domingo, 22 de diciembre de 2013

"Ecce angelus Domini in somnis apparuit ei"


Dominica IV adventus

Hay muchas maneras de soñar. Soñamos despiertos. Soñamos dormidos. Todos soñamos. La Escritura, sin embargo, muy raras veces nos enseña que Dios haya hablado a los hombres a través de sueños. Dios más bien suele hablarnos cuando estamos en vela, bien despiertos. Es verdad que el patriarca Jacob vio en sueños una escalera que llegaba al cielo ante el trono de Dios y el Señor le prometió estar con él en todos sus caminos sin abandonarlo hasta cumplir con él cuanto le había prometido. También Salomón habló en sueños con Dios. El Señor se alegró de que Salomón le pidiera un corazón dócil y le concedió sabiduría; y ya con esa sabiduría comprendió Salomón, dice la Escritura, que todo había sido un sueño. Dios no suele hablar en sueños.
Cuando dormimos, nuestro cuerpo reposa, pero la vida más elemental continúa. Y lo mismo sucede con el alma. El alma descansa, se rinde al sueño. Pero al mismo tiempo una serie inmensa de movimientos continúan. El alma trabaja al mismo tiempo que duerme: entonces soñamos. Los sueños son como la digestión del alma. Nuestros sueños son el trabajo de un misterioso ejército de mayordomos invisibles que se dan a la tarea de poner todas nuestras experiencias en su lugar, de colocar cada vivencia en el lugar correcto de la alacena del alma. Soñar es asimilar lo que hemos vivido despiertos. Y asimilar no es otra cosa que integrar algo a nosotros, como cuando al digerir los alimentos les damos un lugar en nuestro cuerpo y de algún modo los convertimos en nosotros mismos. Lo mismo hace el alma. Por medio de los sueños el alma asimila las experiencias que la nutren, y las convierte en sí misma.
Los sueños son los pedagogos del alma. La instruyen acerca de la vida, y muchas veces le muestran con imágenes lo que de otro modo no entendería. Le enseñan al alma lo que ella misma sabe y lo que piensa de cuanto ha vivido. En este sentido, no existen sueños falsos, todos son verdaderos, pues le dicen al alma lo que verdaderamente hay en ella: deseos, inquietudes, miedos, esperanzas, ambiciones, pérdidas, tentaciones e incluso el amor y la felicidad.
A veces, mientras descansamos, muchos ruidos interiores y exteriores nos molestan y amenazan con arruinar nuestro descanso. Los sueños los integran y así tejen con ruidos la trama de nuestro sueño, como cuando un hombre duerme cansado y alguien más con una trompeta molesta su descanso: entonces sueña un desfile militar con música de trompeta. Sueña para no despertar. Es que los sueños son una muralla que protege nuestro descanso. Los sueños trabajan muy rudo para enderezar los senderos del alma y hacerlos transitables, pero su trabajo lo hacen como de puntitas para no despertarnos. Los sueños edifican puentes y allanan caminos; enarbolan emblemas de nuestras batallas, con sus triunfos y derrotas, en los castillos del alma, pero su cometido es hacer todo eso sin despertar la ciudad que duerme, la ciudad del alma.
Como los sueños son una muralla, son impenetrables para cualquier espíritu. Como sucede con una ciudad fortificada, los ruidos del exterior pueden entrar, saltar sus muros, pero no pueden pasar las personas. Podemos soñar con otras personas, pero eso no significa que entren en nuestro sueño o visiten nuestras almas, porque la persona es de por sí incomunicable. Muchas veces nos inquietamos cuando soñamos con alguien que ya ha partido, que ha muerto. Pensamos que la imagen que soñamos podría venir de fuera de nosotros mismos, pero eso no es verdadero. La imagen la fabricamos nosotros mismos para asimilar una ausencia, para retardar la presencia, para consolarnos en el dolor, para comprender su nueva presencia. Las almas de quienes han partido viven, pero no pueden entrar en nuestros sueños porque los sueños son una muralla impenetrable, aunque pueden desde afuera hacernos intuir algo de su vida más allá de esta vida.
Ningún espíritu, ni de hombres, ni ángeles ni demonios pueden atravesar esa muralla. Los Santos Padres enseñaron que el diablo es un maestro de fantasías, y en ese sentido se complace en producir sueños oscuros cuando los hombres descansan. Los demonios nos provocan sueños cargados de malicia y de horror. Incluso llegan a infundirnos un temor de Dios desesperanzado que nos conduce a soñar nuestra ruina y condena. Pero todo esto lo infunden desde afuera de nuestros sueños, con aullidos y sugestiones terribles. Los demonios no pueden entrar en nuestros sueños, aunque nuestros sueños traigan imágenes diabólicas. Esas imágenes las fabricamos nosotros mismos, a pesar de que a menudo es el diablo mismo el que nos dispone a crearlas.
Fíjate bien. Cuando Cristo vino al mundo se cumplió una misteriosa profecía. Profecía grandiosa: una virgen concibió por obra del Espíritu Santo. Que el amor de Dios que hace temblar a las estrellas haya descendido de su cielo y tomado carne en las entrañas de una virgen, eso fue algo verdaderamente extraordinario, algo insólito. Nunca sucede así. Un prodigio así no se ha visto nunca ni se verá de nuevo. Y que un ángel haya atravesado los sueños de un hombre, y que le haya hablado desde dentro de sus sueños sin hacerlo estallar, es un verdadero milagro. José era un hombre justo, y sabía muy bien que algo extraordinario acontecía en las entrañas de María. Por eso, por justicia, no quiso atribuirse la paternidad de aquel que desciende de las estrellas. Habría mentido al atribuir a sí mismo lo que sólo puede venir de Dios. Por eso pensó dejarla en secreto. Entonces Dios hizo en José lo imposible. Envió un ángel que milagrosamente le habló desde lo más íntimo de sus sueños. El Señor San José supo muy pronto que esa visita del ángel no era uno de los muchos sueños que fabricamos nosotros mismos. Supo que el milagro se había realizado. El ángel había entrado milagrosamente en su sueño como Dios había entrado milagrosamente en la carne y en la historia de nuestra humanidad.
Cuando Adán vivía en el paraíso, vio Dios que no era bueno que estuviera solo. Así que quiso darle una ayuda conveniente. Lo hizo caer en un profundo sopor, y de lo más hondo de sus sueños formó a Eva, su mujer, quitándole una costilla. Entonces, cuando Adán vio a su mujer dijo: «Ella es hueso de mis huesos y carne de mi carne». El Señor San José no dijo lo mismo de María Virgen. Sabía muy bien que un prodigio tan grande como la maternidad virginal no podía venir de sus huesos ni de su carne: era el inicio de Dios-con-nosotros. Y al entrar el ángel en sus sueños comprendió José que Dios verdaderamente está con nosotros.
Comprendamos el misterio de Dios que entra en nuestros sueños. Entra en los sueños gozosos de una humanidad que anhela a Dios. Entra también en los sueños oscuros de una humanidad tentada, asediada por su propia maldad y la del diablo. Y atrevámonos a soñar la humanidad nacida de María virgen. Así pondremos toda nuestra esperanza en Dios que quiso visitar nuestros sueños cuando milagrosamente se hizo Dios-con-nosotros.

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