In festo sanctorum
apostolorum Petri ac Pauli
Pedro había tomado la palabra para
confesar algo que el Padre le había revelado desde el cielo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Esta sólida confesión es la roca
sobre la cual Cristo quiso edificar su Iglesia. Y con todo, el corazón de Pedro
se quedó confundido al momento en que debía confesarlo ante los hombres. La
noche en que Pedro negó a Jesús, el Apóstol había confiado demasiado en sus
propias fuerzas y había olvidado que esa confesión la recibió del cielo. Pedro estaba
seguro de que daría la vida por Jesús, y que aunque todos los otros discípulos
se escandalizaran, él no se escandalizaría. Con toda sensatez el Apóstol Pablo
advierte: «El que piense que
está firme, mire de no caer».
Es que Pedro no fue vencido por el ímpetu la adversidad, sino por el temor a
ella. Por ese temor, aquella noche no quiso seguir a Cristo de cerca, sino que
prefirió seguirlo de lejos, y quien le sigue de lejos no pone los pies donde
los puso Cristo, ni advierte bien sus pisadas. Para seguir a Cristo, hay que seguirlo
muy de cerca.
El gallo cantó, y Jesús, en medio
de su abandono y persecución, volvió los ojos a Pedro y lo miró. Pedro,
acordándose de lo que Cristo le había dicho, lloró amargamente. Los ojos de
Cristo, ojos cargados de misericordia, de caridad y de compasión, buscaron al
discípulo. Y aunque Pedro lo seguía de lejos, Cristo lo seguía de cerca, para
consolarlo en la amargura del pecado que había cometido. Cristo no permitió que
los poderes infernales prevalecieran sobre la roca de la Iglesia. Por eso de la
roca brotó saludable el llanto amargo de penitencia y de arrepentimiento. Un
mar de llanto brotó de sus ojos. La mirada doliente y compasiva de Cristo libró
del incendio del fuego del infierno el corazón traicionero del Apóstol,
apagando sus llamas. Y desde entonces la Iglesia llora. Llora su pecado y su
traición. Llora cuando Cristo le pregunta como a Saulo: «¿Por qué me persigues?» Llora, porque el llanto fue la primer
enseñanza del magisterio de Pedro.