro sobre nosotros y nos salve, para que en tu luz veamos la luz. Y mientras brille la luz en nuestros ojos, canten nuestras almas tu grandeza que hoy hiciste caber en un pequeño cuerpecito humano, primer sagrario de tu misericordia y de tu gracia. Exulte nuestro espíritu en ti, Dios nuestro, porque hoy miras compasivo la humillación de nuestra humanidad esclava.

domingo, 22 de diciembre de 2013

"Ecce angelus Domini in somnis apparuit ei"


Dominica IV adventus

Hay muchas maneras de soñar. Soñamos despiertos. Soñamos dormidos. Todos soñamos. La Escritura, sin embargo, muy raras veces nos enseña que Dios haya hablado a los hombres a través de sueños. Dios más bien suele hablarnos cuando estamos en vela, bien despiertos. Es verdad que el patriarca Jacob vio en sueños una escalera que llegaba al cielo ante el trono de Dios y el Señor le prometió estar con él en todos sus caminos sin abandonarlo hasta cumplir con él cuanto le había prometido. También Salomón habló en sueños con Dios. El Señor se alegró de que Salomón le pidiera un corazón dócil y le concedió sabiduría; y ya con esa sabiduría comprendió Salomón, dice la Escritura, que todo había sido un sueño. Dios no suele hablar en sueños.
Cuando dormimos, nuestro cuerpo reposa, pero la vida más elemental continúa. Y lo mismo sucede con el alma. El alma descansa, se rinde al sueño. Pero al mismo tiempo una serie inmensa de movimientos continúan. El alma trabaja al mismo tiempo que duerme: entonces soñamos. Los sueños son como la digestión del alma. Nuestros sueños son el trabajo de un misterioso ejército de mayordomos invisibles que se dan a la tarea de poner todas nuestras experiencias en su lugar, de colocar cada vivencia en el lugar correcto de la alacena del alma. Soñar es asimilar lo que hemos vivido despiertos. Y asimilar no es otra cosa que integrar algo a nosotros, como cuando al digerir los alimentos les damos un lugar en nuestro cuerpo y de algún modo los convertimos en nosotros mismos. Lo mismo hace el alma. Por medio de los sueños el alma asimila las experiencias que la nutren, y las convierte en sí misma.
Los sueños son los pedagogos del alma. La instruyen acerca de la vida, y muchas veces le muestran con imágenes lo que de otro modo no entendería. Le enseñan al alma lo que ella misma sabe y lo que piensa de cuanto ha vivido. En este sentido, no existen sueños falsos, todos son verdaderos, pues le dicen al alma lo que verdaderamente hay en ella: deseos, inquietudes, miedos, esperanzas, ambiciones, pérdidas, tentaciones e incluso el amor y la felicidad.
A veces, mientras descansamos, muchos ruidos interiores y exteriores nos molestan y amenazan con arruinar nuestro descanso. Los sueños los integran y así tejen con ruidos la trama de nuestro sueño, como cuando un hombre duerme cansado y alguien más con una trompeta molesta su descanso: entonces sueña un desfile militar con música de trompeta. Sueña para no despertar. Es que los sueños son una muralla que protege nuestro descanso. Los sueños trabajan muy rudo para enderezar los senderos del alma y hacerlos transitables, pero su trabajo lo hacen como de puntitas para no despertarnos. Los sueños edifican puentes y allanan caminos; enarbolan emblemas de nuestras batallas, con sus triunfos y derrotas, en los castillos del alma, pero su cometido es hacer todo eso sin despertar la ciudad que duerme, la ciudad del alma.
