In die Nativitatis
Domini Nostri Jesu Christi
Cuando Adán y Eva cayeron en el
pecado, sus ojos se abrieron a la vergüenza de una desnudez sin amor. Ese día
atardeció buscando ansioso las negras tinieblas. Las mismas tinieblas que una
vez desde la esterilidad de su nada alumbraron la luz por la fuerza de la
Palabra creadora, esas mismas tinieblas desde aquella noche se hicieron
cómplices del pecado. Lo acogieron en su regazo como quien cobija una serpiente
para perpetuar su mordedura. Y así, su oscuridad nefasta se prologó de pecado
en pecado uniendo los días del mundo como en una única noche.
Esa tarde funesta, Dios buscó al
hombre. En vano quisieron ocultarse de Dios. Adán y Eva vieron en sí mismos una
desnudez sin amor, mientras Dios seguía viendo en sus sombríos rostros los
vestigios de su imagen. Entonces, dice la Escritura, Dios cosió túnicas de pieles y las
dio a Adán y Eva. Pero quiso Dios coser otra túnica misteriosa que guardó en su
corazón. La guardó como promesa. Era la túnica de piel que un día habría de
vestir su Hijo, prenda de la fidelidad de su amor. Dios la guardó oculta en su
corazón como un anciano guarda vestidos preciosos en su baúl, vestidos que
huelen a recuerdos, vestidos que visten el amor. Dios escondió en su corazón la
túnica de piel de los hijos de Adán, esa túnica frágil que no soporta la luz,
que se avergüenza de sí misma, que se muere cada día, esa túnica que descansa
en las tinieblas y que Dios quiere verla cada noche a la luz. Como un joven
novio que mira el vestido de bodas cada noche anhelando el día de la amada, así
miró Dios en la larga noche del mundo la túnica de piel que un día asumiría su
Hijo.
En este día santísimo, Dios envió a
su Hijo al mundo en una carne como la nuestra. En este día Dios se ha escondido
en nuestra carne para que veamos desnuda la verdad de su amor y de su perdón.
Dios, que había ocultado en su corazón la túnica de pieles de su Hijo, en este
día santo ocultó todo su amor en el pequeño corazón de un niño, primer sagrario
del amor de Dios. Y late en el pecho de un niño todo el amor que hace sollozar de
luz a las estrellas. Y se oculta en un pequeño corazón toda la verdad de Dios
que sacó luz de las tinieblas.
Y así, en el corazón de la noche
del mundo, Dios ha hecho brillar «la luz de su gloria con nuevo resplandor, para que, conociendo a
Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible». Esta luz de la gloria brilla hoy sobre
un misterioso árbol plantado en Oriente. Sus ramas se agitan y sus entrañas se tensan.
La Navidad del Señor le da un nuevo vigor. Y sus hojas cantan a dos voces. Una
dice: «Yo soy la Cruz,
ustedes los sarmientos»; la
segunda clama: «Sin mí nada
pueden hacer». La luz de la
gloria acaricia las ramas y traspasa con su calor de vida la corteza tensando
todas sus fibras. Es el árbol de la Cruz que renueva el rigor de sus entrañas
porque el Sol de Justicia lo acaricia con sus manos. Un día las manos de la
Gloria descansarán en los brazos de este árbol, su última cuna, que lo
arrullará con su canto hasta el sueño de la muerte. Y dormido reposará en un
sepulcro virginal para revestir a Adán de la juventud que abandonó cuando se
cubrió de vetustos harapos de pecado. Ahora el Niño duerme en los tiernos
brazos de la Virgen Madre. Duerme el que quiere dar a Adán la verdadera
infancia que no conoció por haber mordido la malicia del pecado.
Duerme ahora, dulce Niño. No te despierten
los aullidos de mis pecados. Duerme en el fondo de la barca del alma, y que el
oleaje de nuestra navegación te arrulle. Y si el miedo nos invade y se oscurece
nuestra fe, danos tú el milagro de tu amor. Impera sobre el mar y el viento.
Ordena a las aguas de amargura que se calmen y a la tempestad de nuestras
angustias dile que no sople. Y habrá una gran paz en nuestros días. Envía tu
luz y tu verdad sobre nuestra tierra, pues seremos tierra desolada y vacía si
no nos iluminas. Haz que brille hoy tu rostro sobre nosotros y nos salve, para
que en tu luz veamos la luz. Y mientras brille la luz en nuestros ojos, canten
nuestras almas tu grandeza que hoy hiciste caber en un pequeño cuerpecito
humano, primer sagrario de tu misericordia y de tu gracia. Exulte nuestro
espíritu en ti, Dios nuestro, porque hoy miras compasivo la humillación de
nuestra humanidad esclava.