Como los sueños son una muralla, son impenetrables para cualquier espíritu. Como sucede con una ciudad fortificada, los ruidos del exterior pueden entrar, saltar sus muros, pero no pueden pasar las personas. Podemos soñar con otras personas, pero eso no significa que entren en nuestro sueño o visiten nuestras almas, porque la persona es de por sí incomunicable. Muchas veces nos inquietamos cuando soñamos con alguien que ya ha partido, que ha muerto. Pensamos que la imagen que soñamos podría venir de fuera de nosotros mismos, pero eso no es verdadero. La imagen la fabricamos nosotros mismos para asimilar una ausencia, para retardar la presencia, para consolarnos en el dolor, para comprender su nueva presencia. Las almas de quienes han partido viven, pero no pueden entrar en nuestros sueños porque los sueños son una muralla impenetrable, aunque pueden desde afuera hacernos intuir algo de su vida más allá de esta vida.
Ningún espíritu, ni de hombres, ni ángeles ni demonios pueden atravesar esa muralla. Los Santos Padres enseñaron que el diablo es un maestro de fantasías, y en ese sentido se complace en producir sueños oscuros cuando los hombres descansan. Los demonios nos provocan sueños cargados de malicia y de horror. Incluso llegan a infundirnos un temor de Dios desesperanzado que nos conduce a soñar nuestra ruina y condena. Pero todo esto lo infunden desde afuera de nuestros sueños, con aullidos y sugestiones terribles. Los demonios no pueden entrar en nuestros sueños, aunque nuestros sueños traigan imágenes diabólicas. Esas imágenes las fabricamos nosotros mismos, a pesar de que a menudo es el diablo mismo el que nos dispone a crearlas.
Fíjate bien. Cuando Cristo vino al mundo se cumplió una misteriosa profecía. Profecía grandiosa: una virgen concibió por obra del Espíritu Santo. Que el amor de Dios que hace temblar a las estrellas haya descendido de su cielo y tomado carne en las entrañas de una virgen, eso fue algo verdaderamente extraordinario, algo insólito. Nunca sucede así. Un prodigio así no se ha visto nunca ni se verá de nuevo. Y que un ángel haya atravesado los sueños de un hombre, y que le haya hablado desde dentro de sus sueños sin hacerlo estallar, es un verdadero milagro. José era un hombre justo, y sabía muy bien que algo extraordinario acontecía en las entrañas de María. Por eso, por justicia, no quiso atribuirse la paternidad de aquel que desciende de las estrellas. Habría mentido al atribuir a sí mismo lo que sólo puede venir de Dios. Por eso pensó dejarla en secreto. Entonces Dios hizo en José lo imposible. Envió un ángel que milagrosamente le habló desde lo más íntimo de sus sueños. El Señor San José supo muy pronto que esa visita del ángel no era uno de los muchos sueños que fabricamos nosotros mismos. Supo que el milagro se había realizado. El ángel había entrado milagrosamente en su sueño como Dios había entrado milagrosamente en la carne y en la historia de nuestra humanidad.
Cuando Adán vivía en el paraíso, vio Dios que no era bueno que estuviera solo. Así que quiso darle una ayuda conveniente. Lo hizo caer en un profundo sopor, y de lo más hondo de sus sueños formó a Eva, su mujer, quitándole una costilla. Entonces, cuando Adán vio a su mujer dijo: «Ella es hueso de mis huesos y carne de mi carne». El Señor San José no dijo lo mismo de María Virgen. Sabía muy bien que un prodigio tan grande como la maternidad virginal no podía venir de sus huesos ni de su carne: era el inicio de Dios-con-nosotros. Y al entrar el ángel en sus sueños comprendió José que Dios verdaderamente está con nosotros.
Comprendamos el misterio de Dios que entra en nuestros sueños. Entra en los sueños gozosos de una humanidad que anhela a Dios. Entra también en los sueños oscuros de una humanidad tentada, asediada por su propia maldad y la del diablo. Y atrevámonos a soñar la humanidad nacida de María virgen. Así pondremos toda nuestra esperanza en Dios que quiso visitar nuestros sueños cuando milagrosamente se hizo Dios-con-nosotros.

domingo, 15 de diciembre de 2013

"Lætentur deserta et invia, et exsultet solitudo et floreat quasi lilium".


Dominica Gaudete

El profeta Isaías había gritado: «Regocíjate, yermo sediento. Que se alegre el desierto y se cubra de flores, que florezca como un campo de lirios, que se alegre y dé gritos de júbilo, porque le será dada la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón». Ciertamente el Señor Jesús en su día dijo: «Consideren los lirios, cómo crecen; no trabajan ni hilan. Pero les digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de éstos». Y sin embargo, esta gloria de los lirios no floreció en el desierto de Juan el Bautista: «¿Qué fueron a ver ustedes en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? No. Pues entonces, ¿qué fueron a ver?, ¿a un hombre lujosamente vestido? No, ya que los que visten con lujo habitan en los palacios». Juan no era un lirio majestuosamente vestido. Juan era un camello.
Fíjate bien, los camellos son animales muy resistentes. Sus pequeñas orejas peludas custodian un muy agudo sentido de la escucha. Y una membrana traslúcida vela sus grandes ojos cuando los fuertes vientos del desierto amenazan con impedirles la marcha. Sus gruesos labios pueden soportar sin serias dificultades las punzantes espinas de algunas plantas del desierto. Y su piel tiene duras callosidades  que los protegen de la quemadura de la arena ardiente.
A veces pensamos que los camellos guardan agua en sus grandes jorobas, pero eso no es verdad. Más bien sus jorobas son almacenes de grasa para los días difíciles en que el alimento escasea. Entonces, en caso de severa penuria y hambre, el camello agota sus reservas de tal modo que su joroba acaba colgada en su lomo como el saco vacío de un forajido.
Juan el Bautista era un camello. Sus oídos pequeños escucharon atentos el más sutil zumbido de la Palabra de Dios, e ignoraron el vocerío de las voluntades caprichosas de los hombres. Un velo cubrió los grandes ojos del Bautista. Un velo traslúcido que no detuvo su marcha, pero que le hizo preguntar: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Juan sabía alimentarse de las duras espinas de la vida. Supo nutrirse del dolor. Es bien sabido que los camellos se arrodillan antes de levantarse y echarse a andar. Y así lo hizo Juan. Adoró humildemente al Dios de la luz, con las rodillas encallecidas de dorada arena, y caminó en su presencia. Cargó en sus espaldas con la joroba de un rico tesoro de unción espiritual que le mantuvo la vida en los largos caminos del hambre del alma. Es que la ciencia espiritual es un cúmulo de grasa que los sabios cargan en sus espaldas y lo agotan cuando hay poco alimento en el desierto y el hambre duele más que las espinas.
Juan era un camello, y en los días más oscuros de su noche su joroba no era más que un saco vacío. Ya sin el óleo bendito del consuelo espiritual, Juan oyó hablar de las obras de Cristo y mandó a preguntar: «Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Cristo significa «el Ungido», y por eso Juan oyó hablar de sus obras. Cristo es la fuente, y el agudo oído de Juan desde lejos oyó sus obras, como un ciervo escucha desde lejos el suave murmullo de las aguas que nacen. Juan oyó las obras de Cristo, oyó escurrir el óleo del Espíritu y mandó a pedir la unción de Dios, su gracia, su misericordia, la grasa que mueve las buenas obras de los hombres, el combustible de nuestras obras buenas que es puro amor de Dios.
Cristo responde: «Vayan a contar a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de la lepra, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Dichoso aquel que no se sienta defraudado por mí». Juan supo desde su helada cárcel que el desierto ardiente florecía como un campo de lirios porque Dios comenzaba su reino en el mundo. Pero también sabía que los lirios del reino no florecerían en la fría oscuridad de su calabozo antes de que entregara su último suspiro. Juan había respirado el anhelo de todos los profetas. Y exhaló el último aliento mientras el desierto del mundo florecía. Dicen que el aliento de los camellos es muy húmedo, pero raramente lo sentimos porque ellos saben muy bien guardar el agua que trae el aire que respiran… hasta que exhalan su último respiro. Juan, ungido con el Evangelio de las obras de Cristo, sabiendo muy bien que sin la gracia de Dios el hombre nada puede, entregó su último aliento, el aliento de la lucha y de la esperanza, el aliento del perdón y de la paz. Y este aliento se unió a la frescura que Cristo trajo al mundo y que hizo florecer desiertos, fortaleciendo manos cansadas y afianzando rodillas vacilantes, iluminando ojos ciegos, y abriendo oídos sordos. El último aliento que exhaló el profeta se unió como gotas de agua al cáliz de Cristo.
También nosotros recorremos la noche de la espera. Ansiosos de que Cristo florezca en nuestro desierto, anhelamos la conversión de quienes destruyen la vida, la justicia, el amor, la paz. Anhelamos que nuestro desierto florezca. Mientras aguardamos, pues, la hora en que Cristo nazca de nuevo en nuestra historia, unamos nuestro aliento fatigado, el aliento de nuestras luchas por una comunidad mejor, por una familia mejor, por un mundo mejor, a la frescura de Dios que hace florecer el desierto.